28.2.09

Cretinismo.

Ha aparecido en librerías la más reciente obra de José Antonio Crespo (ajá, ése, el que realizó un estudio sesgado de las actas del proceso electoral del 2006 y, con base en él, se arrogó la posibilidad de decir "el resultado es incierto"), titulado Contra la historia oficial. Dicho en tres palabras, el librito de referencia aborda una tarea común al aficionado a escribir (o a manosear) temas de historia, consistente en desmitificar a los personajes del pasado y mostrarlos como en realidad fueron. Según sus propias palabras, Crespo decidió poner manos a la obra tras darse cuenta de que la historia que se cuenta en las escuelas es historia oficial y, por tanto, se desenvuelve en un ambiente de héroes y villanos, al tiempo que formula explicaciones que justifican a un régimen determinado y, en suma, termina por engañar al que la lee.

Como es fácilmente perceptible, los argumentos recién expuestos se encuentran en consonancia con los vertidos por otros insignes divulgadores de la historia, de la talla de José Manuel Villalpando, Alejandro Rosas, Lorenzo Meyer, Héctor Aguilar Camín, Carlos Monsiváis y Rius, miembros del ambiguo gang de los escritores que, con base en la posesión de semejante título, se dedican a manosear el tema que les viene en gana y, con razón o sin ella -como ocurre en la mayoría de las ocasiones-, pontifican sobre lo que medianamente conocen, presentan sus opiniones como si fueran la verdad, y terminan por construir un discurso digerible, legible, pero sumido en la estulticia en virtud de la arrogancia del autor, de su inaudita soberbia que, también por motivos ignotos, le permite cuestionar todo -con mayúsculas, por favor- lo hecho, eliminarlo de un plumazo, y crear un nuevo paradigma explicativo. 

Ahora bien, que los Rius, los Villalpandos, los Rosas, y los etcéteras mencionados lo hagan... bien, es reprobable pero comprensible, dado que el desconocimiento de la disciplina los entitula, de algún modo, para destrozarla. Sin embargo, el caso de Crespo es en extremo penoso, porque al tipo lo sustenta un grado de doctor en historia por la Universidad Iberoamericana que, al calor de las sandeces escuchadas, queda muy mal parada en cuanto a su nivel académico. Habrá que ir por partes para que lo dicho por Crespo quede de manifiesto en toda su magnitud, y sea perceptible el cretinismo que, de un tiempo a la fecha, lo reviste.

Para comenzar, el libro parte de una premisa falsa: la historia que se da en la escuela -así, a secas, sin mayor definición- es historia oficial al servicio del régimen. Si yo fuera Juan de la Calle, probablemente me comería completo el cuento y entonaría loas al Dr. Crespo por su valiente rescate de la verdadera historia. Sin embargo, como me gano la vida como historiador, confío en que mi preparación no ha sido mala y, lo mejor de todo, me dedico también a escribir esos libros que se leen en la escuela, me es posible refutar de medio a medio la estupidez aquí transcrita y, al mismo tiempo, sentirme profundamente ofendido. Hasta donde sé, yo no estoy al servicio de ningún régimen, ni transcribo historias oficiales, ni vendo procesos maniqueos, de buenos buenos y malos malos. En absoluto. La instancia normadora de la educación, la SEP, es muy clara al momento de indicar los contenidos forzosos de los libros de texto, pero se abstiene de modificar las posiciones sostenidas por los autores, quienes no son simples plumas a sueldo sino, salvo contadas excepciones, colegas historiadores con una preparación sólida, una idea definida de la historia, y una convicción certera del objetivo que tiene el acto de escribir un libro de texto. Por si fuera poco, a la luz de las evidencias incluso me es posible decir que hay un grupo cuantioso de dictaminadores -sujetos desconocidos que califican el trabajo de los demás- perredistas incrustados en la propia secretaría, quienes se encargan de exigir la inclusión de temas extraños al contexto con el afán de presentar "libros con contenido social", lo cual no es para nada compatible con la idea genérica que se tiene en lo relativo a las historias de bronce. Ante esto, me pregunto ¿dónde queda la historia oficial de la que habla José A. Crespo, contra la que despotrica, y que sirve de asiento al amasijo de hojas que llama "libro"?

El segundo elemento a discutir es, si se puede, peor que el anterior. Según he comentado, Crespo retoma la bandera de los divulgadores lerdos y pretende "desmitificar a los personajes de la historia y mostrarlos como en realidad fueron." Buen intento, pero tiene dos problemas graves: el primero reside en que, al basar el estudio de la historia en los personajes, se cae en lo que se pretende combatir, esto es, en la mitificación, al dar por sentado que es el sujeto individual el responsable del proceso entero. La segunda complicación compete a la teoría de la historia -en la que Crespo no debe ser neófito, a menos que su doctorado sea chafa-, y reside en ese ente intangible que es la realidad: ¿cómo presentar algo, lo que sea, como realmente es, o fue? ¿Se concibe al documento, al testimonio, como depositario inerte del pasado, lo que le faculta para reflejar al hecho en sí, sin intervenciones subjetivas de por medio? Imposible, ¿no es cierto? Entonces, ¿para qué salir con esta clase de tonterías? ¿No era ya suficiente con el mamotreto infumable de Rosas, titulado Mitos de la historia de México, o las benditas Batallas por la historia, de Villalpando, entre un cúmulo de porquerías semejantes? ¿Para qué abonar el camino de la historia malhecha?

En resumen: José Antonio Crespo, ¿habla desde la ignorancia? Pudiera ser. ¿Modifica las cosas para que sus explicaciones sean acertadas? Parece plausible. ¿Sesga la información para realizar un trabajo que le reporte buenos puntos en el Conacyt, prestigio y presencia editorial? Ni duda cabe, y ahí tenemos también su texto sobre el 2006 para corroborarlo. Si el tipo se considera un divulgador de lo que sea (de la política, de la historia, o del zurcido), allá él: el problema es que pretenda convencernos a todos de ello, y nos venda sus medias verdades para probar su magnificencia. ¿Ignorante, falto de ética, o simplemente cretino?

26.2.09

De lo feo.

Recién leo la más reciente entrada publicada en su blog por mi querido y admirado amigo Alberto Constante, en la cual aborda el valor de lo feo, referido en concreto a una persona que, en principio, me resulta desconocida por el anonimato con que se maneja en el texto, pero cuya actitud -por desgracia- me es posible reconocer y que -para mayor desgracia- resulta común en nuestros tiempos y en nuestro medio: el fingimiento, la hipocresía, la ausencia de honestidad; en suma, la fealdad de carácter. Desbrozaré esto por partes y espero obtener algún resultado de interés.

De un tiempo -indefinible- a la fecha, han florecido los grupos, corrientes y sujetos que se vuelcan a favor de las estéticas de lo grotesco. ¿A qué se refiere ello? Imposible de concretar, salvo en un punto clave: a la entronización de lo feo -abstracto también, y que bien valdría plantear críticamente-, la loa a lo feo, la reproducción de lo feo y la cotidianización de lo feo, lo anormal - en el sentido en que lo expresaría Foucault-, lo que se sale de lo corriente pero no por la puerta, ni por la ventana, acaso ni siquiera por la puerta de servicio sino, en todo caso, sale por el vertedero, por el cárcamo. Las estéticas de lo grotesco insertan en el plano de lo apreciable aquello que naturalmente evitaríamos, lo que pasaríamos de largo, o contra lo que nos volveríamos presas del enojo, la repulsión, o la reprobación.

Tal normalización de lo grotesco juega con la imperiosa necesidad de incorporar lo diferente, lo que se revela otro, lo que clama por un lugar no sesgado en el conjunto de lo simbólico. Por ende, el sujeto acorde a su tiempo y depositario, quiera o no, de una serie de valores proclives a la incorporación de la diferencia, debe al menos tolerar a lo grotesco como parte del entorno y evitar, por sobre todas las cosas, la emisión de cualquier juicio que lo denote como cerrado de mente, intolerante, o reaccionario, concepto éste no referido de forma exclusiva al ámbito político sino, por el contrario, poseedor de camaleónicas posibilidades en lo relativo al acto de denostar al oponente.

Hasta aquí lo grotesco en sí; como colofón, podría indicarse que el gusto, y la posibilidad de depositar un sinnúmero de variopintos elementos en el objeto, no son susceptibles de normarse bajo ninguna condición. En consecuencia, resulta natural el florecimiento de los apóstoles de lo grotesco, las manifestaciones de lo grotesco, y la exaltación de lo grotesco, todo lo cual funciona como vehículo para, repito, normalizarlo, introducirlo en el conjunto de lo aceptable, y poner en juego distintos discursos tendientes a ampliar sus capacidades explicativas de un segmento relegado de eso que se da en llamar realidad.

Ahora bien,¿qué es lo que acontece cuando esa inserción de lo grotesco se moviliza al ámbito de la moral y la sociabilidad? ¿Es posible que tornemos normales las expresiones de lo grotesco en nuestro trato diario? ¿El ser feo con los demás resulta ya no intolerable, sino incluso insoslayable? Las condiciones de posibilidad en que se desarrolla nuestro día a día parecen demostrarlo: el mexicanísimo "el que no transa, no avanza" da una prueba de ello. Sumarse a las huestes de lo malportado -diría mi abuelita- resulta normal, deseado y deseable, al amparo de las insospechadas características ínsitas al otro. La loa a lo feo no es, entonces, asunto de pantalones o pinturas: es materia social, sedimento de las conductas cotidianas, asiento del ser y del saber sobre ese ser. Tan lamentable como cierto es que lo anormal reconfigura su semblante y se muestra como normal e inevitable, susceptible de reproducirse y perfectamente apropiable en la medida -y aquí está el quid- en que la reflexión no lo percibe, en la medida en que subrepticiamente se inserta en las prácticas cotidianas y termina por dominar al juicio y la percepción.

Que las estéticas de lo grotesco pervivan y se multipliquen depende del gusto; que la proliferación de lo grotesco en el plano social haga lo propio depende de la reflexión, el cuestionamiento, el querer ver lo que parecería normal pero posee un sentido oblicuo que escuece o, al menos, incomoda un poco sin saber por qué. Dónde nos situamos... eso depende de cada quién.

21.2.09

Una de chapulines.

Hace unos años, un grupo de legisladores bajacalifornianos pretendió impulsar la llamada ley chapulín, mediante la cual se evitaría que los funcionarios de elección popular renunciaran a sus puestos, antes de concluir sus gestiones, para "saltar" a otro cargo. La medida, como era de esperarse, fue impugnada por quienes, eventualmente, serían afectados, aduciendo que la ley violaría los derechos constitucionales de las personas a votar y ser votadas. Para no hacer el cuento largo, la ley se desechó y los chapulines se dedicaron a saltar de lo lindo de un puesto a otro.

Mientras escribo estas líneas, circula por mi calle un automóvil que, a través del infaltable megáfono -que distorsiona cualquier sonido emitido a través de él, y brinda a cualquier anuncio la calidad de audio que distingue a presentadores de lucha libre y propagadores de la nota roja-, reproduce un mensaje pronunciado por Tomás Pliego, precandidato a la jefatura delegacional por la sufrida demarcación denominada Cuauhtémoc. La perorata, de un minuto de duración, expone la necesidad de salvar a la delegación, reordenarla, embellecerla, recuperarla de las manos del hampa, y hacerla de todos -aunque ignoro quiénes serán esos todos, supongo que se refiere a los beneficiarios de las limosnas de Marcelo y los comerciantes ambulantes deudores del mismo-. ¿Cómo se arribará a tales objetivos? Votando por él, claro. Es más, en un ejercicio retórico sublime por el grado de candidez que involucra, el sujeto en cuestión afirma que él vota por sus votantes, apuesta por ellos para que voten por él y se logre la transformación del espacio político. Qué ternura.

Ante todo esto, sólo cabe decir lo siguiente al señor Pliego: no sea usted cínico. En primer lugar, llevamos doce años (cuatro regímenes delegacionales completitos) escuchando que debe salvarse a la delegación Cuauhtémoc. ¿De quién, me pregunto? Los priístas reconvertidos que acompañaban a Cárdenas buscaban salvar al lugar de los priístas tenaces que habían estado al frente de la delegación en tiempos pretéritos. A su vez, Dolores Padierna incluyó el lema "salvar" como parte de su campaña, y los achichincles de ésta que han ocupado la jefatura delegacional desde entonces -Virginia Jaramillo y José Luis Muñoz- se han escudado en el mismo mot para ganar votos. ¿De qué se trata? ¿Cómo nos salvamos de ustedes mismos? ¿O es ésta, acaso, la estrategia seguida por las mafias de Chicago, estilo Al Capone, y reproducidas por el narcotráfico contemporáneo, en las que la salvación de uno está en acogerse al amparo del malo, so pena de ser realmente perjudicado? Bonita opción, ni duda cabe.

Hoy nos venden una nueva salvación, una nueva recuperación de los espacios, una nueva reorganización de la población. Nos la ofrece, también de nueva cuenta, un sujeto que vende "honestidad, compromiso, pasión por su delegación." ¿Con nieve, o sin nieve? Para empezar, ¿cuál compromiso, señor Pliego? Si no mal recuerdo, hace tres años -gracias al reacomodo de los distritos electorales locales, a través del cual se incorporaron zonas donde el perredismo arrasa a otras donde no pintaba- fue electo diputado local por el X distrito. ¿A qué se comprometió? A trabajar. ¿En qué? Eso no lo sabemos, dado que no hay resultados y la zona en que habito -compuesta en lo macro por las colonias Roma, Juárez, y un segmento de la Doctores- se mantiene viva, no gracias a las gestiones de la autoridad, sino muy a pesar de ésta, firmemente decidida a llenar el paisaje de ambulantes y las calles de agujeros. Nada de eso importa: Pliego abandona el puesto para el que se le contrató y, sin pudor, se lanza a una nueva elección o, lo que es lo mismo, a vivir del presupuesto tres años más sin dar el golpe.

¿Qué promete este individuo? Tampoco se sabe, más allá del lugar común y la muy mentada salvación que, por cierto, hoy en día resulta ser el slogan socorrido por los pejistas con ínfulas mesiánicas y misoneístas. Fuera de ello, su página de internet no muestra un plan, una propuesta concreta, un programa de acción. Simplemente, aparece la cara del tal Pliego, acompañada por la ya mencionada ridiculez que indica "yo voto por ti." No, gracias. Tomás, no votes por mí. Mejor te propongo algo: yo voto porque cumplas con lo que prometiste hace tres años y, en los escasos seis meses que le restan a la presente legislatura, te pongas a trabajar, abandones la política del chapulín y demuestres que, al menos en eso, tienes palabra. De otro modo, ¿cómo confiar en ti?

A propósito de chapulines, ¿se imaginan las locuras que podrá cometer la súper - sandia (sandia, persona que comete sandeces, no sandía, fruto tricolor) Ana Guevara en caso de acceder a la jefatura delegacional de Miguel Hidalgo? Aunque a ella nadie la eligió para ningún cargo, demuestra que sus capacidades físico - atléticas sobrepasan las carreras de velocidad e incluyen el salto de largo alcance, al abandonar sin pena -ni gloria- el cargo para el que la designó el ínclito Marcelo y buscar un puesto de elección popular, proceso en el que, por desgracia, tiene alguna posibilidad de triunfar debido a la combinación de los malos resultados entregados por la gestión de Gabriela Cuevas y la oportuna movida de tapete que le ha aplicado el gobierno capitalino.

Como colofón, vale anotar que el país está frito. Los políticos abandonan cargos que se comprometieron a desempeñar con honor, honestidad, bla, bla, bla, y buscan nuevos, de los que a su vez saltarán para buscar otros... y así ad infinitum. Lo peor del caso no es que salten, que si las leyes se los permiten, ellos lo harán, ni duda cabe; no, lo peor estriba en que el ciudadano, defraudado por un chapulín que le deja el trabajo cual vil criada, vuelve a votar por el mismo sujeto para un nuevo encargo que, seguramente, le tirará en la cara a la primera oportunidad. ¿Dónde se ha visto eso?

19.2.09

Las vicisitudes del ser democrático.

De un tiempo para acá, los medios de comunicación, los actores políticos, las instituciones, y aun los despistados, se hacen eco de aquella idea que propugna a la democracia -abstracta y posiblemente infusa- como la panacea a todos nuestros males. No importa si el tema de conversación recae en los derechos de las minorías, la calidad de la educación, el conjunto de valores sociales, o el acceso del pueblo al poder: la democracia nos habrá de presentar siempre la mejor opción de acción. ¿Su familia está desintegrada, vive presa de un macho embrutecido por el alcohol, o presencia cómo los hijos venden y / o consumen drogas? No importa, con democracia se convertirá en la feliz familia mexicana. ¿Los asaltantes proliferan en su barrio, los vecinos viven a la greña, o el entorno es aquejado por un inusitado aumento del comercio informal? No se preocupe, con democracia vivirá usted en la armonía comunitaria. ¿Nadie respeta a ancianos, niños, minusválidos o indígenas? Qué le apura, la democracia nos llevará a la sociedad equitativa que todos merecemos.

La idea, como puede percibirse, es un depropósito total. La democracia, simple y llanamente, alude a la posibilidad de dotar al pueblo -o a segmentos concretos de éste- de capacidad para incidir en la toma de decisiones que afectan su desarrollo; en otras palabras, la posibilidad de intervenir en la política, entendida en sentido amplio. Lo demás se relaciona con cuestiones como la educación, la reproducción de determinado tipo de valores, la racionalización del entorno, o la consideración del otro en tanto sujeto de determinados derechos. En suma, es un asunto de cultura, no de democracia, a pesar de lo cual se insiste en el error y se presentan argumentos que, en el mejor de los casos, abaratan a la democracia, al introducirla en todos los moles posibles, y en el peor de ellos la trivializan, al apuntalar su indefinición como concepto.

Por desgracia, en el terreno en que la tal democracia debe operar, tampoco es posible encontrar prácticas adecuadas a lo que se requeriría. Un ejemplo de ello se encuentra, precisamente, en el trabajo de los cuerpos legislativos y ejecutivos de distinto nivel. Con la proximidad de las elecciones, todos los partidos políticos echan a andar la rueda de los cuentos -cuanto más imaginativos, mejor- y prometen el acceso a la sociedad ideal e igualitaria siempre y cuando se vote por ellos. Sin embargo, la pregunta insidiosa no se hace esperar: ¿cuándo, a cualquiera de nosotros, nos han consultado acerca de si estamos a favor de X o Y medida? No me refiero a las vaciladas instrumentadas por López O, en absoluto: me refiero a una consulta seria, honesta, bien medida y, sobre todo, con posibilidades de reflejar lo que quiere el que vota, no necesariamente lo que cualquier sujeto quiere que se quiera. Repito entonces, ¿cuándo se ha visto tal consulta? Jamás en la vida. Cuando un legislador determinado emite su voto en la Cámara, ¿por qué lo hace? ¿Porque así se lo exigen sus electores, o porque es la línea que le ha trazado su partido? Entonces, ¿en dónde queda la democracia?

Cerraré esta breve disertación con un par de ejemplos lamentables, que dan buena cuenta de que, para democráticas cuestiones, nos hallamos muy lejos de saber siquiera hacia dónde inclinarnos. El primero de ellos tiene que ver con el voto corporativo. De unos días a la fecha, un sector de la intelectualidad se ha dado a propalar la especie de que, si los partidos no se comprometen a tales o cuales medidas -impracticables de momento, como bien ha apuntado Pablo Hiriart-, mejor no votemos. Como muestra de cultura política, la opción es atrayente, ni duda cabe. Si se piensa que la cultura política no es la ridiculez que impulsa el IFE -emitir un voto-, sino que es analizable a partir de la idea que se hace la gente del poder y el bien común, traducible en el acto de votar tanto como en el de no votar, el abstencionismo resultaría entonces la muestra palpable de que las opciones no convencen y, por tanto, el repudio generalizado a los partidos les llevaría a replantear sus estrategias e, incluso, a realizar sanos ejercicios ontológicos. No obstante, en tal escenario resultaría previsible que el abstencionismo sólo lo ejercieran las capas pensantes de la sociedad, las menos, mientras que los esclavos de vales, despensas, uniformes, útiles escolares y programas asistencialistas tendrían, a fortiori, que emitir el llamado voto duro, con lo que la expresión del repudio se cancelaría y los nuevos amos de la ley podrían ocupar sus curules sin pena ni remordimiento alguno, legitimados por un ejercicio democrático que, de eso, tendría muy poco.

El segundo ejemplo tiene que ver con la democracia en pequeño, ésa que no afecta los destinos nacionales pero sí una parte del todo y que, en la misma medida, nos demuestra que estamos mal hasta donde no cabe imaginarse. Hace poco tiempo, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, a cuyo cuerpo académico pertenezco, se realizó una auscultación para conocer a quién, de entre una serie variopinta de candidatos, la comunidad preferiría que se nombrara nuevo director. El obvio contrasentido del proceso -votar para conocer algo que no está en manos de uno mismo designar- no le quita méritos y, de hecho, permitió saber dónde se ubicaban los aspirantes, qué traían entre manos -si es que algo traían, que algunos no traían nada-, y que harían al frente de la institución. Al finalizar la presentación de los proyectos se emitió una votación, y la comisión encargada de la auscultación envió los resultados a la rectoría universitaria, instancia que decidirá, a final de cuentas, quién rige los destinos de la facultad durante los siguientes cuatro años. Al conocerse hoy en día la terna, resultó que, de entre los seis aspirantes -cinco que habían participado en el proceso reseñado más un saboteador-, la rectoría había formado la terna con quienes habían obtenido los dos primeros lugares en la votación, seguidos de quien había ocupado el cuarto puesto. ¿Por qué saltaron al tercer lugar? Es un misterio. No obstante, el problema no es tal, sino otro, que bien muestra lo que ya enunciaba líneas atrás: ¿por qué ciertas personas dedicaron tiempo y esfuerzo a integrar una comisión de auscultación si, al final, buscaron que su candidata -cuarto lugar- se metiera en la terna a como diera lugar? ¿Somos o no somos demócratas? ¿Avalamos los resultados siempre, o sólo cuando nos son favorables? ¿Exigimos respeto a nuestro triunfo, pero nos dedicamos a dar patadas por debajo de la mesa para salirnos con la nuestra cuando las cosas no marchan bien?

He aquí el problema: democracia, sí, por supuesto. ¿Qué es? Misterio. ¿En qué consiste? Se ignora. Por tanto, ante la indefinición del concepto, es posible buscar el triunfo en las urnas y, a la par, lanzar macheteros, golpeadores, y hordas violentas a las calles para ganar lo que no se ganó; proclamarse respetuosos de la voluntad popular y, en cualquier instante, protagonizar un asalto a las instituciones que vigilan el desarrollo de los procesos; buscar el apoyo de la mayoría, sin pensar en qué tipo de apoyo brinda una mayoría comprada o apaleada; finalmente, lo que es lo mismo, formar parte de una comisión de auscultación mientras, por debajo de la mesa, se cabildea para evadir un resultado eventualmente adverso. ¿No es acaso terrible?

14.2.09

Zona de guerra.

Hace aproximadamente treinta años es escalofriante la facilidad con que esto se enuncia, la Ciudad de México vivió los embates de un regente modernizador, reformador, transformador del paisaje: Carlos Hank González, mejor conocido en los bajos fondos como Genghis Hank. Sabedor de los insospechados alcances financieros que, para quien lo promueve, deja el acto de emprender obras públicas de forma masiva, Genghis se embarcó en un programa cuya principal meta consistía en dotar a la urbe de vías de comunicación eficientes y modernas, que desahogaran con facilidad el creciente flujo vehicular y mostraran la imagen que, de la capital nacional, quería darse: la de urbe cosmopolita, pendiente de los últimos avances de la técnica.

El resultado fue, como bien se sabe, y se recuerda, desastroso: la ciudad asemejaba un enorme campo de batalla, con socavones por doquier, vialidades cortadas al por mayor, ríos de concreto partido que se trasladaban en desvencijados camiones entre las zonas de obras y los respectivos tiraderos, cadáveres de árboles que viajaban también con destino a ignotos paraísos vegetales, gente inmovilizada en entornos reducidos por obras públicas interminables, usos comunitarios fracturados por la apertura de vías rápidas, caos, confusión, enojo. Lo peor de todo: el sentimiento de habersido estafado por una autoridad que emprendió obras disparatadas, costosas e inútiles, que en poco mejoraron la calidad de vida de los individuos.

Treinta años después aparece, al frente de los destinos de la urbe más grande del planeta, mi hogar y el de varios millones de seres humanos más, un nuevo sujeto a quien animan los mismo planes que a Genghis Hank, esto es, hacerse rico mediante la concesión desenfrenada de obra pública y, de paso, sumar su nombre a la memoria de la ciudad: Marcelo Ebrard. Desde el inicio de su gestión, heredera a su vez del calamitoso paso de López Obrador por el gobierno capitalino, los habitantes de la urbe hemos sido testigos del inicio de obras sin orden ni concierto; de la construción y destrucción de "cosas" que, en el mejor de los casos, ni nos van, ni nos vienen; del avasallamiento del ciudadano común para mostrarle los hipotéticos beneficios que traerán las edificaciones que aparecen en cada manzana; en suma, hemos visto cómo las compañías constructoras se han apoderado de calles, avenidas, plazas, plazuelas, parques, y aun terrenos ejidales, para transformar nuestro entorno.

La obra pública es, como su nombre lo indica, un bien público. En su confección debe privar, antes que nada, la existencia de un plan maestro que guíe su confección, que otorgue sentido al conjunto, y que nos permita percibir, ya desde sus fases embrionarias, los beneficios que nos proporcionará. Éste no es el caso de la Ciudad de México que, desde la época porfiriana, crece al amparo de la coyuntura, la especulación, la inventiva particular y la mera ocurrencia. La actual administración no podía salirse de la norma y, en sus continuos arranques de inteligencia, ordena construir puentes que no llevarán a ninguna parte, tapizar de concreto hidráulico cero ecológico un buen número de vialidades, construir una línea de autobuses rápidos que generan más accidentes que dinamismo movilizador y, en el colmo, trazar la nueva línea del metro justo donde recién se ha terminado un distribuidor vial.

Al observar cualquier película bélica, lo primero que salta a los ojos del espectador es, además de las escenas de llanto y desesperación, el estado de destrucción que guardan los escenarios. Si mira uno con cuidado, notará además que la destrucción no sólo implica el fin de algo y su consiguiente inoperancia como elemento urbano funcional, sino también la transformación drástica en las formas de vida de los pobladores: "no pases por tal calle porque hay francotiradores"; "no vayas a trabajar porque se espera un bombardeo." Cuestiones por el estilo. Ahora bien, yo me pregunto, ¿cuál es la diferencia entre ello y lo que acontece en la Ciudad de México? Si se eliminan los francotiradores y los bombardeos, ninguna: hay que establecer un nuevo patrón de movimiento cotidiano para llegar a tiempo al trabajo, a la escuela, al sitio de esparcimiento. Sin duda alguna, en una ciudad de la magnitud de ésta, las alternativas viales sobran... claro, siempre y cuando no se le haya ocurrido a la autoridad efectuar nuevas obras en las alternativas, o sólo en el caso de que la alternativa sea tal, y no se pretenda revestir del carácter de vía alterna de una avenida de siete carriles a una calle de dos.

El urbanismo está en manos de incompetentes, ni duda cabe. Y no lo digo yo: para no incurrir en el plagio, diré que tal expresión, en términos mucho más soeces, fue pronunciada por Luis Barragán hace más de cincuenta años. Si le era posible decirlo en una ciudad donde no habitaban más de veinte millones de seres humanos, la cual no poseía un parque vehicular cercano a los cinco millones, ¿cómo se expresaría el día de hoy sobre las mentes maestras que construyen o, mejor dicho, destruyen el sitio en que vivimos?

A manera de presentación.

La opinión pública, según me es dado ver, ha sido copada por una serie de sujetos, a cual más interesante, quienes se asumen como los verdaderos portadores del sentir ciudadano. Mediante sus sabias o vacuas palabras, los ciudadanos de a pie nos enteramos de cómo marcha nuestra vida, de lo que queremos, aquello a lo que aspiramos, nuestros impulsos y necesidades.

¿Es esto necesariamente cierto? De ningún modo. Visto que la opinión pública se forma a partir de los discursos vertidos en un tiempo y espacio dados, y de ningún modo preexiste a los sujetos -tal como parece sugerir Habermas-, lo conveniente es contribuir a ella aportando nuestras propias perspectivas en torno a lo que acontece en nuestro día a día. De esta manera, evitaremos el secuestro de la opinión por parte de los interesantes personajes ya referidos y pondremos, en el mejor de los casos, a consideración los puntos de vista que alberga un marco social que se desenvuelve en la más completa de las paradojas, al gozar de una libertad de expresión casi irrestricta pero carecer de los canales efectivos para darla a la publicidad.

La era tecnológica en que nos desenvolvemos permite la existencia de espacios como éste: un blog, completamente público, donde un sujeto cualquiera expresa sus puntos de vista, los somete a la consideración de quien aterrice por aquí, sin importar sus filiaciones políticas, religiosas, académicas, o de cualquier especie, y genera un campo libre de pensamiento y reflexión, sin mayor pretensión que la de decir ante un muchos potencial lo que se piensa y se comenta con los amigos en las charlas de café.

Las entradas, como se apreciará en la medida en que se construyan, distarán mucho de ser neutrales u objetivas. Tal no es su intención. Versarán sobre lo que el que escribe piensa, ve, gusta y reprueba mientras se dedica a vivir. Se puede estar o no de acuerdo con todo ello, se puede rebatir y contradecir. El objetivo único es dar cabida al examen del día a día, extraer lo que en éste acontece, y presentarlo de forma que sea legible.

Sea pues. Inicia aquí esta mirada a lo cotidiano, de alcances insospechados pero, también, de amplísimas expectativas. Ya se verá lo que acontece.