27.10.09

El apagón.

Conforme pasan los días, es posible revisar con un poco más de cordura lo acaecido en torno a la Compañía de Luz y Fuerza del Centro -LyFC-, extinguida por decreto presidencial el 11 de octubre de este 2009. Así, si bien las protestas no han hecho sino comenzar -y en las mismas recién se ha "montado" definitivamente el siempre oportunista López Obrador-, el proceso comienza a tomar un rumbo definitivo al aparecer, no sólo la inmensa maraña de componendas, prácticas de corrupción, actos ilícitos y manejos poco claros del sindicato, sino dividirse éste en un sector que busca el diálogo con las autoridades, a fin de encontrar un puesto de trabajo en la Comisión Federal de Electricidad -CFE-, y quienes se aferran a revertir la medida.

¿Qué fue lo acaecido? A los ojos de quien estas líneas escribe, el problema se reduce a una serie de elementos en extremo simples: los gobiernos que transitaron por el poder a lo largo de los últimos, cuando menos, treinta años, habían visto que LyFC era una empresa a todas luces ineficiente, incapaz de brindar un servicio de calidad a sus clientes, burocratizada hasta límites inconcebibles, operada por un conjunto de sujetos ineptos, corruptos y déspotas. ¿Qué hicieron ante tal calamidad? Lo lógico y lo deseable hubiera sido eliminar de un plumazo al ente nefasto en cualquier momento, máxime si se considera que, cuando menos, entre 1970 y 1994 existía un abanico enorme de posibilidades para que cualquier presidente tronara a una empresa, hiciera cera y pabilo del sindicato, y recibiera la aprobación unánime de la clase política, dado que los sectores importantes de ésta militaban en el mismo partido que el mandatario en turno. Sin embargo, por desidia, por falta de... de... de redaños, o por consideraciones políticas, los ocupantes de la Silla del Águila difirieron tomar la crucial decisión, e hizo falta que llegara alguien dispuesto a vérselas con el sindicato -y con sus muy oportunos apoyadores- para que la tan pospuesta medida tuviera efecto.

En este proceso, no todo se relacionó con la probada ineficiencia de LyFC: la gota que derramó el vaso la constituyó el raudal de amenazas, insultos, y verborrea desbocada de que echó mano Martín Esparza tras reelegirse como secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas -SME-. El tío en cuestión pensó que, como en este país no hay quien se meta con los sindicatos -especialmente con los autodenominados "democráticos", cuyos líderes llevan en sus respectivos cargos varios decenios-, podría tranquilamente hacer topillo en los comicios internos y, bajo el sobado procedimiento de embarazar urnas e inflar padrones, vencer a su contrincante. Como el gobierno federal no se tragó la maniobra -principalmente debido a que el perdedor protestó, lo cual muestra que el SME no es el bloque monolítico que sus defensores quieren pintar-, Esparza trató de ejercer presión bajo distintos medios, apelando a la también muy conocida tónica de nombrar al gobierno "represor", "amigo del capital", "antidemocrático", "antisindicalista", y estupideces por el estilo. En medio de las arengas en uno y otro sentido, el Ejecutivo recordó que LyFC era una empresa que, desde cualquier punto de vista, no debía existir, y simplemente la eliminó por la vía legal.

El decreto presidencial tiene, como siempre, un lado bueno y uno malo: el bueno consiste en que se ahorrarán cada año los 40,000 millones de pesos que se empleaban en subsidiar a la porquería que nos brindaba luz a los capitalinos. ¿40,000 millones? Sí, señor: 40,000 millones entraban a las arcas de la compañía, además de los dineros que provenían del pago de nuestros recibos. ¿En qué se empleaban? Misterio: no resulta creíble que en sueldos, porque ello determinaría que cada empleado cobraba un millón de pesos cada doce meses; tampoco es creíble que en mantenimiento, porque el servicio es una auténtica calamidad, y tanto las variaciones del voltaje como los apagones son constantes; menos aún es creíble que se utilizarían para incrementar la capacidad instalada de la empresa, dado que la misma está, incluso, subutilizada; finalmente, tampoco se concibe que se destinarían a ampliar la red de servicio, dado que existen innumerables zonas de la ciudad donde la gente, por distintos motivos, no paga sus consumos, y no por falta de ganas, sino porque la compañía prefería sugerir a las personas "ponga un diablito y cuélguese de la red" antes que realizar los trámites necesarios, instalar el medidor, e ir a verificar el consumo cada bimestre. No, amigo, ¡cuánta fatiga causa todo eso!

El lado poco amable del decreto reside en que, instantáneamente, han sido puestos en situación de paro 40,000 sujetos. Sin embargo, hay aquí una consideración a realizar: ¿por qué son 40,000? ¿Por qué laboran 40,000 personas en una empresa que con 8,000 hubiera funcionado a la perfección y que, incluso, habría tenido mejores posibilidades de salvarse? Tampoco se sabe, aunque todo ello parece girar en torno a las mal llamadas "conquistas sindicales", las cuales permitían al sindicato contratar personal cada año, se necesitara o no, bajo el socorrido sistema de "puntos", en el que cualquier persona que asista a juntas sindicales, marchas, plantones, o actos de apoyo a X o Z junta "puntos" y, al finalizar el año, tiene la posibilidad de integrar a un familiar, amigo o conocido a la nómina de la empresa. Lógicamente, ello redunda en que la plantilla laboral albergue a más gente de la requerida, por no decir que permite a los "puntistas" hacerse de recursos extraordinarios al vender la plaza que han conseguido con el sudor de sus frentes y las nacientes callosidades en sus extremidades inferiores.

Ante lo mencionado, parece natural que la CFE recontratará sólo a 8,000 personas, las necesarias para brindar energía eléctrica a la Ciudad de México y zonas aledañas, y que serán las primeras 8,000 que acudan por su liquidación, lo cual demostrará que son enemigos de los rijosos, que buscan tener un empleo, y que están dispuestos a adaptarse a las nuevas condiciones. En tanto, el personal haragán, inútil, amigo de la riña y de Martín Esparza, quedará desempleado, supeditado a la buena voluntad de un muy populista GDF y, por supuesto, a nuestros impuestos. Y eso, como se vea, sí que resulta una contrariedad.

La eliminación de LyFC ha encontrado oposición entre quienes se esperaba que pelearían contra la medida: en primer lugar, los ya citados "sindicatos democráticos", aunque su apoyo ha sido tibio porque, en una de tantas, nadie sabe dónde saltará la liebre. En segundo lugar, los grupillos dedicados a la protesta profesional -Panchos Villas, CGH, estudiantado rijoso pero "consciente"- a quienes eso de pintar mantas se les da mejor que buscar una ocupación seria en la vida. Finalmente, los partidos políticos de la pseudo - izquierda, agrupados bajo el marbete del FAP, para quienes la medida no es sino el ataque del capital al trabajo. No sobra mencionar que, entre los políticos, destacan dos figuras: Porfirio Muñoz Ledo, secretario del Trabajo durante el sexenio de Luis Echeverría -y que, por ello, bien debe saber por qué el SME creció en la medida en que lo hizo-, y el infaltable Peje, que ha encontrado una nueva oportunidad de salir en las pantallas después de las enemil tonterías protagonizadas en Iztapalapa por el tal Juanito, Clara Brugada, y él mismo.

El Peje ha decidido apoyar al SME porque no le queda de otra: es una forma más de oponerse al gobierno, de enunciar sus lemas gastados donde la "lucha de clases" se parece más a doña Lucha que a una consigna seria, de refrendar su apoyo a los pobres -rubro en el que, por cierto, no encajan, ni él, ni Martín Esparza-, de invocar nuevamente al fantasma de la "privatización" que anida en su loca cabeza, y de llamar a las consabidas movilizaciones en pro de la resistencia civil pacífica. Para sus seguidores incondicionales, el asunto cobra nuevas dimensiones al hablar de "la defensa patriótica del sindicalismo", "el rescate de los bienes nacionales", e incluso equiparar la defensa de un ente corrupto como es el SME con la defensa de la patria. Vaya, no ha faltado el exaltado que ha querido ver, por enésima vez, una magna conspiración en el gobierno que, al mismo tiempo, recorta el presupuesto de la UNAM -mismo que, insisto, si se empleara mejor alcanzaría para cubrir las necesidades de mi casa de trabajo- y elimina a un sindicato. El problema aquí es que, ni el recorte a los dineros de la universidad es cosa cierta -y, aun si lo fuera, ello debería forzar a racionalizar el gasto-, ni se ha eliminado al sindicato, sino a su fuente de empleo. Por tanto, todo es un desbarre monumental.

A propósito, y ya como colofón: ¿desde cuándo es un delito cerrar una empresa que no funciona? ¿En qué momento puede calificarse como "ilegal" el despido masivo de trabajadores que, en su mayoría, no trabajan, o trabajan mal? Las prácticas del SME, lo mismo que las del STUNAM, el STPRM, la FSTSE, o las de cualquier sindicato enclavado en el gobierno, de realizarse en la iniciativa privada, habrían conducido, años ha, a la rescisión del contrato colectivo de trabajo, el despido de los inútiles, y el mantenimiento sólo de los trabajadores necesarios y eficientes. ¿Por qué en este país, donde tanta falta hace crear una cultura efectiva del trabajo, se protesta para defender la ilegalidad, la ineptitud, el tortuguismo, o la estupidez? ¿Por qué pelean quienes defienden al SME? ¿Es tan malo que se vayan a la calle miles de inútiles? Cuando Marcela la Brava abre la boca para decir que "los niveles de vida en la ciudad se deteriorarán al incrementarse el número de desempleados", ¿no piensa en el hecho de que esa gente, bajo cualquier otra circunstancia, no podría haber ocupado en ningún momento un puesto de trabajo?

Trabajo hay, señores, pero existen dos requisitos indispensables para ocupar una plaza: querer trabajar -lo que en el SME parecía no importar- y tener la aptitud necesaria para desempeñar un trabajo -lo que en el SME parecía importar menos-. Tener un puesto de trabajo para simplemente "echarla" -lo que en el SME parecía ser la constante- es, no sólo un absurdo, sino un insulto para quienes, día con día, nos ganamos el pan con el propio esfuerzo, sin dádivas ni compensaciones exageradas. Defender al inepto, al holgazán, al corrupto o al tramposo es, visto así, inmoral, y da pie para pensar en la forma en que se han de conducir los "espontáneos" defensores de Esparza y los suyos, sin duda también pendientes de prebendas, no muy amigos del trabajo, proclives más a la realización de marchas o al empleo de subterfugios que a la realización de labores productivas.

11.10.09

Premios

El premio Nobel de la paz, instituido por el inventor de la dinamita para, de alguna manera, paliar los terribles efectos que su creación ha tenido en la historia de la humanidad, ha tendido a convertirse en un instrumento político, una compensación por esfuerzos no realizados, una llamada de atención sobre lo que deberá hacerse o, en todo caso, un instrumento para premiar a los omnipresentes amigos de los amigos, como diría Mario Puzo.

El último galardonado con el premio de referencia, como bien se sabe, es Barack Obama quien, al paso que va, le quitará a John F. Kennedy el título del presidente más sobrevalorado de la historia estadounidense. Obama ha sido premiado por "sus esfuerzos en pro de la paz mundial", "sus continuas llamadas a favor del desarme nuclear", y por "lograr una distensión en las relaciones exteriores de los Estados Unidos con el resto del mundo, en especial con las naciones musulmanas". Como discurso, todo el verbo referido es innegable que suena bien e, incluso, constituiría un argumento irrefutable para premiar al sujeto en cuestión; ahora bien, ¿es todo ello cierto? Como de costumbre, me he dado a la tarea de reflexionar sobre el particular, y arribé a las siguientes interesantes conclusiones.

En el escaso tiempo que Obama ha ocupado la Oficina Oval, ¿qué ha hecho? No mucho: simplemente, poner sus mejores esfuerzos para arreglar el cúmulo de tonterías que le heredó su antecesor en el cargo, y que redundaron en hacer del mundo un sitio menos seguro para la vida de sus pobladores, por no hablar de lo que acontece en el propio suelo estadounidense. La obra de Bush se resumiría en intervenciones por aquí, surgimiento de grupos extremistas por allá, amenazas por acullá, todo ello alimentado por cantidades exorbitantes de billetes verdes. Obama, en principio, ha tratado de mejorar la imagen exterior de los Estados Unidos, tarea en la que ha tenido sus altas y sus bajas, al tiempo que trata de tapar el inmenso boquete en las finanzas internas del país, en lo que también ha tenido sus éxitos y sus descalabros.

Este último punto es el que, en fechas recientes, ha llamado mi atención. Como se recordará, hace escasas semanas se dieron a conocer los datos que permiten ver la forma en que el déficit estadounidense se ha disparado en distintos rubros, lo cual no es para menos si se considera que la ayuda entregada por Obama a las grandes compañías y a distintos grupos de contribuyentes asciende a ochocientos mil millones de dólares -o, lo que es lo mismo, un ocho seguido por once ceros-. Ante ello, lo más natural es que el próximo año se realice un magno recorte de los gastos gubernamentales en sectores como educación, salud, apoyos fiscales de variado tenor y dineros del ejército.

¿Del ejército? Correcto: hoy en día, el presupuesto militar de los Estados Unidos se ubica en niveles similares a los observados durante la Guerra Fría, e incluso son aún mayores dado que la inflación también juega aquí su parte. Por tanto, resulta del todo natural que, ante un escenario de crisis, o al menos de reajuste económico, el presupuesto de la milicia deba ser reducido considerablemente.

Justo en este momento entran en acción los infaltables cabilderos de las compañías que han recibido contratos del ejército gringo, cuyo valor es desconocido a ciencia cierta -debido a la existencia de numerosos programas negros, que no son sino partidas preuspuestales infladas, detrás de las cuales se ocultan recursos destinados al desarrollo de nuevas tecnologías militares- pero que no es poca cosa. ¿Un recorte presupuestal, señor Obama? ¡Cómo va usted a creer! ¿Dónde quedará la seguridad mundial, la paz de los ciudadanos estadounidenses, la defensa de la libertad...? El bla, bla, bla que todos conocemos bien, y que apunta a evitar que se le quite un centavo al presupuesto de defensa -es un eufemismo, claro está- del país más poderoso del planeta.

Sin embargo, los números son los números, y si las cifras no cuadran, lo más natural es que se quite donde se deba quitar y se reasignen recursos donde hagan más falta. Obama, que no por ser negro deja de ser gringo y, además, resulta ser el presidente gringo, tiene que mediar en la lucha de intereses: debe balancear el presupuesto y, al mismo tiempo, evitar a toda costa que se note siquiera un atisbo de debilidad en las políticas del policía del mundo; a la par, debe convencer a los ciudadanos de que no serán enviados los excedentes poblacionales a pelear luchas ajenas en lugares que nadie conoce, y que el mundo será pacífico, bonito, agradable... pero, eso sí, libre, lo que constituye un contrasentido discursivo de proporciones mayúsculas.

En medio de tales problemas, los chamucos contemporáneos vestidos con batín y turbante, y agrupados en ese ente desconocido denominado Al Qaeda, deciden atacar en pleno Afganistán una oficina del Programa de las Naciones Unidas para la Alimentación de los Pueblos, y hacer enorme alharaca con el hecho. Como medida política, valga la expresión, su acto terrorista es una babosada: equivaldría al hecho de que una guerrilla urbana mexicana -de ésas que abundan, pero cuyos actos la autoridad disfraza de desperfectos técnicos y sandeces similares- atacara una tiendita de la Conasupo y pidiera eliminar al Estado mexicano para acceder a la autogestión de los pueblos. Sin embargo, el acto terrorista juega en el discurso un papel de suma importancia, dado que permite a Obama repensar la disminución del presupuesto de defensa -sigue siendo eufemismo-, mientras la gente de la CIA, del ejército gringo y de la industria militar se frota las manos complacida.

Al día siguiente del ataque, precisamente dos días antes de que el Comité Nobel premiara a Obama, éste declaró que no tiene intención alguna de abandonar Afganistán, e incluso no sabe si enviará más tropas a la región. ¡Oh! ¡Cuánto pacifismo! Si se piensa que los atentados del 11 de septiembre fueron un engaño genial urdido por G. W. Bush, que todo el montaje le permitió incrementar su popularidad y, al mismo tiempo, reposicionar a los Estados Unidos en el mundo tras la Guerra Fría, comienzan a surgir las dudas sobre el ataque de Al Qaeda en tierras afganas. Si, a la vez, se asume que este grupo no es sino un conjunto de mercenarios al servicio de los gringos que ataca donde el patrón manda para mover a la opinión pública en uno u otro sentido -piénsese en los atentados de Londres y Madrid, por ejemplo, y que en este último sitio todo salió de la peor forma posible-, los cuestionamientos sobre las políticas pacifistas de Obama quedan mejor parados. Por último, si se considera que el gringo presidente no ha hecho sino proseguir con las políticas agresivas contra Corea del Norte, Irán, y demás países, se tiene entonces que el premio es un camelo.

Lo dicho: se entrega el premio a quien parece mejor entregarlo. Obama no ha hecho, al momento, nada en pro de la paz mundial. Una acción decisiva sería emprender el desarme nuclear de forma unilateral, retirar las tropas gringas de aquellos sitios en que mantienen una ocupación ilegal, y lanzar un llamado a la fraternidad planetaria. Empero, como ello no es posible, simplemente porque tal no sería una política congruente con el desarrollo de los acontecimientos, el hombre oscuro se ha limitado a decir X por aquí, Z por allá, y a actuar como suelen hacerlo los presidentes gringos, manteniendo a los pueblos débiles del mundo a raya mediante la conocida tónica porfirista del "pan o palo", dependiendo del contexto.

¿Eso merece un premio Nobel de la paz? ¿Y quién lo ganará el próximo año? ¿Lucía Morett?