16.11.10

Oportunidades políticas.

Hace unas cuantas horas, el perenne vividor del presupuesto federal Porfirio Muñoz Ledo se metió a una sala de charlas del periódico El Universal y concedió una entrevista a distintos cibernautas a propósito de la salida al mercado de su nuevo disparate editorial —que, como de costumbre, publica Grijalbo—, una obra titulada La vía radical para refundar la República. Los lectores del diario que lograron salvar las políticas de moderación impuestas a la conversación, tuvieron la posiblidad de preguntar a Muñoz Ledo y Lazo de la Vega sus muy sesudas opiniones acerca de qué es lo que se necesita para, como dice el título de su mamotreto, refundar la República, en el entendido de que el modelo en que vivimos dista mucho de ser representativo, el federalismo es sólo una ficción conveniente a la que apelan gobernadores y presidentes municipales cuando el cerebro y los dineros les escasean —lo que sucede con cierta frecuencia— y la clase política se ha convertido en una rémora para el desarrollo del país, sea como sea que se entienda lo que significa el progreso.

Muñoz Ledo, con el estilo que le es habitual, respondió —por escrito, vía conversación electrónica— con frases tajantes, con recetarios, con modelos que dejan ver al político experimentado que es —cuatro décadas, cuando menos, de vivir del presupuesto lo respaldan— pero que, también, le exhiben como un gran sinvergüenza pleno de contradicciones, el clásico político desfachatado cuya máxima vital es el conocido aforismo "hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre". Así, Muñoz Ledo no dudó en condenar la inmensa corrupción que prevalece en el país, la desinformación que padece la sociedad civil, la necesidad de renovar la clase política y la obligación de crear instituciones confiables, lo cual suena excelentemente bien como discurso, pero que se convierte en una burla al salir de los labios —o de los dedos, para ser congruentes con el formato del encuentro— de un político camaleónico, chapulinesco —perdónese el neologismo—, oportunista, defensor en un momento —como miembro que fue de ellos— de los peores regímenes que ha sufrido este país —el de Echeverría y el de López Portillo—  y en otro de mecanismos de corte golpista —a partir de 2006—.

La trayectoria de Muñoz Ledo bajo el amparo del presupuesto no es nada despreciable, especialmente si se habla en pesos y centavos, no a propósito de logros concretos: secretario de despacho en dos ocasiones, embajador de México ante organismos internacionales en tres ocasiones, diputado en otras dos, senador en una, presidente nacional de dos partidos políticos distintos —aunque no tanto— en sendas ocasiones, candidato a una gubernatura estatal y a la presidencia de la República también en una ocasión. ¿Cómo es ello posible? Simplemente, dejando de lado cualquier convicción política profunda y buscando el poder por sí mismo, por el poder. Sólo así se explica que, en diferentes momentos de su carrera, Muñoz Ledo haya vestido los colores del PRI, del FDN, del PRD —que no es lo mismo que el anterior, y para ello basta leer las muy desencantadas declaraciones realizadas en su oportunidad por Heberto Martínez—, del PARM, del PAN —indirectamente—, del FAP, y ahora del PT, aunque oficialmente no tenga partido. A este respecto, es un tanto fácil ver que las tres primeras estaciones de su recorrido son las mismas que transitaron sujetos como Cárdenas, López y, más recientemente, Camacho, Núñez y Ebrard —entre otros cientos— quienes, al ver cerradas las oportunidades de ascenso político bajo el amparo del oficialismo, decidieron llevarse sus juguetes y jugar por su cuenta a los políticos en el sector de "la izquierda" que era el que, con su cara populista, les brindaba mayores posibilidades de éxito al enarbolar el gastado lema de dar, dar y dar, al tiempo que palabras como "déficit", "competitividad" y "productividad" quedaban borradas de su diccionario particular.

Sin embargo, el paso de Muñoz Ledo del PRD al PARM no lo explica nadie. ¿Asumió una candidatura presidencial porque de verdad creía que iba a ganar, sólo para seguir apareciendo en las fotos o para vivir de algo? Más tarde, al ver que su instituto político —fundado por ciertas momias a las que la revolución no les hizo la justicia que esperaban— no caminaba, declinó a su candidatura y, de último momento, se subió al carrito del que iba a la cabeza en las encuestas, Vicente Fox, quien sólo le dio atole con el dedo y, conociendo su volubilidad, lo mandó como embajador ante la Unión Europea, para perpetua amargura de Muñoz Ledo. Una vez retirado de su cargo por su escandalosa conducta —pítimas por aquí y por allá en lujosos bares y restaurantes de Bruselas—, regresó a México, cambió de chaqueta y se vistió nuevamente de rojo. O lo que él entienda como tal porque, para el caso, se unió al Peje. Al amparo del loquito, se dedicó a coordinar el monstruo de tres cabezas llamado FAP —donde los expriístas como él son cuantiosos— y luego, sin esforzarse demasiado, logró una curul como diputado plurinominal por el PT, órgano político creado y dirigido por los hermanos innombrables pero que, por razones que a nadie conviene hacer explícitas, se ha convertido en el refugio de las ideas pseudo radicales del mesías venido de Macuspana. ¿Convicciones políticas? Ni soñarlo.

Ese político camaleónico es el que pide refundar la República y da su propio recetario sobre cómo lograrlo. Él mismo es el que, en la entrevista a que me he referido, excusa a la clase política de su estupidez, sus corruptelas y su aferramiento al poder al afirmar que "tenemos malos políticos porque padecemos una baja ciudadanía" o, lo que es lo mismo, el país tiene los políticos que se merece. También es él quien, al ser cuestionado sobre el papel de los políticos, enuncia —parabras más o palabras menos— que la sociedad debe aprender a vivir sin los políticos, y debe proceder a la renovación democrática de la clase política. Si lo primero es de un cretinismo exacerbado —acusar al otro de que padece lo que uno mismo le hace padecer—, lo segundo es muestra de un cinismo inconmensurable. ¿Omitir a los políticos, señor político? ¿Los políticos que medran con la necesidad de la gente en ciudades, pueblos y comunidades pretendidamente autónomas? ¿O a qué políticos se refiere? ¿A los que, mediante el manejo de la ley, se han hecho indispensables? ¿Los que han intervenido en todos los órganos de la sociedad, los que han quitado al IFE su cualidad de "instituto ciudadano", los que deciden quién puede expresarse y quién no, y que pugnan por acomodar a sus paleros en instituciones de justicia, de cultura o de transparencia a nivel federal, estatal y municipal, por mencionar sólo algunas de ellas? ¿Renovar a los políticos, señor político perpetuo? ¿O a cuáles renovamos? ¿Sólo a los que tienen curul ya con nombre y apellido, o también a los que se pasean por al país haciendo campañas con dineros misteriosos, a los que infliltran comités barriales e instituciones educativas, o a los que venden recetarios mágicos? ¿De cuáles nos deshacemos, señor Muñoz Ledo? Y, si el objetivo es dehacerse de ellos, o al menos operar sin depender de ellos, ¿para qué entonces hay que renovarlos? ¿Para permitir que los hijos de López, de Narro, de Madrazo y de usted mismo se enquisten en el presupuesto?

Muñoz Ledo, el político vidente, ve un México donde la República se refunde, se reforme al Estado —reformar, es decir, transformar desde arriba— y todo sea flores y colores. Claro está que, cuando ha tenido su oportunidad, no ha hecho nada, o ha hecho muy poco. En la STyPS, de la que fue titular entre 1972 y 1975, no hizo nada para modificar los absurdos contratos colectivos de los sindicatos en que el priísmo basaba su fuerza corporativa; acaso los validó, incrementó las prebendas y solidificó las posiciones de los líderes corruptos. No obstante, fue de los primeros en lanzarse contra las indispensables reformas promovidas al respecto durante este sexenio. También ha zarandeado a la deficiente educación nacional con todo tipo de argumentos, olvidando la responsabilidad que le tocaría por haber sido titular de la SEP entre 1976 y 1977. Por si fuera poco, en la charla de referencia arremete contra la televisión que desinforma y deja de lado que él, el maestro de la incongruencia, conduce un programa llamado Bitácora política —altamente desinformativo— en el Canal 34, órgano de difusión y propaganda del gobierno del Estado de México. Ejemplos como estos tres, sobran, y permiten comprender por qué Muñoz Ledo lleva pegado a la ubre del Estado desde la década de 1960, posiblemente desde antes, sin que se vea qué tenga que pasar para despegarlo: escudado en una sociopatía sorprendente, vigorizada por sanas dosis de desmemoria, olvidos convenientes y una agilidad tal que le permite saltar de un lado hacia otro del espectro político, el perenne Muñoz Ledo seguirá ahí, golpeando a favor de quien lo patrocine y en contra de lo que, en un momento específico, sea adecuado para mantenerlo vigente.

Como cierre, vale decir que la entrevista a Muñoz Ledo es, en mi opinión, una enorme metida de pata de El Universal. El sujeto se somete a las preguntas de un auditorio complaciente, en ocasiones cándido, y le dicta una serie de furibundas diatribas entre cuyas premisas destaca la de cancelar a los políticos, sin pensar —como tampoco lo pensó en su momento el loquito al que ahora se ha asociado— que él mismo es un político, que vive de la política y que hacer la política es lo suyo. La metida de pata se redondea al ver que en la entrevista —que no es sino un anuncio comercial para promover el amasijo de hojas a que he aludido en su momento— se presenta un político que vende una receta, al tiempo que dice que la sociedad debe hacer menos caso a los políticos y operar desde sí misma. Si ello no es una barbaridad absoluta, ¿cómo leerla? Tal vez, desde el propio Muñoz Ledo, como un simple "no, no le hagan caso a los políticos; quiero decir, a los demás políticos. A mí, sí".

Hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre. Ni más, ni menos.

11.11.10

Los números duros, puros y seguros.

Se ha atrubuido al célebre Arquímedes de Siracusa —una de las mentes más despiertas de la Antigüedad Clásica—, a propósito de las posibilidades prácticas de la palanca, la conocida frase "dadme un punto de apoyo y moveré al mundo". Cierto es que, con respecto al tema de referencia, el apotegma indicado es completamente cierto; no obstante, hoy en día podríamos tranquilamente transformarlo en "dadme una cifra, un número o un porcentaje y moveré a las masas" y diríamos también una gran verdad.

En plena posmodernidad, es decir, en pleno mundo en el que lo absoluto ha quedado relegado al terreno de la fe —y a la conciencia dogmatizada de algunos cuantos— y todo termina por ser relativo, dado que el desciframiento del entorno depende del enfoque particular de locutores y espectadores, resulta por completo increíble el modo en que las cifras gobiernan la realidad y, más aún, se las arreglan —no ellas, sino quienes las esgrimen— para modificar conductas, impulsar leyes, sumir en la preocupación a miles y servir como asidero a otros miles, que ven en la realidad pintada por los números la única fuente posible de entendimiento objetivo a la que puede echarse mano.

Hace unos cuantos días apareció, en la prestigiada revista científica inglesa The Lancet, un artículo donde se plantea la nueva calificación que debe regir a las drogas —legales e ilegales— de acuerdo con los niveles de peligrosidad que representan para el consumidor. De acuerdo con tres criterios fundamentales —médico, legal y social—, el estudio asigna una serie de calificaciones a las veinte sustancias adictivas más populares y concluye que el alcohol —calificado con 72 puntos sobre un total de 100— es la droga más peligrosa que existe, más que la heroína —a la que aventaja por diecisiete puntos— y que cualquier otra droga existente. Por su parte, el tabaco, sexto en la lista con una calificación de 26, es más peligroso que, por ejemplo, las anfetaminas —23—, la marihuana —20—, la metadona —14—, los esteroides anabólicos —10—, el éxtasis —9— y el LSD —7—.

Si todo el estudio se basara en, simplemente, examinar qué hace una droga, cómo deteriora al consumidor y de qué manera lo conduce lentamente a la muerte, tal vez podría tomarse como algo serio. Y digo tal vez porque hasta al más incauto no se le escapa que los perjuicios inherentes al consumo de las sustancias residen, no sólo en qué es lo que se mete el sujeto, sino que también se relacionan con la cantidad en que ello se ingiere. Si a lo anterior se añade que el estudio, para asignar sus calificaciones, dice tomar en cuenta aspectos como el costo económico asociado al consumo, los daños al medio ambiente que éste genera, la pérdida de relaciones, las posibilidades de cometer crímenes —no se dice si bajo la influencia de las drogas o en medio del ansia por conseguirlas— por parte del adicto y las advertencias hechas por la familia con respecto a su hábito, resulta entonces que todo es una tomadura de pelo fenomenal, dado que los elementos aquí indicados se encuentran en el terreno del uso personal y, hasta donde se sabe, la metodología empleada para clasificar a las drogas no recurrió a ningún tipo de encuesta entre los adictos. Sin embargo, los números hacen su trabajo, las drogas se han clasificado y se espera que, en el corto plazo, las autoridades competentes tomen cartas en el asunto para poner coto a los peligros mencionados.

Aunque ejemplos como el anterior sobran en este mundo gobernado por las cifras, tomaré un caso de suma notoriedad —y muy conocido— ocurrido en 2006 y protagonizado, adivinaron ustedes, por el Peje: durante meses —desde 2005, para ser exactos—, el sujeto en cuestión no perdió oportunidad para anunciar con bombo y platillo que llevaba —con base en una serie desconocida de encuestas— una ventaja de diez puntos en la intención del voto con rumbo a las elecciones presidenciales, sin importar que no tuviera, por momentos, contrincantes reales —dado que todos los institutos políticos se movían en los terrenos de las precandidaturas, las suposiciones y el tapadismo— ni que nadie supiera, a ciencia cierta, de dónde obtenía sus cifras. La cantaleta de los diez puntos se mantuvo hasta el día de la elección, a pesar de que era obvio para cualquera que el tipo había perdido muchísima ventaja, en principio porque los demás partidos habían terminado por designar a quienes defenderían sus respecivos colores en la contienda; más tarde, por no haber asistido al primer debate entre candidatos, y finalmente por su titubeante actuación en el segundo encuentro de abanderados partidistas. Ello no le importó: tenía diez puntos y por diez puntos iba a triunfar. La misma noche de la votación anunció que, aunque daría por bueno cualquier resultado, él sabía que tenía medio millón de votos de ventaja y, por tanto, exigía al IFE le reconociera esa misma delantera.

Para los fines de este análisis, no importa mucho si existían o no los 500,000 votos proclamados por López la noche del 2 de julio de 2006; lo interesante es que, al mencionar una cifra concreta —votos más, votos menos—, daba un asidero a la realidad, materializaba algo que no podía ser sino una quimera, una suposición o incluso una aspiración —para él mismo y sus seguidores— y le permitía proclamarse ganador. ¿De dónde obtuvo la cifra mágica que expresó en concurrido mitin celebrado en el Zócalo de la Ciudad de México? Ni idea. Lo idóneo, lo que le daría visos enormes de verdad a su enunciación, habría sido el hecho de contar con una copia de todas las actas de votación generadas a lo largo y ancho del territorio nacional, a partir de lo cual decir "tengo tal ventaja" no sería sino un hecho claro, probado, comprobado y comprobable. Empero, lo más seguro es que el tío —y sus asesores— haya decidido hacer un muestreo rápido y, extrapolando las cifras obtenidas, decidiera efectuar su anuncio. Las consecuencias de tal maniobra son del dominio público —inestabilidad, polarización de la sociedad, golpes bajos, irrupciones en los medios y una campaña política que dura ya cuatro años— y no se necesita entrar en detalles para conocer el alcance de los mentados números en la construcción social de la realidad —punto que, por cierto, escapa a Berger y Luckmann en su brillante análisis—.

En fechas recientes, Transparencia Internacional dio a conocer su estudio sobre la corrupción existente en el mundo. La investigación, denominada "Índice de Percepción de la Corrupción", asigna a los países una calificación determinada a través de una metodología que combina la encuesta, el informe de los especialistas y la visión de algunos sujetos en lo referido a la mayor o menor existencia de prácticas de corrupción en un determinado sitio. Una vez que los datos son estandarizados, se forma la tabla y ya está: éstos son los más corruptos, éstos los menos, éstos los de en medio.

¿Cuál es la deficiencia del estudio de Transparencia Internacional? Para comenzar, el nombre del mismo: "Índice de Percepción de la Corrupción". ¿Quién percibe la corrupción, y cómo es que la percibe? La omisión en las funciones de un sujeto o una institución, ¿se incluye en los datos recabados? ¿Se integran a las consideraciones de Transparencia, no sólo el político de altos vuelos, sino quien le da dinero a un franelero para que le cuide el automóvil? El profesor que no califica a sus alumnos como debe, el vecino que se roba un pedazo de área común, el comerciante ambulante que se cuelga de los cables de la luz, ¿son tomados en cuenta? He ahí la mayor deficiencia del informe, a la que debe sumarse el hecho de que, como es notorio, toda práctica ilegal ocurre a la sombra, de la forma en que sea lo menos notoria posible, de modo tal que cuantificar la corrupción, los desvíos, los desfalcos y las omisiones sea un asunto más que espinoso dado que la posesión de cifras se convierte en un asunto fortuito y todo queda, nuevamente, en el terreno de la especulación que una metodología cándida intenta materializar y volver tangible para efectuar, eso sí, una denuncia contundente y, dicho sea de paso, loable. No obstante, todo ello me hace recordar aquella ocasión en la que un alumno llegó con un colega a presentarle su tema de tesis: él quería estudiar la piratería en el siglo XVII y preguntaba acerca de cómo debía proceder. El colega, muy en su papel, lo envió al archivo y le dijo que su trabajo sería relevante en la medida en que lograra cuantificar la piratería introducida en la Nueva España para así saber cómo había ésta actuado en los flujos reales de oferta y demanda de mercancías. ¿Cuantificar la ilegalidad? ¿Dónde están esos registros? ¿De qué manera es posible saber, en el siglo XVII o en el XXI, la cantidad de piratería que se produce, almacena y distribuye, el porcentaje de mercado que tiene asegurado, sus valores reales y el comportamiento del comprador frente a tales productos? Imposible: lo ilegal se mueve sin números; asignarle una cifra es más una cuestión de quimeras y adivinanzas que de establecer cantidades reales, objetivas, tangibles.

El último caso que me viene a la mente surgió hace apenas unos días y se relaciona, faltaba más, con la exigencia de algunos alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional con respecto al otorgamiento de subsidios varios a la comunidad estudiantil, sobre lo que he hablado ya bastante en un par de entradas previas. Lo interesante aquí es uno de los argumentos esgrimidos por una alumna proclive al popular acto de estirar la mano: la autoridad está obligada a subsidiar comedores y fotocopiadoras por el simple hecho de que el 77% de la población universitaria gana menos de seis salarios mínimos y, por lo tanto, no tiene ninguna posibilidad de acceder a comida, copias, diversiones ni materiales que aseguren su recto desempeño como estudiante, por no hablar de que no puede llevar una vida digna ni bla, bla, bla.

El salario mínimo vigente en el Distrito Federal asciende, en este noviembre de 2010, a $57.46; por tanto, seis salarios mínimos equivalen a $344.76 diarios, o a $10,342.80 al mes —contando treinta días por mes—. Así como se lee: diez mil pesos al mes. Obvio es que la cifra entra en el rubro de los ingresos medianamente buenos, con los que un sujeto puede hacer y deshacer sin preocupaciones de mayor especie; sin embargo, un ingreso menor, tal vez de una tercera parte del mismo —alrededor de $3,450— permite, a quien se administra bien, vivir, no con comodidades, pero también sin penurias. ¿Por qué entonces asumir que los seis salarios mínimos mencionados son la cantidad óptima de dinero que requiere un estudiante para no ser subsidiado? ¿De dónde sale la espectacular cifra? Se ignora. Podría pensarse que se buscó un número que, sin ser demasiado alto —después de todo, seis salarios no suenan a muchos salarios—, permitiera mostrar un porcentaje estrambótico de estudiantes sumidos en la pobreza y en la desesperación, aunque no se piensa que alguien que gane menos de los $10,342.80 mencionados no necesariamente es un pobre de solemnidad: ¿qué tan menos es eso menos que los estudiantes perciben? ¿Un peso menos? ¿Cien pesos menos? ¿Mil pesos menos, cinco mil, diez mil? No lo sé, pero he ahí el intríngulis de la cuestión: con decir que se gana menos se cumple con la exigencia de mencionar algo concreto; además, al asumir que un 77% de sujetos se encuentra en el decil inferior al designado como ideal, se presenta la realidad catastrófica y se apuntala una exigencia absurda.

Así es esto de las cifras. Decía Pedro el Mago Septién, al terminar un partido de beisbol, que sólo quedaba la frialdad de los números, es decir, el recuento desapasionado de los hits, las carreras y los errores que habían determinado el triunfo de un equipo y el fracaso de otro. En los casos aquí mencionados, los números son todo menos fríos: no son expresiones objetivas de la realidad, no son tampoco cuantificaciones inocentes ni expresiones abstractas. Los números, como todo, se enuncian con una intención, se extraen de la realidad, la transforman en algo que necesariamente sirve a un fin determinado —como en el caso de las encuestas donde, dependiendo de la respuesta que se quiera obtener y de la realidad que se busque retratar, se preguntan tales o cuales cosas de tales o cuales formas— y que construye discursos pretendidamente centrados en datos obtenidos objetivamente. Claro está, todo lo objetivamente que se pueda en un mundo que, por definición, es subjetivo.

10.11.10

Las nuevas protestas: más de lo mismo.

Como oportunamente reseñé en una entrada previa de este blog, a últimas fechas han proliferado en la Universidad Nacional diversos grupos de estudiantes que, por razones no del todo claras —o tal vez sí, todo depende de cómo se observen—, han decidido montar protestas más ruidosas que efectivas —y, ante todo, poco concurridas— para exigir que la Máxima Casa de Estudios les otorgue un sinfín de concesiones por el simple hecho de ser estudiantes. Los sujetos en cuestión han retado a la autoridad —que, vale decirlo, no ha sabido estar a la altura de las circunstancias—, han motejado de todo a quienes nos oponemos a sus insensateces, no han dudado en aliarse con grupos y personas ajenos al ámbito universitario —por ejemplo, los individuos que mantienen secuestrado el auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras, en el remoto caso de que unos y otros no sean los mismos—, han empleado algunos espacios universitarios para fines distintos a los que les son propios —¿les dice algo el término actividades académicas?— e incluso han tenido el tupé de amenazar —típico— con cerrar las instalaciones de la facultad si no se presta atento oído a sus exigencias —que no peticiones—. Si bien es claro que las protestas no progresan, sus manifestaciones permiten a los abanderados de las nobles causas que a continuación se anotarán mantenerse ahí, a la vista, como un ente molesto que, diciéndose portavoz de los alumnos, en realidad sirve intereses que poco tienen que ver con éstos.

Para entrar en materia, basta recordar que, en la última entrega de la tragicomedia que sirve de fondo a este texto, los alumnos —porque cierto es que algunos lo son; otros dicen serlo, aunque no tienen ni una neurona funcionando en el plano que debería de hacerlo, y otros son las clásicas rémoras que subsisten por ahí en calidad de fósiles— exigían que se subsidiaran los comedores universitarios y los servicios de fotocopiado, se eliminaran los cobros de la División de Educación Continua y que además se renovaran los acervos de las bibliotecas. Pues bien, desde ese momento hasta la fecha han transcurrido ya dos meses y, como era de esperarse, las amables peticiones de la comunidad gritante han crecido. Transcribo a continuación —a la letra— el nuevo pliego auspiciado por el segmento inconforme de la comunidad:

1. Cafeterías subsidiadas administradas por los trabajadores de la Universidad para reducir los costos de los alimentos.
2. Subsidio en fotocopias por representar un gasto importante para los estudiantes.
3. Mejora del acervo del sistema de bibliotecas de la Universidad
4. Eliminación de cobros injustificados.
5. Aumento a los estímulos y becas para los alumnos de escasos recursos.
6. Facilitar el acceso a la cultura y el deporte: reducción de los costos de estas actividades.
7. Revisar e impulsar reformas a los planes y programas de estudio: por una educación científica, crítica y humanista.
8. Aumento al presupuesto a la educación pública del 8% del PIB, para que la educación sea realmente un derecho y no un privilegio en tiempos de crisis; por la intervención democrática de los estudiantes en el manejo de los recursos.

Como puede verse, las exigencias constituyen el clásico licuado de granola donde todo cabe y donde, al final de cuentas, no se tiene una idea clara de qué es lo que pide quién, por qué lo pide ni por qué lo pide a quien se lo pide. Dejaré de lado los primeros tres puntos —salvo en lo que toca a la nueva variable incluida en ellos— por haber sido ya tratados en la entrada a que he hecho referencia al comenzar este texto y me concentraré en lo demás, justo en el orden en que aparece.

Lo primero que salta a la vista es la inclusión de la base trabajadora en un conjunto de peticiones formuladas por la comunidad estudiantil. ¿De verdad la inserción de los sindicalistas constituiría el factor determinante para que bajaran los precios de los alimentos? En lo personal, lo dudo mucho y, de hecho, no se ve cómo podría ello operar, a menos que se decida entrarle al clásico juego de "yo estiro la mano y tú, instancia oficial, me das", con lo que la comida podría valer incluso un centavo, mientras que su costo real es absorbido por el presupuesto universitario. Como idea para salvar de la inanición al estudiante famélico —siempre y cuando fuera sólo éste el que hiciera uso de los comedores, lo que no resulta probable— no suena mal, pero ¿por qué justamente deben ser los sindicalistas quienes tomen el control de los establecimientos de comida y no cualquier otra persona? Huele mal, muy mal, y no me refiero a los platillos que se sirven en tales sitios. Sabido es que, desde el ilegal paro —que no huelga— de 1999-2000, el STUNAM ha apoyado a los grupos radicales que tienen distintas madrigueras en la universidad por... vaya, quién sabe por qué lo haga, pero lo cierto es que lo hace. ¿Qué traman ahora unos y otros? ¿No es en extremo raro que, justo después de la protesta lanzada por los sindicalistas para que les fuera ampliado el número de plazas en las bibliotecas, aparezca esto en escena? Además, si se piensa que, de hecho, en algún momento la protesta estudiantil pidió que se mejorara el servicio de préstamo de libros mediante la contratación de más personal de base, y que los servicios de fotocopiado —que sí son espantosos— fueran ocupados por este mismo como primer paso para proceder a su subsidio, el contubernio es claro. Tan claro como extraño, porque no se entiende cómo un grupo de sujetos que dicen estar comprometidos con los estudiantes, con la justicia y con la equidad, se aviene a hacerle el juego a un tipo de la calaña de Agustín Rodríguez y mafias péjicas que lo acompañan. A menos, claro, que todo sea parte del golpeteo contra la autoridad o, como bien dijo un secuestrador del auditorio en un mensaje dejado por ahí, "porque hay que molestar". Valiente significado dan estos tíos a la protesta, sí señor.

El siguiente punto del pliego es verdaderamente risible: "eliminación de los cobros injustificados". ¿Y qué pasa si todos los cobros se justifican? Aún más, ¿qué sucedería si se instrumentaran nuevos cobros y limpiamente se justificaran? Seré curioso: ¿a qué llaman estos sujetos un cobro injustificado? Sé que la respuesta se anclará en el artículo 3° de la Constitución, en la famosa gratuidad de la educación pública y en el nefando deseo —que muestra la inconfesable colusión entre el Estado, el gran capital y la universidad— de excluir a las clases populares de la educación superior mediante la aplicación de cobros excesivos. Sin embargo, como se demostró hace diez años, tal gratuidad se limita a la educación básica; además, el pago de impuestos —que muchos esgrimen como el argumento, aunque no paguen ni un céntimo de impuestos que no sean al consumo por la sencilla razón de que no trabajan— tampoco es óbice para eliminar cualquier tipo de cuota, en el entendido de que los servicios a que se destina la recaudación fiscal son innumerables y, si se apelara al axioma de los que protestan, bien podría preguntárseles entonces de qué servicios quieren disponer y de cuáles no, porque sus raquíticos impuestos no pueden, por obvias razones, alcanzar para todo. Así, reitero la pregunta: ¿qué cobro es justificado y qué otro no? Mejor aún, ¿por qué se justifica el pago de veinte centavos de cuota —lo cual es ridículo— cada semestre y no el pago de lo que cuesta un título profesional? Como muchos de estos tíos no habrán de llegar a tal instancia, poco les importa; como otros son el clásico niño bien disfrazado de revolucionario —el típico revolucionario de Levi's—, tampoco les resulta un incoveniente mayor. El otro, el que no tiene y quiere estudiar —y luego trabajar—, ve qué es lo que hace y paga su título —y aquí podría citar un sinnúmero de ejemplos de primera mano— porque le interesa ejercer aquello para lo que estudió, no andar con protestas que sólo le quitarán tiempo para dedicarse a algo productivo.

Relacionado con el punto anterior —a decir verdad, con todo este merengue— se encuentra el siguiente: aumento de estímulos y becas para alumnos de bajos ingresos. Aquí, mi única pregunta —que puede aplicarse al conjunto de lo que contiene el mentado pliego, y a la que regresaré al final de este escrito— es: ¿a cambio de qué? Cierto es que las becas universitarias se entregan a muchos sujetos que no las necesitan —he conocido casos de niños bien, con coche y chofer a la puerta, que sin el menor pudor han solicitado becas y, lo que es peor, las han obtenido—; cierto es que hay otras mal dirigidas —las becas a los indígenas, que permiten a un holgazán conocido mantener sus múltiples vicios sin exigirle que, por lo menos, entre a clases y apruebe sus materias—; pero también es cierto que un privilegio, como lo es toda beca, debe tener forzosamente una compensación... algo a lo que la protesta no hace ni siquiera alusión.

Las exigencias marcadas con los números 6 y 7 son una muestra de lo que comentaba al principio del texto: ¿quién protesta por qué cosas, en qué canales y con qué fines? No tengo la menor idea de ello. Revisar los planes y los programas de estudio no tiene mucho sentido si el alumno no se compromete a dedicarse de lleno al estudio, cosa que no hacen quienes se manifiestan a favor de todo lo aquí indicado porque, como cualquiera lo sabe, o se estudia, se lee y se hacen las tareas indicadas en las aulas, o se asiste a marchas, protestas, mítines, juntas preparatorias y asambleas. Durante la última protesta —montada a la misma puerta de la dirección por no más de treinta fulanos entre alumnos, trabajadores y espontáneos— observé, nuevamente, a esa adalid de las causas desesperadas, a la mujer que es paladín de toda protesta universitaria, a quien es la primera en tomar un micrófono y gritar consignas con estentórea voz. Sí, a esa alumna yo vi ahí... lo que siempre me causará algo más que gracia dado que en clase pocas veces se le ve y, cuando decide acudir, no atina a hilar sus pensamientos de un modo distinto al que lo hace cuando grita revolucionarios lemas en los pasillos, por no decir que, en lo tocante a su expresión escrita, está tan perdida como cualquier párvulo encomendado a la misericordiosa mano del sindicato magisterial. A ella la vi y a otros que relaciono, habitualmente, con tambores, altavoces, gritos destemplados y olores no del todo legales, pero no con salones de clases ni con cosas parecidas. ¿Ellos piden una reforma a los planes de estudio? ¿Puede saberse para qué? Además, si los planes se reforman y los alumnos se ponen a estudiar, ¿qué tiempo se van a dar para practicar un deporte? ¿O qué deporte practicarán? ¿Sugieren que se subsidien los cien litros libres sin espuma, el salto de barra libre, el lanzamiento de jaibolina y los juegos de mesa de cantina? Sólo así me lo explico.

El último punto es importante: hay que incrementar el presupuesto educativo al 8% del PIB para bla, bla, bla. ¿Por qué no piden eso a algún diputado o senador que les sea afín, digamos Chayito Ibarra, Pepito Narro o Lalito Fernández Noroña? Incluso, si tal es la propuesta del mismo rector —con la que ya ha cansado a quienquiera que lo ha escuchado—, ¿para qué formularla en los pasillos de una facultad, donde evidentemente no se discute ni se asigna el presupuesto federal? No lo comprendo, como no sea un elemento retórico más —de la retórica seria, se entiende, no de la que se enuncia como chacota— para convencer a quien los oiga de que ellos, ciertamente, están comprometidos con la educación. Sin embargo, me queda una duda: un alumno que, repito, no entra a clases, y que con ello defrauda al pueblo que, con sus impuestos, le paga la escuela, ¿para qué quiere que se otorgue más presupuesto a la educación? Lo mismo me pregunto con el resto de sus peticiones: ¿quieren becas, subsidios en la comida y en las fotocopias? ¿Para qué? ¿Para tener más dinero que gastar en cualquier cosa?  ¿Y por qué la necedad de intervenir en el manejo de los dineros? ¿Para garantizar que los mismos lleguen adonde deben llegar, o para no quedarse sin la habitual tajada del pastel? Además, si exigen una participación democrática en el manejo de los recursos, ¿no sería congruente que ellos mismos permitieran la participación democrática de toda la comunidad —no sólo la que les es afín— en unas asambleas cada vez más monolíticas, unívocas y dictatoriales?

Como ya han dicho varios contertulios de quien estas líneas escribe, una protesta como la actual resulta increíble por varios factores. La primera, que no parece algo completamente hecho por estudiantes, sino que deja ver que hay muchas manos metidas en el juego. La segunda, la más importante acaso, que tiene más tinte de berrinche infantil que de exigencia seria. Una cosa distinta sería si la protesta se encaminara a lograr un compromiso mutuo, si no todo se redujera al "dame, dame, dame", sino que expresara algo como "que la autoridad dé X y nosotros daremos Z", por ejemplo, buenas calificaciones, permanencias limitadas, acatamiento a la legislación universitaria y, en general, un desempeño que indique que el sujeto es un universitario en toda la extensión de la palabra. No obstante, nada de ello se adivina en el discurso de los gritantes: todo es exigir lo que llaman sus derechos sin ofrecer nada como retribución. ¿Sabrán acaso que los únicos derechos de cualquier estudiante universitario consisten en ser tratado con respeto, recibir sus clases, obtener las calificaciones a que se haga acreedor merced a su trabajo, y recibir un título o un grado cuando haya cumplido con los requisitos para ello? ¿Sabrán también que todos estos derechos tienen una contraparte que se llama obligaciones, y que son nada menos que tratar con respeto al otro, cumplir con el reglamento del lugar en que se encuentran, asistir a clases y comportarse como indicaría la palabra estudiante? Al parecer, no, no lo saben, y creen que su derecho es exigir las condiciones necesarias —y aun las superfluas— para realizar una tarea que, a todas luces, no realizan. Vaya desfachatez.