4.1.10

La ciudad de Marcelo.

Un barrio cualquiera de la Ciudad de México: una patrulla de la policía recorre diariamente el sector que le ha asignado para efectuar labores de supervisión. Meticulosamente, los uniformados se detienen en cada una de las esquinas que cruzan, hacen sonar la bocina incorporada a la torreta de su vehículo —la inconfundible señal de “aquí estoy”—, y esperan a que alguien, cuya identidad u ocupación se desconoce inicialmente, se acerque al vehículo. Los sujetos que a cada esquina se aproximan a la patrulla no son, contra lo que pudiera pensarse, policías, vigilantes o incluso comerciantes: son franeleros, y acuden con presteza al bocinazo lanzado para entregar su cuota diaria a los puntuales servidores públicos. Éstos, por su parte, una vez recibido el dinero, gastan alguna broma amable a los franeleros, tal vez comentan el estado del tiempo y la marcha del negocio y, sin más, prosiguen con su recorrido.

Otro barrio cualquiera de la misma urbe: un restaurantero, deseoso de no perder clientela ante la promulgación de la ley contra los fumadores, decide ampliar sus operaciones a la banqueta inmediata a su negociación. Tras solicitar los respectivos permisos y cooperar voluntariamente con la autoridad delegacional que le corresponde, ubica las mesas y espera a los fumadores que, sin demora, ocupan las mesas y, en amenos coloquios, arreglan la vida nacional en torno a sendos tragos de espirituosas bebidas, acompañados por las infaltables bocanadas de humo de distintas calidades. Al día siguiente, dos inspectores aparecen y multan al propietario del local. ¿La razón? Que el hecho de que la gente fume, literalmente, en la calle, contraviene la mencionada ley, a pesar de que ésta indica con claridad la prohibición de fumar en espacios cerrados y no a cielo abierto. De nada sirven las protestas del ventero: deberá pagar una multa, dar por perdido el dinero invertido en el permiso y en la espontánea dádiva y, en plena banqueta, tendrá que colocar un letrero que invite —o, mejor dicho, conmine— a los comensales a no fumar.

Una avenida, mismo espacio urbano: el tráfico a las 3 de la tarde es insoportable. La gente ve a sus autos calentarse, detenerse y convertirse en conjuntos monumentales de piezas de metal inerte. Instantáneamente, los ocupantes de los vehículos toman sus teléfonos celulares y, con más resignación que furia, comunican a sus desconocidos interlocutores: “sí, Fulano —o Zutanita—, ya sabes, no voy a llegar. Pues sí, así es esta ciudad”. Tres cuadras más adelante, cinco madres de familia han decidido cerrar una arteria principal de la ciudad porque la directora de un kínder ha dicho que los niños son idiotas, y ellas no pueden consentir semejante violación a los derechos humanos de sus querubines. Dos cuadras a la izquierda, una manifestación, compuesta por cien jóvenes, protesta contra las políticas intervencionistas de Estados Unidos en Irán, y apoya las declaraciones hechas en fechas recientes por Fidel Castro al diario Granma. En la misma avenida, un grupo de trabajadores abre un hoyo para insertar cables al subsuelo, mientras que una brigada gubernamental poda árboles y, como el asunto no es que alguno de ellos sea atropellado por los automovilistas inconscientes, han acomodado un enorme camión de modo que obstruya el carril inmediato al sitio en que laboran. Por si fuera poco, los semáforos no funcionan, o lo hacen del modo que es posible imaginar: luces verdes durante diez segundos —en plena avenida—, seguidas por luces rojas que tardan en cambiar cuarenta y cinco segundos, lo que sentencia a los conductores a detenerse en cada esquina.

Misma ciudad: vecinos airados protestan contra la construcción de una vía rápida y obstruyen una vialidad secundaria. Para reforzar su protesta, secuestran la maquinaria con que comenzarían a derribarse árboles, tirarse casas y aplanarse suelos. El gobierno local, sin más trámites, lanza a sus granaderos para reprimir a los manifestantes pero éstos, ni tardos ni perezosos, hacen sonar las campanas de la iglesia y alertan a los vecinos en su conjunto. Como cualquiera sabe lo que, en el México premoderno, implica que las campanas sean tocadas a rebato, los cuerpos de seguridad se repliegan y entra en acción el plan B: un grupo de espontáneos aparece en las calles aledañas —no suma más de diez personas— y se manifiesta a favor del orden y del progreso que implicará la construcción de la vía rápida. Días después, aparece en los diarios una encuesta en la que se indica que tres de cada cuatro encuestados están a favor del mismo proyecto, sin importar que existe ya una vía de tránsito adicional en la zona cuyos resultados, muy elogiados por la administración anterior, dejan ver que la nueva solución no será tal. Mientras, del otro lado de la ciudad, la única vía rápida que existe no es tal —dado que sus carriles disminuyen a cada momento, posee semáforos e, incluso, en un momento dado, ve ingresar en sus carriles al metrobús—, el caos es evidente y no hay proyectos para mejorar la vialidad.

Otra avenida: una cuadrilla de trabajadores comienza a tirar árboles a diestra y siniestra. De nada importan las protestas de los vecinos: la tarea debe ser hecha porque, sobre la misma avenida —sobre el arroyo, no sobre las banquetas, que es donde moran las víctimas del progreso—, correrá la nueva línea del metrobús. El proyecto, según ha dicho el gobernante supremo de la sufirda urbe, es indispensable, y ya se verá cómo se reponen los árboles. Meses atrás, un grupo de descerebrados otorgó, a este mismo sujeto, una condecoración por sus esfuerzos a favor de la preservación del medio ambiente y la conservación de las áreas verdes, al tiempo que alabó sus denominados “Programas verdes” y la lucha sin cuartel que libra —en la imaginación de los involucrados, se entiende— contra las emisiones contaminantes. Ello, por supuesto, no considera que en la ciudad existe, al menos, una marcha o un plantón cada día, lo que sin duda genera una cantidad importante de gases contaminantes.

Una oficina de la policía: una secretaria, harta de ser acosada sexualmente por su jefe —un comandante de sector—, y también de no ser escuchada por autoridad alguna, se dirige a los medios de comunicación para hacer pública su protesta y exigir justicia. Craso error. El jefe superior de la policía la manda llamar y le recrimina haber acudido a los medios. “Ahora”, amenaza, “no podré hacer nada. Allá usted si le pasa algo”. La mujer afirma que el caso es común pero que sus compañeras, al saber que nada se hará porque el involucrado tiene conexiones con el jefe del jefe de la policía y, por tanto, resulta intocable.

El hombre a cargo de todo este desastre aparece en los medios de comunicación a la menor provocación, pero no para solucionar los problemas descritos —los que parece no considerar en lo más mínimo—, sino para hacer declaraciones rimbombantes: “la ciudad tiene equidad”; “estamos bien de cara al futuro”; “las obras no se detendrán porque beneficiarán a todos”; “no hay presencia del crimen organizado en la ciudad”. Incluso, el día de ayer tuvo el tupé de decir “las obras no pararán porque no dejaré que alguien más sea el que las concluya”, aunque más tarde solicitó amablemente a los medios —se entiende cómo— que retiraran tan desafortunada frase. Es rápido para ejercer la autopromoción y para criticar al de enfrente: “nosotros no haremos un gasto monumental con los festejos del Bicentenario, como sí lo hace el Gobierno Federal”, y hábil para callar el hecho de que, si no podrá hacer nada, no es porque tenga un sentido admirable del ahorro, sino porque no le queda otra opción que mirar cómo el festejo federal ocupa estratégicamente todos y cada uno de los espacios posibles de la ciudad, lo que lo orilla a guardar bajo el tapete las locuras que poblaran su cabecita para recordar la magna fecha.

Ésta es la ciudad en la que vivo: la ciudad de los enormes negocios disfrazados, desde hace diez años, de “obras públicas indispensables” para “solucionar los problemas a largo plazo”, pero que al mes de su inauguración muestran estar completamente rebasadas por la realidad. La ciudad de las ocurrencias, donde el faraón en turno decide lo que habrá de hacerse por sobre la voluntad popular o amañando sagazmente lo que ésta parece mostrar, de modo que todo parezca perfectamente probado y aprobado. La ciudad donde el jefe de la policía es un simulador, el de finanzas es un ladrón con enormes dosis de iniciativa —exhibidas al subir el costo del agua, del predial y crear una nueva tarjeta de circulación—, el de transportes es amigo y socio del transporte pirata —caso claro de la Iglesia en manos de Satanás—, el de obras públicas se arrima al mejor postor para hacer lo que venga en gana, el de turismo es otro inútil ocurrente y el de educación es un patán sin educación. Sin embargo, apoyado en la muy popular gacetilla noticiosa, el jefe de (des)gobierno presenta una realidad alternativa a la opinión pública y prepara sus fuerzas para lanzarse por la grande en 2012. Eso, claro, si logra derrotar al mesías de los oprimidos, al salvador del pueblo, al amigo de todos.