11.12.10

El alcalde del (c)año.

El pasado 7 de diciembre el jefe de gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard Casaubon, fue distinguido por la Fundación City Mayor como "alcalde del año", tras verificarse una votación en la que sufragaron 840 sujetos, "expertos en asuntos urbanos". Según la fundación, que para otorgar el premio consideró las cualidades mínimas que todo alcalde debe tener para desempeñar una gestión exitosa —honestidad, liderazgo y visión, entre otras—, "[Ebrard] es un reformista laboral pragmático, que nunca se ha amedrentado al desafiar a la ortodoxia mexicana. Ha peleado por los derechos de las mujeres y de las minorías y se ha convertido en un vocero internacional[mente] respetado en temas ambientales". Ebrard, como correspondería, al ser enterado de la noticia, mencionó que "la Ciudad de México ganó el primer lugar", y sagazmente añadió: "No es un reconocimiento a una persona, sino a lo que está haciendo nuestra ciudad y el futuro".

Según se esperaba, el perredismo en pleno —salvo los incondicionales del Peje, a quienes la noticia les sentó como un tiro por muy sabidas razones— se lanzó a vitorear a su nuevo adalid, y los amarillos no desaprovecharon la oportunidad para indicar que un premio de tal magnitud implicaba  el reconocimiento formal a la "excelente gestión" que desarrolla Marcelo al frente del GDF, lo que equivale a que cualquier ataque, descalificación o cuestionamiento lanzado contra el "alcalde del año" sea producto de la envidia o, como se acostumbraba decir hasta hace poco, un intento para descarrilar su carrera política. El premiado, por su parte, acatarró a los medios con declaraciones perogrullescas durante todo el resto de la jornada —y de la semana— al afirmar que "la ciudad de vanguardia" —como ridículamente ha calificado a la pobre urbe que desgobierna— seguiría con su rumbo, con sus mismas políticas sociales y con la mente puesta en el futuro. O sea, más de lo mismo, pero intensificado.

Fuera de los ditirambos de rigor, para cualquier habitante de la Ciudad de México resulta obvio que existe un desfase evidente entre las razones que la Fundación City Mayor expuso para otorgar el premio y lo que constituye la realidad cotidiana del lugar que intenta gobernar Marcelo. Así, para comenzar, la tríada clave para definir al "buen alcalde" —honestidad, liderazgo y visión— es algo de lo que el GDF carece desde hace varias décadas —tal vez desde las épocas en que Hank González ocupaba el despacho del entonces llamado regente del Departamento del Distrito Federal—, carencia que no ha hecho sino acrecentarse desde que los perredés sentaron sus reales en el edificio situado en el costado suroeste de la Plaza de la Constitución. Ejemplos de ello hay una infinidad, pero de momento me concentraré en el más visible de todos ellos: las interminables obras públicas que padece la Ciudad de México.

¿Por qué se hace obra pública en un lugar determinado? La respuesta, obvia para cualquiera, es "porque con ella se busca subsanar una necesidad social a largo plazo, se intenta mejorar la calidad de vida de los habitantes, se pretende incentivar la economía tanto del sitio como de aquéllos que le son aledaños y se busca señalar un rumbo determinado en distintos ámbitos mediante el establecimiento de los planes y los proyectos adecuados". Ahora bien, ¿de verdad se cumple con tales premisas en la obra pública que lleva a cabo el GDF? La respuesta, simple y contundente, es: no. Cierto es que, en la Ciudad de México, sí existe la idea de subsanar una serie determinada de necesidades sociales —sobre todo en el ámbito del transporte— mediante la construcción de infraestructura, por citar un ejemplo; sin embargo, no escapa a la vista que tales obras brindan enormes ganancias —no morales ni políticas, sino monetarias— a la autoridad que las promueve, permiten a los amigos de los amigos realizar enormes negocios y solidifican las posiciones del gobernante entre los círculos del dinero y de la industria. Con esto en mente, cabría preguntarse si "el alcalde del año" cumple a cabalidad con la premisa de la "honestidad", indispensable para acceder al galardón que le ha sido otorgado, y si no se parecerá en mucho a la "honestidad valiente" que tanto predicaba su antecesor en el cargo y que, vistos los ejemplos de corrupción existentes entre sus allegados, se transformó en "valiente honestidad". Además, si al negocio involucrado en la obra pública se añaden las enemil corruptelas que existen en materia de comercio informal, violaciones diversas a reglamentos de distinto signo, transporte público, operación de mafias también disímiles, contratación y compra de bienes y servicios, otorgamiento de becas y subsidios varios y concesiones para operar tales o cuales establecimientos, resulta que premiar a Marcelo y sus secuaces por ser honestos resulta una burla para todo capitalino que se respete. Sólo nos faltaría que, el próximo año, cualquiera de los cárteles de la droga recibiera el Premio Nobel de la Paz.

La tríada mencionada continúa con un elemento clave para determinar, no sólo en el mundo de la política, qué sujeto sirve para llevar a cabo las grandes empresas y qué otro no es sino un testaferro de terceras voluntades: el liderazgo. ¿Marcelo es un líder? Me temo que tampoco: la ciudad, como de sobra se sabe, vive en medio del continuo enfrentamiento entre distintas clases de líderes, algunos dotados de amplios espacios para hacer oír sus voces —los medios, los políticos de distintos signo, los empresarios— y otros con la marcha y el mitin como su mejor herramienta de presión —los comerciantes ambulantes, los taxistas piratas, los invasores de predios, los grupos pro defensa de cualquier cosa—. No obstante, es claro que unos y otros determinan, a su modo y según sus posibilidades, el rumbo que sigue la urbe, las políticas que se aprueban y las que se pasan por alto, la implantación o no de las políticas públicas y, en general, los espacios con que cuenta el gobierno para operar. A este respecto, se ha visto en numerosas ocasiones cómo el GDF recula en sus decisiones y toma un rumbo diametralmente opuesto a aquél que había pensado en un principio debido a la presión ejercida por algún grupillo existente por ahí o por alguno de los llamados líderes de opinión. Sin embargo, cuando no es posible retirarse —esto es, cuando la magnitud de los compromisos creados en torno a una determinada acción de gobierno son de tal calibre que resulta imposible salir por la tangente—, Marcelo se quita su máscara de demócrata tolerante y se convierte en un autócrata, un sujeto intransigente que hace valer su voluntad —a garrotazos— por sobre cualquier razón que se le presente —el que dude de esto, consulte a los miles de vecinos inconformes con la construcción de la famosa supervía poniente—. ¿Es, entonces, el liderazgo un sinónimo del autoritarismo conveniente? Vista la resolución de la Fundación City Mayor, pudiera serlo. ¿No se consideró que el liderazgo de Marcelo y compañía está perfectamente acotado por lo que le dictan, entre otros, sus bases de apoyo, heredadas del priísmo rancio simbolizado por su padrino, el impresentable Manuel Camacho? Según se ve, no.

Cierra la tríada con un punto que vale mucho la pena tomar en cuenta: la visión. ¿Tiene esta ciudad un plan a futuro? ¿Está dotado su gobernante de la visión suficiente como para prevenir lo que habrá de ocurrir en un número determinado de años, y poner en marcha las obras que aminoren los efectos de tales eventualidades? La respuesta es: tampoco. Las políticas públicas en la Ciudad de México han estado regidas, desde mediados del siglo pasado, por una visión de corto plazo, por las evidentes tomas de oportunidades que aparecen en el horizonte, por la necesidad inmediata de enriquecer a una camarilla de sujetos, por la especulación y el desorden. Para seguir con el ejemplo de las obras públicas, a estas alturas es claro que el metro resulta insuficiente debido a que en su construcción se ha ignorado —o modificado arbitrariamente— el plan maestro publicado en la década de 1970, en el que el mismo debía crecer acompasadamente durante cinco décadas hasta completar veinte líneas en 2020 y se debía acompañar por cuantiosas rutas de trolebús y tren ligero; de igual forma, las obras viales —es decir, el negocio de las obras viales— responden a problemas temporales —como se ha visto con la inmediata saturación del primer piso del periférico— y tienden a favorecer a ciertos sectores de la ciudad —dos magnas obras, una hecha y otra por hacer, al sur y al poniente de la ciudad, ninguna al norte ni al oriente—; los desarrollos urbanos aparecen al arbitrio de constructores y autoridades voraces, sin importar si existen los servicios indispensables para tornarlas funcionales; los proyectos de repavimentación tienen como máxima el hecho de que el concreto hidráulico no requiere de mantenimiento mayor durante largos periodos —una buena idea, siempre y cuando se instale correctamente—, pero olvidan que tal material no es reciclable, cosa que no ocurre con el humilde asfalto —una pésima idea, si se habla de alternativas verdes—. Si se habla del ámbito social, el GDF —ferviente seguidor del populismo exacerbado— cree que el otorgamiento de becas, estímulos, subvenciones, limosnas, apoyos o como quiera que se les llame constituyen una política acertada —que lo son, desde el punto de vista de la creación de clientelas—, sin reparar en el modo en que inciden en el crecimiento del déficit y en la formación de segmentos de la población dependientes de las asignaciones públicas. ¿A esto le llama visión el panel de "expertos en temas urbanos"? Pues vaya una visión tan más torcida... y vaya expertos miopes.

Para cerrar este texto, conviene desmenuzar el comunicado con el que la fundación acompañó el anuncio del premio entregado a Ebrard: primero, el jefe de gobierno es un "reformista laboral pragmático". ¿Qué implicará esto? No tengo mucha idea, aunque sí me queda claro que el pragmatismo político es el tónico contra la llamada contaminación ideológica, lo que echaría por tierra los innumerables discursos en los que Marcelo se presenta como un "político de izquierda" —lo que tampoco es—. Además, ¿qué es lo que avala a los "expertos" para decir que es un "reformista laboral"? ¿Cuántas reformas laborales se han puesto en marcha en la ciudad? ¿Otorgar limosnas a los desempleados —bajo el eufemismo del "seguro de desempleo"— puede considerarse una reforma? Una duda aparece en mi cabeza en este momento: ¿no sería acaso "liberal", en vez de "laboral"? Si tal fuera el caso, ¿desde qué momento los liberales son de izquierda? ¿O acaso los liberales son en extremo distintos a los motejados como neoliberales? Marcelo, que ha privatizado una buena cantidad de servicios, ¿es de izquierda? Él mismo, al otorgar dinero a manos llenas a tirios y troyanos, ¿es liberal? Vaya embrollo terminológico.

En segundo lugar, se cita al jefe de gobierno como alguien que "ha peleado por los derechos de las mujeres y de las minorías", lo que se complementa con el hecho de que "nunca se ha amedrentado al desafiar a la ortodoxia mexicana". A menos que estemos en una ciudad donde los poderes Legislativo y Ejecutivo los ejerza la misma persona —como ocurría en la época de los dinosaurios—, que yo recuerde, los derechos de las mujeres y de las minorías han sido puestos en la mesa de debates por la Asamblea Legislativa, no por el jefe de gobierno —quien se ha limitado a convalidar lo que la mayoría absoluta del perredismo en el órgano legislativo hace—, e incluso su pelea se ha reducido a tres temitas muy concretos: la despenalización del aborto —que no es tal, sino una redefinición del término aborto—, el otorgamiento de las ya mencionadas subvenciones a distintas clases de personas y la aprobación de los matrimonios entre personas del mismo sexo. Con respecto al punto inicial, ¿los derechos de la mujer se reducen a ese solo espacio, al aborto? Si bien el mismo es un tema de suma importancia —en el que, no sobra decirlo, los varones deberíamos tener vedada nuestra participación, dado que nuestras posibilidades para abortar son nulas—, me parece que los derechos de la mujer cubren un rango amplísimo, en el que ni el jefe de gobierno ni sus asambleístas se han internado dado que no corresponden a cuestiones de orden legal, sino cultural; incluso, en el caso de aquellos temas que ingresan en el marco de la ley —la violencia doméstica, por ejemplo—, de nada sirven las leyes si no hay quién las haga valer... cosa que en esta ciudad asumimos como mera ficción. Con respecto a los otros dos puntos, parece claro que la pelea por los derechos de las minorías no se debería limitar al hecho de permitir a los homosexuales contraer matrimonio, a la extendida práctica de entregar dinero a madres solteras, alumnos de los diferentes niveles escolares —muy debatibles en tanto "minoría"—, viejitos y desempleados, o al hecho de proclamar —sin que tal cosa sea cierta— que ésta es una ciudad accesible para los discapacitados. Si ésa es la pelea que ha dado Marcelo, pues vaya pelea tan ramplona, tan pueril, tan limitada.

Como tercer punto estaría la frase referida al hecho de que Marcelo "se ha convertido en un vocero internacional[mente] respetado en temas ambientales". Sobre esto sólo cabría apuntar que el jefe de gobierno, por sobre cualquier consideración, es un cínico de siete suelas y un truhán redomado. ¿Experto en temas ambientales? ¿Él? ¿Marcelo? ¿El que ha llenado la ciudad con obras que obstaculizan el tránsito, que tapan las vías alternas —y las alternas de las alternas— y que generan cantidades monstruosas de contaminantes? ¿El que permite marchas, plantones y bloqueos que también generan enormes cantidades de monóxido de carbono? ¿El que cierra calles, avenidas y vías rápidas para hacer absurdas carreras o paseos? ¿El que permite el crecimiento desmedido del comercio informal, generador de toneladas y toneladas de basura, reciclable o no? Sí, ese mismo. Lo más seguro es que su activísimo departamento de prensa haya enviado a la gente del jurado una foto de Marcelo en bicicleta —portando su ridículo casquito, por favor, no se diga que no le interesa la seguridad de los ciclistas—, una estadística de los préstamos realizados por su programa de Ecobicis —pero en el que se ocultaría la cantidad de bicis que ya forman óxido debido a que nadie las solicita— o una lista de las medidas anticontaminantes emitidas por el GDF —donde tampoco se vería si se cumplen o no—. Así, señores míos, si todo se limita al muy socorrido declaracionismo —neologismo cogido al vuelo de primera mano, cortesía de Javier Martínez Staines—, cualquiera es verde: incluso sería posible fotografiar al Ecoloco plantando un arbolito —aunque no se muestre que después lo arrancará a mordidas—, decir que vive plantando arbolitos y ya, asunto verde arreglado.

Lo último a reseñar es "el desafío a la ortodoxia mexicana" que, según los expertos, es un punto importante para premiar a nuestro buen jefe de gobierno. Más allá de si, como asunto a ser tenido en cuenta, lo mencionado es una estupidez o no —personalmente creo que sí—, como integrante de la izquierda —según él—, Marcelo ve en tanto aceptable subirse al ring cada que los curas dicen A o B en contra de sus luchas por los derechos de las minorías. Empero, en esta ciudad donde el entusiasmo gubernamental por cualquier cosa —desde el cuidado de los llamados cruceros de cortesía hasta la revisión de quienes ingresan al metro para evitar que porten armas, entre otros mil asuntos como el combate a la piratería, a los franeleros o a los giros negros— dura sólo tres semanas —medidas calendario en mano—, los desafíos del jefe de gobierno terminan por ser nada más que una fantochada para aparecer en los medios, para decir que "la izquierda no claudica ante la ultraderecha", para asumirse como un líder popular y para subir sus bonos entre quienes habrán de auparle, o no, a la tan ansiada candidatura presidencial, pero que finalmente —cumplido el plazo fatídico de las tres semanas— terminan por olvidarse, por ser la clásica llamarada de petate. Justamente hace dos días, en medio del revuelo que ha causado la injerencia del clero en temas de corte político —lo que a mí me parece en extremo natural si se apela a la libertad de que deben gozar todos los sujetos—, Marcelo apareció ante las cámaras muy sonriente y abrazado con el cardenal Rivera Carrera, cobijados ambos por la amplia sonrisa de Carlos Slim. ¿Así combate Marcelo? ¿Así desafía? ¿Sus desafíos pasan por el sutil tamiz de la desmemoria conveniente? ¿O sólo aparecen cuando no hay millones de personas pendientes de una actitud en concreto y, en este caso, resulta políticamente correcto dar la mano al cardenal momentos antes de que inicie el arribo masivo de peregrinos a la Basílica de Guadalupe?

Queda claro, al menos para mí, que el nombramiento de "alcalde del año" es un camelo de principio a fin. Si, de un modo u otro, Marcelo logró impresionar a los tipos a los que invitó a la cumbre de alcaldes, celebrada en esta misma ciudad la semana pasada, bien por él; si a ellos les vendió la idea de que ésta es una ciudad verde, bien por él —y mal por ellos, que sólo observaron lo que Potemkin puso delante de sus ojos—; si todos se comieron el cuento de la "ciudad de vanguardia", perfecto, ya lo imitarán en sus lugares de origen —y ya los correrán a patadas, seguro—. Pero que eso ocurra con un supuesto panel de "expertos en temas urbanos" es imperdonable, a menos que los mentados expertos sean todos un clan de rufianes vividores e ineptos, como sería de esperarse. Y a menos, también, que todo sea parte de un magno complot orquestado por el departamento de prensa de Marcelo, y que la citación original como "alcalde del caño" —título que bien merecería su espantosa gestión— haya sido víctima de un "fortuito" error de imprenta, mediante el cual la última letra "c" habría desaparecido, transformando a un sujeto digno de escurrirse por el cárcamo más cercano en lo mejor de lo mejor. Sólo así me lo explico.

16.11.10

Oportunidades políticas.

Hace unas cuantas horas, el perenne vividor del presupuesto federal Porfirio Muñoz Ledo se metió a una sala de charlas del periódico El Universal y concedió una entrevista a distintos cibernautas a propósito de la salida al mercado de su nuevo disparate editorial —que, como de costumbre, publica Grijalbo—, una obra titulada La vía radical para refundar la República. Los lectores del diario que lograron salvar las políticas de moderación impuestas a la conversación, tuvieron la posiblidad de preguntar a Muñoz Ledo y Lazo de la Vega sus muy sesudas opiniones acerca de qué es lo que se necesita para, como dice el título de su mamotreto, refundar la República, en el entendido de que el modelo en que vivimos dista mucho de ser representativo, el federalismo es sólo una ficción conveniente a la que apelan gobernadores y presidentes municipales cuando el cerebro y los dineros les escasean —lo que sucede con cierta frecuencia— y la clase política se ha convertido en una rémora para el desarrollo del país, sea como sea que se entienda lo que significa el progreso.

Muñoz Ledo, con el estilo que le es habitual, respondió —por escrito, vía conversación electrónica— con frases tajantes, con recetarios, con modelos que dejan ver al político experimentado que es —cuatro décadas, cuando menos, de vivir del presupuesto lo respaldan— pero que, también, le exhiben como un gran sinvergüenza pleno de contradicciones, el clásico político desfachatado cuya máxima vital es el conocido aforismo "hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre". Así, Muñoz Ledo no dudó en condenar la inmensa corrupción que prevalece en el país, la desinformación que padece la sociedad civil, la necesidad de renovar la clase política y la obligación de crear instituciones confiables, lo cual suena excelentemente bien como discurso, pero que se convierte en una burla al salir de los labios —o de los dedos, para ser congruentes con el formato del encuentro— de un político camaleónico, chapulinesco —perdónese el neologismo—, oportunista, defensor en un momento —como miembro que fue de ellos— de los peores regímenes que ha sufrido este país —el de Echeverría y el de López Portillo—  y en otro de mecanismos de corte golpista —a partir de 2006—.

La trayectoria de Muñoz Ledo bajo el amparo del presupuesto no es nada despreciable, especialmente si se habla en pesos y centavos, no a propósito de logros concretos: secretario de despacho en dos ocasiones, embajador de México ante organismos internacionales en tres ocasiones, diputado en otras dos, senador en una, presidente nacional de dos partidos políticos distintos —aunque no tanto— en sendas ocasiones, candidato a una gubernatura estatal y a la presidencia de la República también en una ocasión. ¿Cómo es ello posible? Simplemente, dejando de lado cualquier convicción política profunda y buscando el poder por sí mismo, por el poder. Sólo así se explica que, en diferentes momentos de su carrera, Muñoz Ledo haya vestido los colores del PRI, del FDN, del PRD —que no es lo mismo que el anterior, y para ello basta leer las muy desencantadas declaraciones realizadas en su oportunidad por Heberto Martínez—, del PARM, del PAN —indirectamente—, del FAP, y ahora del PT, aunque oficialmente no tenga partido. A este respecto, es un tanto fácil ver que las tres primeras estaciones de su recorrido son las mismas que transitaron sujetos como Cárdenas, López y, más recientemente, Camacho, Núñez y Ebrard —entre otros cientos— quienes, al ver cerradas las oportunidades de ascenso político bajo el amparo del oficialismo, decidieron llevarse sus juguetes y jugar por su cuenta a los políticos en el sector de "la izquierda" que era el que, con su cara populista, les brindaba mayores posibilidades de éxito al enarbolar el gastado lema de dar, dar y dar, al tiempo que palabras como "déficit", "competitividad" y "productividad" quedaban borradas de su diccionario particular.

Sin embargo, el paso de Muñoz Ledo del PRD al PARM no lo explica nadie. ¿Asumió una candidatura presidencial porque de verdad creía que iba a ganar, sólo para seguir apareciendo en las fotos o para vivir de algo? Más tarde, al ver que su instituto político —fundado por ciertas momias a las que la revolución no les hizo la justicia que esperaban— no caminaba, declinó a su candidatura y, de último momento, se subió al carrito del que iba a la cabeza en las encuestas, Vicente Fox, quien sólo le dio atole con el dedo y, conociendo su volubilidad, lo mandó como embajador ante la Unión Europea, para perpetua amargura de Muñoz Ledo. Una vez retirado de su cargo por su escandalosa conducta —pítimas por aquí y por allá en lujosos bares y restaurantes de Bruselas—, regresó a México, cambió de chaqueta y se vistió nuevamente de rojo. O lo que él entienda como tal porque, para el caso, se unió al Peje. Al amparo del loquito, se dedicó a coordinar el monstruo de tres cabezas llamado FAP —donde los expriístas como él son cuantiosos— y luego, sin esforzarse demasiado, logró una curul como diputado plurinominal por el PT, órgano político creado y dirigido por los hermanos innombrables pero que, por razones que a nadie conviene hacer explícitas, se ha convertido en el refugio de las ideas pseudo radicales del mesías venido de Macuspana. ¿Convicciones políticas? Ni soñarlo.

Ese político camaleónico es el que pide refundar la República y da su propio recetario sobre cómo lograrlo. Él mismo es el que, en la entrevista a que me he referido, excusa a la clase política de su estupidez, sus corruptelas y su aferramiento al poder al afirmar que "tenemos malos políticos porque padecemos una baja ciudadanía" o, lo que es lo mismo, el país tiene los políticos que se merece. También es él quien, al ser cuestionado sobre el papel de los políticos, enuncia —parabras más o palabras menos— que la sociedad debe aprender a vivir sin los políticos, y debe proceder a la renovación democrática de la clase política. Si lo primero es de un cretinismo exacerbado —acusar al otro de que padece lo que uno mismo le hace padecer—, lo segundo es muestra de un cinismo inconmensurable. ¿Omitir a los políticos, señor político? ¿Los políticos que medran con la necesidad de la gente en ciudades, pueblos y comunidades pretendidamente autónomas? ¿O a qué políticos se refiere? ¿A los que, mediante el manejo de la ley, se han hecho indispensables? ¿Los que han intervenido en todos los órganos de la sociedad, los que han quitado al IFE su cualidad de "instituto ciudadano", los que deciden quién puede expresarse y quién no, y que pugnan por acomodar a sus paleros en instituciones de justicia, de cultura o de transparencia a nivel federal, estatal y municipal, por mencionar sólo algunas de ellas? ¿Renovar a los políticos, señor político perpetuo? ¿O a cuáles renovamos? ¿Sólo a los que tienen curul ya con nombre y apellido, o también a los que se pasean por al país haciendo campañas con dineros misteriosos, a los que infliltran comités barriales e instituciones educativas, o a los que venden recetarios mágicos? ¿De cuáles nos deshacemos, señor Muñoz Ledo? Y, si el objetivo es dehacerse de ellos, o al menos operar sin depender de ellos, ¿para qué entonces hay que renovarlos? ¿Para permitir que los hijos de López, de Narro, de Madrazo y de usted mismo se enquisten en el presupuesto?

Muñoz Ledo, el político vidente, ve un México donde la República se refunde, se reforme al Estado —reformar, es decir, transformar desde arriba— y todo sea flores y colores. Claro está que, cuando ha tenido su oportunidad, no ha hecho nada, o ha hecho muy poco. En la STyPS, de la que fue titular entre 1972 y 1975, no hizo nada para modificar los absurdos contratos colectivos de los sindicatos en que el priísmo basaba su fuerza corporativa; acaso los validó, incrementó las prebendas y solidificó las posiciones de los líderes corruptos. No obstante, fue de los primeros en lanzarse contra las indispensables reformas promovidas al respecto durante este sexenio. También ha zarandeado a la deficiente educación nacional con todo tipo de argumentos, olvidando la responsabilidad que le tocaría por haber sido titular de la SEP entre 1976 y 1977. Por si fuera poco, en la charla de referencia arremete contra la televisión que desinforma y deja de lado que él, el maestro de la incongruencia, conduce un programa llamado Bitácora política —altamente desinformativo— en el Canal 34, órgano de difusión y propaganda del gobierno del Estado de México. Ejemplos como estos tres, sobran, y permiten comprender por qué Muñoz Ledo lleva pegado a la ubre del Estado desde la década de 1960, posiblemente desde antes, sin que se vea qué tenga que pasar para despegarlo: escudado en una sociopatía sorprendente, vigorizada por sanas dosis de desmemoria, olvidos convenientes y una agilidad tal que le permite saltar de un lado hacia otro del espectro político, el perenne Muñoz Ledo seguirá ahí, golpeando a favor de quien lo patrocine y en contra de lo que, en un momento específico, sea adecuado para mantenerlo vigente.

Como cierre, vale decir que la entrevista a Muñoz Ledo es, en mi opinión, una enorme metida de pata de El Universal. El sujeto se somete a las preguntas de un auditorio complaciente, en ocasiones cándido, y le dicta una serie de furibundas diatribas entre cuyas premisas destaca la de cancelar a los políticos, sin pensar —como tampoco lo pensó en su momento el loquito al que ahora se ha asociado— que él mismo es un político, que vive de la política y que hacer la política es lo suyo. La metida de pata se redondea al ver que en la entrevista —que no es sino un anuncio comercial para promover el amasijo de hojas a que he aludido en su momento— se presenta un político que vende una receta, al tiempo que dice que la sociedad debe hacer menos caso a los políticos y operar desde sí misma. Si ello no es una barbaridad absoluta, ¿cómo leerla? Tal vez, desde el propio Muñoz Ledo, como un simple "no, no le hagan caso a los políticos; quiero decir, a los demás políticos. A mí, sí".

Hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre. Ni más, ni menos.

11.11.10

Los números duros, puros y seguros.

Se ha atrubuido al célebre Arquímedes de Siracusa —una de las mentes más despiertas de la Antigüedad Clásica—, a propósito de las posibilidades prácticas de la palanca, la conocida frase "dadme un punto de apoyo y moveré al mundo". Cierto es que, con respecto al tema de referencia, el apotegma indicado es completamente cierto; no obstante, hoy en día podríamos tranquilamente transformarlo en "dadme una cifra, un número o un porcentaje y moveré a las masas" y diríamos también una gran verdad.

En plena posmodernidad, es decir, en pleno mundo en el que lo absoluto ha quedado relegado al terreno de la fe —y a la conciencia dogmatizada de algunos cuantos— y todo termina por ser relativo, dado que el desciframiento del entorno depende del enfoque particular de locutores y espectadores, resulta por completo increíble el modo en que las cifras gobiernan la realidad y, más aún, se las arreglan —no ellas, sino quienes las esgrimen— para modificar conductas, impulsar leyes, sumir en la preocupación a miles y servir como asidero a otros miles, que ven en la realidad pintada por los números la única fuente posible de entendimiento objetivo a la que puede echarse mano.

Hace unos cuantos días apareció, en la prestigiada revista científica inglesa The Lancet, un artículo donde se plantea la nueva calificación que debe regir a las drogas —legales e ilegales— de acuerdo con los niveles de peligrosidad que representan para el consumidor. De acuerdo con tres criterios fundamentales —médico, legal y social—, el estudio asigna una serie de calificaciones a las veinte sustancias adictivas más populares y concluye que el alcohol —calificado con 72 puntos sobre un total de 100— es la droga más peligrosa que existe, más que la heroína —a la que aventaja por diecisiete puntos— y que cualquier otra droga existente. Por su parte, el tabaco, sexto en la lista con una calificación de 26, es más peligroso que, por ejemplo, las anfetaminas —23—, la marihuana —20—, la metadona —14—, los esteroides anabólicos —10—, el éxtasis —9— y el LSD —7—.

Si todo el estudio se basara en, simplemente, examinar qué hace una droga, cómo deteriora al consumidor y de qué manera lo conduce lentamente a la muerte, tal vez podría tomarse como algo serio. Y digo tal vez porque hasta al más incauto no se le escapa que los perjuicios inherentes al consumo de las sustancias residen, no sólo en qué es lo que se mete el sujeto, sino que también se relacionan con la cantidad en que ello se ingiere. Si a lo anterior se añade que el estudio, para asignar sus calificaciones, dice tomar en cuenta aspectos como el costo económico asociado al consumo, los daños al medio ambiente que éste genera, la pérdida de relaciones, las posibilidades de cometer crímenes —no se dice si bajo la influencia de las drogas o en medio del ansia por conseguirlas— por parte del adicto y las advertencias hechas por la familia con respecto a su hábito, resulta entonces que todo es una tomadura de pelo fenomenal, dado que los elementos aquí indicados se encuentran en el terreno del uso personal y, hasta donde se sabe, la metodología empleada para clasificar a las drogas no recurrió a ningún tipo de encuesta entre los adictos. Sin embargo, los números hacen su trabajo, las drogas se han clasificado y se espera que, en el corto plazo, las autoridades competentes tomen cartas en el asunto para poner coto a los peligros mencionados.

Aunque ejemplos como el anterior sobran en este mundo gobernado por las cifras, tomaré un caso de suma notoriedad —y muy conocido— ocurrido en 2006 y protagonizado, adivinaron ustedes, por el Peje: durante meses —desde 2005, para ser exactos—, el sujeto en cuestión no perdió oportunidad para anunciar con bombo y platillo que llevaba —con base en una serie desconocida de encuestas— una ventaja de diez puntos en la intención del voto con rumbo a las elecciones presidenciales, sin importar que no tuviera, por momentos, contrincantes reales —dado que todos los institutos políticos se movían en los terrenos de las precandidaturas, las suposiciones y el tapadismo— ni que nadie supiera, a ciencia cierta, de dónde obtenía sus cifras. La cantaleta de los diez puntos se mantuvo hasta el día de la elección, a pesar de que era obvio para cualquera que el tipo había perdido muchísima ventaja, en principio porque los demás partidos habían terminado por designar a quienes defenderían sus respecivos colores en la contienda; más tarde, por no haber asistido al primer debate entre candidatos, y finalmente por su titubeante actuación en el segundo encuentro de abanderados partidistas. Ello no le importó: tenía diez puntos y por diez puntos iba a triunfar. La misma noche de la votación anunció que, aunque daría por bueno cualquier resultado, él sabía que tenía medio millón de votos de ventaja y, por tanto, exigía al IFE le reconociera esa misma delantera.

Para los fines de este análisis, no importa mucho si existían o no los 500,000 votos proclamados por López la noche del 2 de julio de 2006; lo interesante es que, al mencionar una cifra concreta —votos más, votos menos—, daba un asidero a la realidad, materializaba algo que no podía ser sino una quimera, una suposición o incluso una aspiración —para él mismo y sus seguidores— y le permitía proclamarse ganador. ¿De dónde obtuvo la cifra mágica que expresó en concurrido mitin celebrado en el Zócalo de la Ciudad de México? Ni idea. Lo idóneo, lo que le daría visos enormes de verdad a su enunciación, habría sido el hecho de contar con una copia de todas las actas de votación generadas a lo largo y ancho del territorio nacional, a partir de lo cual decir "tengo tal ventaja" no sería sino un hecho claro, probado, comprobado y comprobable. Empero, lo más seguro es que el tío —y sus asesores— haya decidido hacer un muestreo rápido y, extrapolando las cifras obtenidas, decidiera efectuar su anuncio. Las consecuencias de tal maniobra son del dominio público —inestabilidad, polarización de la sociedad, golpes bajos, irrupciones en los medios y una campaña política que dura ya cuatro años— y no se necesita entrar en detalles para conocer el alcance de los mentados números en la construcción social de la realidad —punto que, por cierto, escapa a Berger y Luckmann en su brillante análisis—.

En fechas recientes, Transparencia Internacional dio a conocer su estudio sobre la corrupción existente en el mundo. La investigación, denominada "Índice de Percepción de la Corrupción", asigna a los países una calificación determinada a través de una metodología que combina la encuesta, el informe de los especialistas y la visión de algunos sujetos en lo referido a la mayor o menor existencia de prácticas de corrupción en un determinado sitio. Una vez que los datos son estandarizados, se forma la tabla y ya está: éstos son los más corruptos, éstos los menos, éstos los de en medio.

¿Cuál es la deficiencia del estudio de Transparencia Internacional? Para comenzar, el nombre del mismo: "Índice de Percepción de la Corrupción". ¿Quién percibe la corrupción, y cómo es que la percibe? La omisión en las funciones de un sujeto o una institución, ¿se incluye en los datos recabados? ¿Se integran a las consideraciones de Transparencia, no sólo el político de altos vuelos, sino quien le da dinero a un franelero para que le cuide el automóvil? El profesor que no califica a sus alumnos como debe, el vecino que se roba un pedazo de área común, el comerciante ambulante que se cuelga de los cables de la luz, ¿son tomados en cuenta? He ahí la mayor deficiencia del informe, a la que debe sumarse el hecho de que, como es notorio, toda práctica ilegal ocurre a la sombra, de la forma en que sea lo menos notoria posible, de modo tal que cuantificar la corrupción, los desvíos, los desfalcos y las omisiones sea un asunto más que espinoso dado que la posesión de cifras se convierte en un asunto fortuito y todo queda, nuevamente, en el terreno de la especulación que una metodología cándida intenta materializar y volver tangible para efectuar, eso sí, una denuncia contundente y, dicho sea de paso, loable. No obstante, todo ello me hace recordar aquella ocasión en la que un alumno llegó con un colega a presentarle su tema de tesis: él quería estudiar la piratería en el siglo XVII y preguntaba acerca de cómo debía proceder. El colega, muy en su papel, lo envió al archivo y le dijo que su trabajo sería relevante en la medida en que lograra cuantificar la piratería introducida en la Nueva España para así saber cómo había ésta actuado en los flujos reales de oferta y demanda de mercancías. ¿Cuantificar la ilegalidad? ¿Dónde están esos registros? ¿De qué manera es posible saber, en el siglo XVII o en el XXI, la cantidad de piratería que se produce, almacena y distribuye, el porcentaje de mercado que tiene asegurado, sus valores reales y el comportamiento del comprador frente a tales productos? Imposible: lo ilegal se mueve sin números; asignarle una cifra es más una cuestión de quimeras y adivinanzas que de establecer cantidades reales, objetivas, tangibles.

El último caso que me viene a la mente surgió hace apenas unos días y se relaciona, faltaba más, con la exigencia de algunos alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional con respecto al otorgamiento de subsidios varios a la comunidad estudiantil, sobre lo que he hablado ya bastante en un par de entradas previas. Lo interesante aquí es uno de los argumentos esgrimidos por una alumna proclive al popular acto de estirar la mano: la autoridad está obligada a subsidiar comedores y fotocopiadoras por el simple hecho de que el 77% de la población universitaria gana menos de seis salarios mínimos y, por lo tanto, no tiene ninguna posibilidad de acceder a comida, copias, diversiones ni materiales que aseguren su recto desempeño como estudiante, por no hablar de que no puede llevar una vida digna ni bla, bla, bla.

El salario mínimo vigente en el Distrito Federal asciende, en este noviembre de 2010, a $57.46; por tanto, seis salarios mínimos equivalen a $344.76 diarios, o a $10,342.80 al mes —contando treinta días por mes—. Así como se lee: diez mil pesos al mes. Obvio es que la cifra entra en el rubro de los ingresos medianamente buenos, con los que un sujeto puede hacer y deshacer sin preocupaciones de mayor especie; sin embargo, un ingreso menor, tal vez de una tercera parte del mismo —alrededor de $3,450— permite, a quien se administra bien, vivir, no con comodidades, pero también sin penurias. ¿Por qué entonces asumir que los seis salarios mínimos mencionados son la cantidad óptima de dinero que requiere un estudiante para no ser subsidiado? ¿De dónde sale la espectacular cifra? Se ignora. Podría pensarse que se buscó un número que, sin ser demasiado alto —después de todo, seis salarios no suenan a muchos salarios—, permitiera mostrar un porcentaje estrambótico de estudiantes sumidos en la pobreza y en la desesperación, aunque no se piensa que alguien que gane menos de los $10,342.80 mencionados no necesariamente es un pobre de solemnidad: ¿qué tan menos es eso menos que los estudiantes perciben? ¿Un peso menos? ¿Cien pesos menos? ¿Mil pesos menos, cinco mil, diez mil? No lo sé, pero he ahí el intríngulis de la cuestión: con decir que se gana menos se cumple con la exigencia de mencionar algo concreto; además, al asumir que un 77% de sujetos se encuentra en el decil inferior al designado como ideal, se presenta la realidad catastrófica y se apuntala una exigencia absurda.

Así es esto de las cifras. Decía Pedro el Mago Septién, al terminar un partido de beisbol, que sólo quedaba la frialdad de los números, es decir, el recuento desapasionado de los hits, las carreras y los errores que habían determinado el triunfo de un equipo y el fracaso de otro. En los casos aquí mencionados, los números son todo menos fríos: no son expresiones objetivas de la realidad, no son tampoco cuantificaciones inocentes ni expresiones abstractas. Los números, como todo, se enuncian con una intención, se extraen de la realidad, la transforman en algo que necesariamente sirve a un fin determinado —como en el caso de las encuestas donde, dependiendo de la respuesta que se quiera obtener y de la realidad que se busque retratar, se preguntan tales o cuales cosas de tales o cuales formas— y que construye discursos pretendidamente centrados en datos obtenidos objetivamente. Claro está, todo lo objetivamente que se pueda en un mundo que, por definición, es subjetivo.

10.11.10

Las nuevas protestas: más de lo mismo.

Como oportunamente reseñé en una entrada previa de este blog, a últimas fechas han proliferado en la Universidad Nacional diversos grupos de estudiantes que, por razones no del todo claras —o tal vez sí, todo depende de cómo se observen—, han decidido montar protestas más ruidosas que efectivas —y, ante todo, poco concurridas— para exigir que la Máxima Casa de Estudios les otorgue un sinfín de concesiones por el simple hecho de ser estudiantes. Los sujetos en cuestión han retado a la autoridad —que, vale decirlo, no ha sabido estar a la altura de las circunstancias—, han motejado de todo a quienes nos oponemos a sus insensateces, no han dudado en aliarse con grupos y personas ajenos al ámbito universitario —por ejemplo, los individuos que mantienen secuestrado el auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras, en el remoto caso de que unos y otros no sean los mismos—, han empleado algunos espacios universitarios para fines distintos a los que les son propios —¿les dice algo el término actividades académicas?— e incluso han tenido el tupé de amenazar —típico— con cerrar las instalaciones de la facultad si no se presta atento oído a sus exigencias —que no peticiones—. Si bien es claro que las protestas no progresan, sus manifestaciones permiten a los abanderados de las nobles causas que a continuación se anotarán mantenerse ahí, a la vista, como un ente molesto que, diciéndose portavoz de los alumnos, en realidad sirve intereses que poco tienen que ver con éstos.

Para entrar en materia, basta recordar que, en la última entrega de la tragicomedia que sirve de fondo a este texto, los alumnos —porque cierto es que algunos lo son; otros dicen serlo, aunque no tienen ni una neurona funcionando en el plano que debería de hacerlo, y otros son las clásicas rémoras que subsisten por ahí en calidad de fósiles— exigían que se subsidiaran los comedores universitarios y los servicios de fotocopiado, se eliminaran los cobros de la División de Educación Continua y que además se renovaran los acervos de las bibliotecas. Pues bien, desde ese momento hasta la fecha han transcurrido ya dos meses y, como era de esperarse, las amables peticiones de la comunidad gritante han crecido. Transcribo a continuación —a la letra— el nuevo pliego auspiciado por el segmento inconforme de la comunidad:

1. Cafeterías subsidiadas administradas por los trabajadores de la Universidad para reducir los costos de los alimentos.
2. Subsidio en fotocopias por representar un gasto importante para los estudiantes.
3. Mejora del acervo del sistema de bibliotecas de la Universidad
4. Eliminación de cobros injustificados.
5. Aumento a los estímulos y becas para los alumnos de escasos recursos.
6. Facilitar el acceso a la cultura y el deporte: reducción de los costos de estas actividades.
7. Revisar e impulsar reformas a los planes y programas de estudio: por una educación científica, crítica y humanista.
8. Aumento al presupuesto a la educación pública del 8% del PIB, para que la educación sea realmente un derecho y no un privilegio en tiempos de crisis; por la intervención democrática de los estudiantes en el manejo de los recursos.

Como puede verse, las exigencias constituyen el clásico licuado de granola donde todo cabe y donde, al final de cuentas, no se tiene una idea clara de qué es lo que pide quién, por qué lo pide ni por qué lo pide a quien se lo pide. Dejaré de lado los primeros tres puntos —salvo en lo que toca a la nueva variable incluida en ellos— por haber sido ya tratados en la entrada a que he hecho referencia al comenzar este texto y me concentraré en lo demás, justo en el orden en que aparece.

Lo primero que salta a la vista es la inclusión de la base trabajadora en un conjunto de peticiones formuladas por la comunidad estudiantil. ¿De verdad la inserción de los sindicalistas constituiría el factor determinante para que bajaran los precios de los alimentos? En lo personal, lo dudo mucho y, de hecho, no se ve cómo podría ello operar, a menos que se decida entrarle al clásico juego de "yo estiro la mano y tú, instancia oficial, me das", con lo que la comida podría valer incluso un centavo, mientras que su costo real es absorbido por el presupuesto universitario. Como idea para salvar de la inanición al estudiante famélico —siempre y cuando fuera sólo éste el que hiciera uso de los comedores, lo que no resulta probable— no suena mal, pero ¿por qué justamente deben ser los sindicalistas quienes tomen el control de los establecimientos de comida y no cualquier otra persona? Huele mal, muy mal, y no me refiero a los platillos que se sirven en tales sitios. Sabido es que, desde el ilegal paro —que no huelga— de 1999-2000, el STUNAM ha apoyado a los grupos radicales que tienen distintas madrigueras en la universidad por... vaya, quién sabe por qué lo haga, pero lo cierto es que lo hace. ¿Qué traman ahora unos y otros? ¿No es en extremo raro que, justo después de la protesta lanzada por los sindicalistas para que les fuera ampliado el número de plazas en las bibliotecas, aparezca esto en escena? Además, si se piensa que, de hecho, en algún momento la protesta estudiantil pidió que se mejorara el servicio de préstamo de libros mediante la contratación de más personal de base, y que los servicios de fotocopiado —que sí son espantosos— fueran ocupados por este mismo como primer paso para proceder a su subsidio, el contubernio es claro. Tan claro como extraño, porque no se entiende cómo un grupo de sujetos que dicen estar comprometidos con los estudiantes, con la justicia y con la equidad, se aviene a hacerle el juego a un tipo de la calaña de Agustín Rodríguez y mafias péjicas que lo acompañan. A menos, claro, que todo sea parte del golpeteo contra la autoridad o, como bien dijo un secuestrador del auditorio en un mensaje dejado por ahí, "porque hay que molestar". Valiente significado dan estos tíos a la protesta, sí señor.

El siguiente punto del pliego es verdaderamente risible: "eliminación de los cobros injustificados". ¿Y qué pasa si todos los cobros se justifican? Aún más, ¿qué sucedería si se instrumentaran nuevos cobros y limpiamente se justificaran? Seré curioso: ¿a qué llaman estos sujetos un cobro injustificado? Sé que la respuesta se anclará en el artículo 3° de la Constitución, en la famosa gratuidad de la educación pública y en el nefando deseo —que muestra la inconfesable colusión entre el Estado, el gran capital y la universidad— de excluir a las clases populares de la educación superior mediante la aplicación de cobros excesivos. Sin embargo, como se demostró hace diez años, tal gratuidad se limita a la educación básica; además, el pago de impuestos —que muchos esgrimen como el argumento, aunque no paguen ni un céntimo de impuestos que no sean al consumo por la sencilla razón de que no trabajan— tampoco es óbice para eliminar cualquier tipo de cuota, en el entendido de que los servicios a que se destina la recaudación fiscal son innumerables y, si se apelara al axioma de los que protestan, bien podría preguntárseles entonces de qué servicios quieren disponer y de cuáles no, porque sus raquíticos impuestos no pueden, por obvias razones, alcanzar para todo. Así, reitero la pregunta: ¿qué cobro es justificado y qué otro no? Mejor aún, ¿por qué se justifica el pago de veinte centavos de cuota —lo cual es ridículo— cada semestre y no el pago de lo que cuesta un título profesional? Como muchos de estos tíos no habrán de llegar a tal instancia, poco les importa; como otros son el clásico niño bien disfrazado de revolucionario —el típico revolucionario de Levi's—, tampoco les resulta un incoveniente mayor. El otro, el que no tiene y quiere estudiar —y luego trabajar—, ve qué es lo que hace y paga su título —y aquí podría citar un sinnúmero de ejemplos de primera mano— porque le interesa ejercer aquello para lo que estudió, no andar con protestas que sólo le quitarán tiempo para dedicarse a algo productivo.

Relacionado con el punto anterior —a decir verdad, con todo este merengue— se encuentra el siguiente: aumento de estímulos y becas para alumnos de bajos ingresos. Aquí, mi única pregunta —que puede aplicarse al conjunto de lo que contiene el mentado pliego, y a la que regresaré al final de este escrito— es: ¿a cambio de qué? Cierto es que las becas universitarias se entregan a muchos sujetos que no las necesitan —he conocido casos de niños bien, con coche y chofer a la puerta, que sin el menor pudor han solicitado becas y, lo que es peor, las han obtenido—; cierto es que hay otras mal dirigidas —las becas a los indígenas, que permiten a un holgazán conocido mantener sus múltiples vicios sin exigirle que, por lo menos, entre a clases y apruebe sus materias—; pero también es cierto que un privilegio, como lo es toda beca, debe tener forzosamente una compensación... algo a lo que la protesta no hace ni siquiera alusión.

Las exigencias marcadas con los números 6 y 7 son una muestra de lo que comentaba al principio del texto: ¿quién protesta por qué cosas, en qué canales y con qué fines? No tengo la menor idea de ello. Revisar los planes y los programas de estudio no tiene mucho sentido si el alumno no se compromete a dedicarse de lleno al estudio, cosa que no hacen quienes se manifiestan a favor de todo lo aquí indicado porque, como cualquiera lo sabe, o se estudia, se lee y se hacen las tareas indicadas en las aulas, o se asiste a marchas, protestas, mítines, juntas preparatorias y asambleas. Durante la última protesta —montada a la misma puerta de la dirección por no más de treinta fulanos entre alumnos, trabajadores y espontáneos— observé, nuevamente, a esa adalid de las causas desesperadas, a la mujer que es paladín de toda protesta universitaria, a quien es la primera en tomar un micrófono y gritar consignas con estentórea voz. Sí, a esa alumna yo vi ahí... lo que siempre me causará algo más que gracia dado que en clase pocas veces se le ve y, cuando decide acudir, no atina a hilar sus pensamientos de un modo distinto al que lo hace cuando grita revolucionarios lemas en los pasillos, por no decir que, en lo tocante a su expresión escrita, está tan perdida como cualquier párvulo encomendado a la misericordiosa mano del sindicato magisterial. A ella la vi y a otros que relaciono, habitualmente, con tambores, altavoces, gritos destemplados y olores no del todo legales, pero no con salones de clases ni con cosas parecidas. ¿Ellos piden una reforma a los planes de estudio? ¿Puede saberse para qué? Además, si los planes se reforman y los alumnos se ponen a estudiar, ¿qué tiempo se van a dar para practicar un deporte? ¿O qué deporte practicarán? ¿Sugieren que se subsidien los cien litros libres sin espuma, el salto de barra libre, el lanzamiento de jaibolina y los juegos de mesa de cantina? Sólo así me lo explico.

El último punto es importante: hay que incrementar el presupuesto educativo al 8% del PIB para bla, bla, bla. ¿Por qué no piden eso a algún diputado o senador que les sea afín, digamos Chayito Ibarra, Pepito Narro o Lalito Fernández Noroña? Incluso, si tal es la propuesta del mismo rector —con la que ya ha cansado a quienquiera que lo ha escuchado—, ¿para qué formularla en los pasillos de una facultad, donde evidentemente no se discute ni se asigna el presupuesto federal? No lo comprendo, como no sea un elemento retórico más —de la retórica seria, se entiende, no de la que se enuncia como chacota— para convencer a quien los oiga de que ellos, ciertamente, están comprometidos con la educación. Sin embargo, me queda una duda: un alumno que, repito, no entra a clases, y que con ello defrauda al pueblo que, con sus impuestos, le paga la escuela, ¿para qué quiere que se otorgue más presupuesto a la educación? Lo mismo me pregunto con el resto de sus peticiones: ¿quieren becas, subsidios en la comida y en las fotocopias? ¿Para qué? ¿Para tener más dinero que gastar en cualquier cosa?  ¿Y por qué la necedad de intervenir en el manejo de los dineros? ¿Para garantizar que los mismos lleguen adonde deben llegar, o para no quedarse sin la habitual tajada del pastel? Además, si exigen una participación democrática en el manejo de los recursos, ¿no sería congruente que ellos mismos permitieran la participación democrática de toda la comunidad —no sólo la que les es afín— en unas asambleas cada vez más monolíticas, unívocas y dictatoriales?

Como ya han dicho varios contertulios de quien estas líneas escribe, una protesta como la actual resulta increíble por varios factores. La primera, que no parece algo completamente hecho por estudiantes, sino que deja ver que hay muchas manos metidas en el juego. La segunda, la más importante acaso, que tiene más tinte de berrinche infantil que de exigencia seria. Una cosa distinta sería si la protesta se encaminara a lograr un compromiso mutuo, si no todo se redujera al "dame, dame, dame", sino que expresara algo como "que la autoridad dé X y nosotros daremos Z", por ejemplo, buenas calificaciones, permanencias limitadas, acatamiento a la legislación universitaria y, en general, un desempeño que indique que el sujeto es un universitario en toda la extensión de la palabra. No obstante, nada de ello se adivina en el discurso de los gritantes: todo es exigir lo que llaman sus derechos sin ofrecer nada como retribución. ¿Sabrán acaso que los únicos derechos de cualquier estudiante universitario consisten en ser tratado con respeto, recibir sus clases, obtener las calificaciones a que se haga acreedor merced a su trabajo, y recibir un título o un grado cuando haya cumplido con los requisitos para ello? ¿Sabrán también que todos estos derechos tienen una contraparte que se llama obligaciones, y que son nada menos que tratar con respeto al otro, cumplir con el reglamento del lugar en que se encuentran, asistir a clases y comportarse como indicaría la palabra estudiante? Al parecer, no, no lo saben, y creen que su derecho es exigir las condiciones necesarias —y aun las superfluas— para realizar una tarea que, a todas luces, no realizan. Vaya desfachatez.

12.9.10

Opinología.

A resultas de la tozuda actitud de un sujeto —que parece no tener nada mejor que hacer—, quien se afana en publicar necedades en este espacio porque a él le ha venido a la cabeza que puede y debe hacerlo, he decidido implementar un moderador de comentarios a las entradas del blog.

La razón que me mueve a ello es simple. Mientras elaboraba mi tesis, recordaba los felices tiempos idos de la era A. Ch., cuando este espacio funcionaba como una banca de parque, ni más ni menos, en la que el que esto escribe y sus amigos —y ocasionales opinadores dotados de la mínima decencia— comentaban lo que les venía en gana y que, fuera como ello fuese, se movía a partir de una dinámica muy simple: la identificación y la pertenencia a un mismo espacio ideológico o, al menos, la formulación de preguntas que tenían que ver con el tema que de momento se discutía y la necesidad —que no la necedad— de ampliar algunos puntos. Los contertulios no tenían que temer el hecho de que, en algún momento, se apersonara junto a la banca mencionada un sujeto de la peor catadura y, en alta voz, les espetara: "¿por qué dicen eso? ¡Son ustedes unos estúpidos!"

Sin embargo, en un momento dado, por no sé qué azar del destino, sucedió lo que acabo de referir: un sujeto se coló a la plática y comenzó a hablar de todo, a tratar de colocarnos sus muy sesudas elucubraciones, a insultar al respetable y a meterse hasta en lo que no le importaba. No sólo eso: con toda la desfachatez del mundo, al decírsele "¿a ti eso qué te importa?", el tío respondía diciendo cualquier otra barbaridad, sacando la vuelta al evidentísimo parche: no, no le importaba, y a él no le importaba tampoco que eso no le importara.

En un principio, como parte de un ejercicio de tolerancia, respeté sus comentarios, salvo los notoriamente ofensivos. Incluso entablé un diálogo con él donde todo era darse con la pared, donde los argumentos se repetían hasta el infinito y donde, incluso, en un momento dado se asumió como un ente vivo que luchaba contra muertos —la cultura de los zombies ha cobrado nuevos bríos en la actualidad, pero no creí que llegara a tanto—. Sin embargo, permití que ello pasara porque algo puede sacarse de los ejercicios dialógicos... hasta este momento en que, como digo, me ha caído el veinte y he decidido enunciar el famoso "no más". Si sé que no entiende razones, si sé que lo suyo es sabotearlo todo, ¿para qué permito que se exprese aquí? ¿Para qué le abro un foro? Que se lo abra él, o que se lo abran sus amigos.

El problema de la opinión en un espacio como éste reside en varias cuestiones: en primer lugar, en que forma parte del espacio público, pero ello no implica que cualquiera pueda meterse a decir las tonterías que trae en la cabeza porque ése es el único medio que conoce para desahogar sus frustraciones muy particulares. Imaginen ustedes que, en un momento dado, se les ocurre que el PRD es una porquería y, sin más, se meten a una asamblea del mencionado partido para decírselo en la cara a los circunstantes. Por supuesto, ellos lo sacarían a usted en volandas y lo echarían a media calle. ¿Por qué? ¿Porque son intolerantes? No: simplemente, porque asumen que su espacio debe tener un mínimo de coherencia interna y que las discusiones sobre su naturaleza buena o mala deben darse afuera del mismo. Por tanto, ejercen su derecho a decidir cómo se opina en sus propios territorios y tantán, fin de la discusión.

En el caso del blog, la cuestión es simple: si esto se asume como el sitio propio de alguien, ese alguien está en posibilidad de decidir quién entra y quién no. Por decirlo de algún modo, es como la casa de uno: yo decido a quién dejo entrar, a quién mantengo alejado de ella, y quién más es posible que algún día entre. En consecuencia, resulta absurdo decir "vengo a este espacio y no me dejas hablar", porque debe asumirse que tal posibilidad entra en el marco de lo probable; resulta tan absurdo como "vengo a tu casa y no me dejas rayar las paredes". Así de sencillo. Para seguir con el tono alegórico del mensaje, si el sujeto referido quiere opinar, que busque su propia banca de parque y forme su propia tertulia, que a mí no me interesa en lo más mínimo meterme en ella. ¿Por eso utiliza un perfil no público, para que uno no pueda ir a decirle sandeces en los sitios en que escribe? Faltaba más, como si uno tuviera maldita la necesidad. Sin embargo, repito, mi banca del parque tampoco es para eso, ni tiene por qué, obligatoriamente, estar abierta a rufianes y patanes saboteadores.

Entonces, pido disculpas al respetable por los inconvenientes que lo anterior pueda ocasionarles. Tengan por seguro que los comentarios amables, las dudas, e incluso los cuestionamientos que busquen entablar un diálogo, serán bienvenidos. Por el contrario, los que sólo pretendan acaparar la conversación y demostrar cuán grande es el que los emite, ni siquiera serán leídos. Con ello, confío en que este espacio retornará a sus dimensiones habituales, en las que la charla amena privaba, no la majadería ni la sinrazón.

8.9.10

Protestas alimenticias.

Hace unas cuantas semanas dio inicio, en la Universidad Nacional, el curso escolar 2011 - 1. Como en todos los semestres nones, arribaron a la institución miles de jóvenes procedentes de cualquiera de los cientos de bachilleratos que se imparten en el país con la intención de estudiar una carrera universitaria y, al concluirla, integrarse al mercado de trabajo. Tal intención excluye, por supuesto, a quienes, por haber elegido una carrera saturada y no tener el promedio necesario para acceder a ella, son enviados a un área distinta a la que habrían elegido, lo que conduce a asumir la primera inserción en el ámbito universitario como una cuestión pasajera, en tanto el sujeto se cambia a la carrera de su preferencia. En una inmensa mayoría de casos, tal sujeto no logra realizar el cambio —por un sinnúmero de causas, que van desde la saturación misma de la carrera - objetivo hasta la propia incapacidad del susodicho para obtener, en el examen correspondiente, el mínimo de puntos necesario para ver sus sueños colmados— y, decepcionado, abandona los estudios. Este fenómeno, aunque de singular importancia —dado que genera no pocos argumentos en torno a la exclusión de que son víctimas algunos jóvenes, y a la necesidad de ampliar ad infinitum la matrícula universitaria—, no será abordado en la presente entrada. Queda, simplemente, como una mención marginal, y ya le dedicaré un poco de tiempo en alguna ocasión.

Para regresar al asunto que concierne a este texto, cabe recordar que la universidad tiene, estratégicamente distrubuidos, grupos de alumnos —el término es un eufemismo en muchas ocasiones— que por todo protestan, y con ello pretenden demostrar su conciencia revolucionaria, sus capacidades para desarrollar el pensamiento crítico, o lo que usted, amable lector, guste y mande. Pues bien, como puede verse en las páginas del conocido blog donde se relata la pugna por recuperar el auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras —invadido desde hace diez  largos años por grupos no claramente identificables con el alumnado de la institución, y que no muestran intención alguna de regresar el inmueble al patrimonio universitario—, tales grupos de protesta perpetua montaron, al finalizar el semestre anterior, un nuevo numerito, consistente en reclamar el cese de la concesión que opera la cafetería de la facultad y el otorgamiento de un subsidio al establecimiento, con el fin de que la comida se abarate y los estudiantes —¡nobles personajes!— no desfallezcan de hambre a mitad de la jornada.

La protesta montada por los individuos de marras no tuvo el eco esperado por una simple y llana razón: como el semestre concluía, los alumnos se encontraban más preocupados por entregar el alud de trabajos finales que acompaña las últimas semanas del semestre, y sólo secundaron la moción quienes, por obvias razones, disponen del tiempo suficiente para manifestarse. La relación, en este caso, es clara: a mayor cantidad de trabajo, menor tiempo para dedicarse a la lucha social, y viceversa. De aquí se extrae que, si alguien se dedica de tiempo completo a la protesta, es lógico que tenga poco que hacer como estudiante, e incluso es posible que ya ni siquiera pueda considerarse como tal, o que asistir a la facultad sea sólo el pretexto para asumirse como universitario. Para un ejemplo claro de lo que indico, remito al lector a esta entrada del presente blog, donde anoto algunos casos curiosos relacionados con el fenómeno del estudiante universitario que, ni estudia, ni ejerce como universitario —lo que, acaso, constituye una nueva modalidad de los muy populares ninis—.

La protesta, como digo, no funcionó. ¿Qué hicieron los protestantes? Simple: esperar. Como a ellos les viene guango el mundo, y las prisas de la sociedad posmoderna no son sino una quimera inventada por el capitalismo salvaje, sólo guardaron sus mantitas, hicieron como que no pasaba nada, y esperaron a que comenzara el nuevo semestre para atacar con bríos la forma en que, desde su muy particular perspectiva, la administración universitaria se colude con el gran capital para echar a los alumnos a la calle. ¿Cómo es eso? Ahora lo explico.

El primer día de clases, momento justo en que los alumnos de nuevo ingreso llegan con los ojos muy abiertos para captar hasta el menor detalle de lo que implica "ser un universitario", comenzaron a aparecer letreros —desde la misma entrada de la facultad— poblados de singulares consignas :

*Por un comedor subsidiado.
*Disminución del precio de las fotocopias.
*Renovación del acervo de la biblioteca.

Dejaré para el final la primera exigencia, al ser la que, de momento, atrae mi interés. En cuanto a las otras dos, siempre quedará el recurso de preguntar ¿para qué quiere más libros alguien que, según se ha anotado líneas atrás, no estudia, o lo hace mínimamente? Los materiales de la biblioteca —algunos en un estado de conservación deplorable, vale decirlo— parecen adecuados y suficientes para estudiar; no en vano se han formado con ellos un número importante de generaciones. Creo yo que el problema de la biblioteca no está en la disposición de la autoridad para renovar —no sé si esto se refiera al hecho de comprar todos los libros de nuevo, o incluso a comprar lo que algún segmento de estudiantes quiera que se compre— el acervo, sino en la del usuario para darle un buen trato. ¿Por qué la necedad de rayar, marcar, doblar y mutilar los libros? Al rufián que subraya tres párrafos con tinta o con marcatextos, ¿no le pasa por la cabeza que a los siguientes lectores les importa un rábano serenado lo que a él le ha parecido trascendente? Bajo estas condiciones, ¿se necesitan más libros? ¿Libros nuevos, listos para ser rayados, doblados y mutilados? No, gracias.

En cuanto al asunto de las copias, me parece una muestra más del "dame, dame, dame". El alumno —es también un eufemismo— que exige copas baratas, ¿gasta un solo centavo en algún lujillo, en alguna compra superflua? ¡Claro que lo hace! Entonces, si tiene para tales lujillos, ¿no puede prescindir de ellos y dedicar el dinero en ellos invertido a la adquisición de sus fotocopias? ¿O es que 25 centavos son realmente una fortuna? La posibilidad de acceder a un texto y conservarlo en casa —aunque con ello se estafe al autor— por menos de una cuarta parte de su valor, ¿no le dice nada al que protesta? Y, dado el caso de que no tuviera, realmente, para sacar las copias, ¿tan difícil es, como hacen muchos, quedarse en la facultad a leer y tomar notas directamente del original? ¿Qué pretenden? ¿Que se les regalen las copias?  Además, el que protesta, ¿qué da a cambio? Si se parte del supuesto de que el protestante perpetuo no es un estudiante formal, ¿para qué quiere fotocopias baratas? ¿Será acaso, pensando mal, un simple argumento para convencer al alumno de nuevo ingreso de que el que protesta es su amigo, lo que permitirá llevarlo después a los oscuros rincones del activismo político - estudiantil?

La exigencia más cándida es la que se refiere al comedor subsidiado. Para entender el adjetivo impuesto, es necesario considerar que la exigencia toma como punto de partida dos bases, ambas falsas: primera, que el alumno que acude a la universidad debe, por fuerza, alimentarse en ella; segunda, que el acto manducatorio debe tener como escenario, también por fuerza, uno de los denominados comedores universitarios. ¿Por qué es falsa la premisa inicial? Por el simple hecho de que el estudiante no debe alimentarse en la universidad. Si el sujeto desayuna o come en su casa, ¿para qué necesita ingerir algo más en la universidad? ¿Está todo el día en la escuela, y el esfuerzo intelectual realizado le obligará a comer algo porque, de lo contrario, caerá desfallecido en cualquier lugar? Muy bien: que se prepare una torta en su casa y ya, asunto concluido. ¿No le gustan las tortas? Que lleve una manzana, un plátano, una naranja, una palanqueta. ¿Requiere agua? Hay unos artefactos muy curiosos, denominados cantimploras, en los que se puede trasladar agua —o cualquier líquido, incluso nitroglicerina— de un sitio a otro. Si ello no le convence, el agua se regala en múltiples dispensadores, colocados en distintas dependecias de la institución, o aun puede tomarse directamente de la llave, aunque ello no resulta siempre recomendable.

Ahora bien, si el sujeto no considera como aceptables ninguna de las anteriores opciones, ¿qué le obliga a meterse al comedor universitario para alimentarse? La facultad posee más de veinte opciones en sus inmediaciones, y casi un centenar si se camina un poco más. Así, para comenzar, está el famosísimo comedor alternativo montado por los invasores del auditorio. ¿Por qué no resulta una buena opción? ¿No es buena la comida de ahí? Es interesante ver cómo los que protestan, y que son personajes surgidos de las entrañas del inmueble secuestrado, exigen que se bajen los precios del establecimiento que representa una competencia directa al negocito por ellos montado en lo que, anteriormente, era la videoteca de la facultad. Además, hay un detalle significativo: la comida alternativa cuesta entre $18 y $20 —tal vez dos o tres pesos menos, no lo sé bien—; sin embargo, la protesta asume que el precio justo para una comida universitaria —obtenido al comparar lo que cuesta comer en otras instituciones de educación superior— debe situarse en el rango de los $10. ¿Y los $15, $18 ó $20 que cobran los invasores por la comida que sirven? Desde su mismo enfoque, parecen injustos, ¿no es así? Una comida, según dicen avezadas cocineras de minutas, cuesta alrededor de $7, y lo demás es ganancia. Entonces, ¿qué sucede en el comedor alternativo? ¿Por qué lo injusto sucede siempre afuera, nunca adentro? Quien entienda este despropósito, que haga el favor de explicármelo y que, de paso, se lo explique a ellos.

Dejado de lado el asunto de la justicia, supongamos que tampoco es bueno comer en el comedor alternativo, aunque ahí está, es una opción y, por tanto, invalida la protesta, dado que cualquier ente pensante puede percatarse de que, si tiene $10 en la bolsa, sólo podrá comer el equivalente a esos $10, y se dirigirá al sitio en el que su dinero rinda más. Sin embargo, pensemos que no, que no considera como una opción válida para alimentarse la comida que sirven los invasores del auditorio —por razones que pueden ser tanto higiénicas como estéticas, o incluso ideológicas—. ¿Qué hacer? Con $10, el sujeto puede comprar algo en las casetas de comida ubicadas a un costado de la facultad; puede dirigirse a casetas de similares características localizadas en las inmediaciones de la Facultad de Derecho; puede dirigirse al denominado "Paseo de la Salmonela" y comer algo ahí; puede meterse a un Oxxo y comprar algo; puede ir con el vendedor de tacos de canasta y comprar el equivalente a sus $10 en tacos; puede ir con una señora que vende quesadillas junto a la barda que divide la universidad de la colonia adyacente; puede comprar $10 de paletas; puede comprar dos bolillos, unas rebanadas de jamón en Wal Mart, en Superama o en la Tienda UNAM y hacerse unas tortas. Si puede hacer todo esto, ¿por qué demonios se empeña en meterse en un sitio donde sus $10 no le alcanzarán para mucho? ¿No es tan ridículo como decir "yo quiero comerme una buena tapa de cuadril; exijo que los restaurantes argentinos bajen sus precios y los asimilen a los de la fondita de doña Chona para que pueda yo consumir ahí"? 

Así las cosas, la protesta sigue en pie. Ahora, los manifestantes han decidido poner un puesto de chicles, paletitas y palanquetas a la puerta de la cafetería y desde ahí gritar sus consignas. ¿Regalan los chicles, las paletitas y las palanquetas para que el alumno vea que ellos sí son solidarios? No, desde luego. Los precios a los que venden su mercancía, ¿excluyen cualquier tipo de ganancia? Es decir, ¿se dan al costo? Tampoco. ¿Qué congruencia los respalda entonces? Ninguna. Su protesta es una más de las mil formas que los protestantes perpetuos tienen para darse a notar, para atrapar incautos por cuyas cabezas no pasa la idea de que la mejor opción para no gastar mientras se acude a clases consiste en hacerse una torta o un sandwich en casa, llevar una fruta o un chocolate —excelente para pensar y, al mismo tiempo, sentirse feliz— y beber agua según se prefiera. Un letrero, muy simpático, rezaba "tengo hambre y debo sacar copias. El dinero no me alcanza". Vaya, hombre, pues si el dinero no te alcanza, lee en la biblioteca, trae de tu casa un lunch y todos contentos, ¿o no? Si ni para eso te alcanza, ¿cómo te alcanzó para comprar plumones, cartulinas y cinta adhesiva con los cuales plasmar tu protesta? ¿Cómo hiciste para llegar a la universidad? ¿Cómo haces para no andar desnudo? ¿Cómo tomas apuntes, con qué lápiz y con qué cuaderno?

El problema, en resumen, responde a varios factores. Por una parte, el protestante qiuere ver, en la existencia de cualquier cobro, una sucia maniobra del capital para sacar de la universidad a los pobres. Yo recuerdo que, en mis épocas de estudiante, llegaba a la facultad con esos mismos $10 en la bolsa, a veces sin los diez pesos sino con su equivalente en boletos del metro. ¿Compraba algo? No. ¿Y si me daba hambre? Me aguantaba. ¿Y si me daba hambre y debía estar allá todo el día? Me aguantaba igual, o llevaba algo de mi casa, cualquier cosa. ¿Fotocopias? No: leía directamente de los originales y tomaba mis notas en hojas destinadas a tal efecto, renegando cada que encontraba páginas subrayadas o libros mutilados. ¿Me parecía caro o barato el costo de los alimentos que se vendían en las cien opciones cercanas a la facultad? Ni siquiera lo sabía. Lo único que sabía era que no tenía dinero y, por tanto, no podía comprar. Así, ¿para qué demonios me iba yo a acercar a la cafetería? ¿Protestaban algunos por los precios, o por la calidad de los alimentos? Sin duda. ¿Qué hacía yo? Mandarlos a paseo con el mismo argumento que esgrimo ahora: nadie te obliga a comprar ahí. Deja de estar pegado a la ubre de la universidad y haz algo de provecho. Por ejemplo, estudiar, trabajar y, ya entonces, comprar para lo que te alcance. Si quieres algo de provecho inmediato, haz una torta en tu casa, hierve un huevo, transporta una fruta hasta acá y listo, no pasarás hambre. ¿Escasez de solidaridad de mi parte? No: simple sentido práctico.

O sea que no, no hay tal complot contra los pobres. Como decía alguien en un comentario que recién he leído, ya bastante es con tener acceso a una educación de primer nivel sin desembolsar un solo centavo por ella como para, encima, exigir que se le regalen a uno las copias o la comida. Para los que han protestado, y que ponen como ejemplo lo que cuesta la comida en la UAM, ¿saben acaso que allá se debe pagar una cuota —cercana a los $400— para cursar cada trimestre, a pesar de que la población que asiste a dicha entidad es considerablemente más pobre que la de nuestra universidad? ¿Sabrán, asimismo, que los alumnos allá tampoco pagan por una comida los $10 mencionados por ellos, sino un poco más? Evidentemente no, no lo saben. El alumno hace su esfuerzo y paga. ¿Por qué? Porque le interesa estudiar, y sabe que esos $400 no reflejan lo que en realidad cuesta su educación.

En nuestro caso, los protestantes perpetuos asumen que la universidad debe darles todo para facilitar su proceso de aprendizaje, desde clases hasta copias, pasando por comida. Si tal fuera el caso, ¿a qué se compromete ese sujeto que protesta? Toda exigencia debe llevar aparejado un compromiso: tú me das y yo respondo con... Pero, como ellos se dicen anarquistas, y que vayan al diablo la autoridad, la imposición, la dominación y los mecanismos para ejercer la exclusión, la cosa es exigir, pedir sin dar nada a cambio: ni calificaciones, ni una estadía limitada en la universidad, ni una titulación rápida. A ellos, nada se les puede pedir; ellos, en cambio, pueden exigir todo. El problema, como se ve, es de actitud... acaso también de aptitud. Si desean una educación que no exija y que, además, pague por acudir a recibirla, ¿por qué no van a la pejeuniversidad, donde el ingreso se hace mediante sorteo y el alumno recibe una beca durante los cuatro años que se hace tarugo adentro de las aulas? Como decía hace un momento, la cosa es ponerse a pensar: qué me dan aquí, qué me dan allá. Allá me dan lo que quiero, allá voy. Si no voy, es decir, si quiero quedarme aquí, pues acato lo que me dicen que hay aquí y sanseacabó. La pregunta final es ¿por qué no van adonde parecerían cumplirse sus expectativas? ¿Es posible que tampoco, como en el caso del comedor alternativo, resulte una buena opción el antro educativo creado por los populistas?

29.8.10

Defensores universitarios

Contra lo que pudiera parecer, y muy a pesar de que resulta una instancia un tanto inútil
—vista la forma en que se conduce, sin tomar en cuenta las denuncias que recibe sino con un muy sobado "sí, ya te oí; te contesto cuando me dé la gana"—, no dedicaré esta entrada a la oficina del Abogado General de la Universidad Nacional sino a quienes, con argumentos extraños en ocasiones, reduccionistas en otros, y torcidos las más, se asumen como defensores ex officio de la misma institución. Concretamente, me referiré al artículo de Arnaldo Córdova titulado "La Universidad y la derecha", aparecido el día de hoy, 29 de agosto, en las páginas de La Jornada.

El doctor Córdova, todo mundo lo sabe, es un connotado pensador de izquierda que, al calor del pensamiento en boga durante la década de 1960, cobró amplia fama con su libro La ideología de la Revolución Mexicana. Es, asimismo, un opinador asiduo sobre la realidad nacional y, sobre todo, un crítico enfebrecido de lo que él llama "la derecha". ¿Qué es, para Arnaldo Córdova, "la derecha"? Bien a bien, no se sabe. Por momentos, parece ser cualquier postura favorable a la apertura del mercado y la disminución del papel que, con respecto a la vida nacional, guarda el Estado. Sin embargo, en ocasiones parece que "la derecha" es todo lo que no es "la izquierda" y, en este sentido, "la izquierda" tampoco es "la", sino "una" sola, aquélla con la que concuerdan los muy cerrados paradigmas de Arnaldo Córdova.

En esta ocasión, el académico de marras se ha metido con Gabriel Zaid y con Guillermo Sheridan a propósito de las críticas que ambos le endilgan a la universidad en el número de julio de Letras Libres. Como los aludidos no necesitan quién los defienda —de hecho, nadie en esa revista necesita defensores espontáneos; ellos se bastan y se sobran solitos, como se lo demostró Enrique Krauze a quienes, de un modo u otro, pretendieron salvar los muy cuestionables trabajos presentados en la compilación México, tres momentos—, yo me concentraré, únicamente, en exponer la serie de falacias, inexactitudes, contradicciones y errores garrafales que contiene el citado artículo de Córdova, en el entendido de que a) estoy plenamente de acuerdo con la opinión que emite acerca de las universidades privadas; b) creo firmemente que las carreras de humanidades no son improductivas, sino todo lo contrario.

Salvado el escollo, iré por partes. Lo primero es el flagrante error que comete Córdova al decir "llevo 43 años trabajando de tiempo completo en la Universidad, y siempre he sido crítico de los mecanismos que operan en ella". Con el debido respeto, eso es una barbaridad. ¿Cuántas veces, en esos mismos años, Córdova ha pedido que su plaza definitiva de tiempo completo se ponga a concurso? ¿En qué momento se ha opuesto a programas como el PRIDE, que efectivamente crean una brecha entre los profesores bien pagados —como él mismo— y los de asignatura, como el que estas líneas escribe? ¿Cuándo ha pedido que se le baje el sueldo? El autor del artículo es muy hábil cuando indica que los sueldos de los altos funcionarios son "de hasta siete u ocho veces el de un profesor de primer nivel". ¿Qué entiende por "primer nivel"? ¿La crème de la crème de los académicos? ¿Los que apenas inician? ¿Quiénes, doctor Córdova, son esos académicos "de primer nivel"? Porque, si se refiere a los de asignatura con una o dos clases, permítame decirle que el sueldo de un académico de tiempo completo, con todo y prestaciones, puede ascender a cerca de 40,000 pesos mensuales, mientras que el primer sujeto referido ganará, por cuatro horas al mes, cerca de 1,600 pesos. ¿Es eso justo, parejo y equitativo? Evidentemente no pero, como el fondo del artículo es presentar al enunciante como un sujeto crítico, resulta más conveniente montar la comparación con las autoridades que con los propios académicos.

Aparece más tarde la cuestión del debate entre universitarios. Como bien dice Córdova, la universidad se la vive en el debate; degraciadamente, no se poseen los espacios adecuados para llevar tales debates a un terreno productivo. Sin ir más lejos: el debate protagonizado en 2009 entre partidarios de la ocupación del auditorio Justo Sierra de Filosofía y Letras y opositores al mismo debió desarrollarse en un estacionamiento, y luego cada quien echó mano de lo que tenía más cerca para ganar adeptos, mientras la autoridad se hacía la desentendida y nada pasaba. Hasta ahí, correcto, punto para Córdova. El problema aparece cuando él mismo decide que la universidad es un monolito donde todos pensamos igual, y que cualquier ataque procede de las fuerzas del mal ubicadas afuera de ella, concretamente en "la derecha". Suena misteriosamente a argumento staliniano, castrista o hitlerista: el enemigo es ese otro que no es como yo soy, es el diferente y, claro, está afuera, porque adentro todos somos iguales y, si no somos iguales, pues hay que igualarnos, por las buenas o por las malas. Vaya despropósito. O sea que, si entiendo bien, para criticar a la universidad sin ser "un mal universitario" —mote que le endilga don Arnaldo a Sheridan— debo ser "de izquierda", lo que sea que se entienda por eso, y criticar las posturas "de derecha" que aparecen en mi casa de trabajo.

Así las cosas, la única causa de los problemas de la universidad es que exista "la derecha". Córdova mismo lo advierte: los problemas comenzaron cuando entró Soberón, un rector de derecha y reaccionario. Menos mal que, por congruencia, indica que ambas cosas no son lo mismo, aunque tal mención no rebasa, por desgracia, el espacio conferido a ella en el artículo, al ser sabido que, para Córdova y los suyos, ambas palabras son sinónimos, lo que no es necesariamente cierto. Sin embargo, tal es la fuente del problema: "la derecha". No lo son las charriles prácticas sindicales; tampoco lo es el nulo caso que se hace a la legislación universitaria; menos lo son los ínfimos niveles de titulación ni la escandalosa deserción; tampoco lo es el parasitismo que aqueja a muchos académicos e investigadores que, en años, no han escrito un artículo ni desarrollado un experimento a cabalidad. No: señalar eso sería propio de "un mal universitario". Entonces, doctor, ¿qué señalamos?

¿Qué viene después del mencionado alegato? El PRD, y aquí sí no sé en qué planeta vive Arnaldo Córdova. Tal vez en el de las enunciaciones literales, donde el hecho de que el partido se haya metido hasta la cocina universitaria debería implicar que los estudiantes portaran gafetes, credenciales y playeras perredés, que se supieran el himno del partido y que, como borregos, votaran en masa por los impresentables candidatos amarillos... o los rojos, acaso peores. Señor mío: obviamente, no existe un cogobierno universitario, en el que tal partido decide, hace o deja de hacer, pero resulta evidente que sí influye en la vida universitaria. Para ello, basta ver las filias de los dos últimos rectores, el descaro con el que se han alineado con los postulados del perredismo o del pejismo, la gente que han colocado en puestos claves del aparato universitario —Rosaura Ruiz sería el mejor caso, secretaria de una secretaría universitaria sin programa ni funciones claras— y su amable connivencia con los líderes del partido. Líderes o mesías, da igual. ¿No hay, entonces, una burocracia aliada con el PRD? De nuevo, válgame.

Cierra el artículo con una serie de números lindos, que no son sino una apología del trabajo de nuestra universidad, justo lo que Córdova dice que no hace, no ha hecho y no hará. ¿De qué nos sirven los números, si al menos dos de cada cuatro académicos cobran sin dar el golpe? ¿Si muchos estudiantes ven en la reprobación una práctica normal, un estado común al hecho de estar en una institución como la nuestra? Sí, es obvio que la UNAM es mejor que el Tec, la Ibero, la Anáhuac y la UDLA juntas, pero saberlo no es suficiente consuelo porque eso no elimina la fuente del problema: las prácticas torcidas, las conductas inadecuadas, el burocratismo, las plazas ocupadas por inamovibles, las mafias del poder, el manejo discrecional de los recursos, la inequidad de los sueldos, la colusión de la institución universitaria con un partido político, la naturalidad con que se deja hacer y pasar cualquier tipo de cosas en el campus. Ser mejores que los otros no nos exime de dar cuentas —cuentas claras, no las típicas cuentas del Gran Capitán que se presentan cada año— ni de medirnos según los estándares que rigen al resto. ¿Somos los mejores? ¿Por qué no lo demostramos así, sin retruécanos?

Así, las cosas, concluye Córdova su artículo con su idea fija: la derecha tiene la culpa de todo. La derecha ataca a la universidad y quisiera verla cerrada. ¿De dónde saca eso? Según él, de lo que expone Gabriel Zaid, a quien "poco le falta para decir que sería mejor cerrarla". Exacto: es posible que poco le falte —yo lo dudo—, pero no lo dice. Y no lo dice porque, para cualquier persona con cinco milímetros de frente, resulta un absurdo. Sin embargo, ese mismo "poco falta" se convierte en "no lo dice, pero lo está pensando", mismo que se traslada ipso facto a todos los enemigos de la universidad pública que, en sus retorcidas mentes, quieren lo mismo: cerrar la UNAM y, como decía aquel correo —que estaba para morirse de la risa, lo que sea de cada quien— firmado por X Döring —que primero era Édgar, luego era Federico, y al final podía haber sido Epaminondas—, convertir el campus en un "manhatan" [sic] al sur de la ciudad. Tal es el problema, común a los fascismos pero, como puede verse, también a los espíritus dogmatizados y confundidos: crearle argumentos al oponente, decir lo que no dijo —pero que sí está pensando, cómo demonios no—, segregarlo y atacarlo. Y, sobre todo, tacharlo así: "es de derecha; es el maligno; la derecha es así, es el mal". ¿Cuál derecha? Se ignora hasta el momento. ¿Y la izquierda? ¿Hace algo? ¿Existe acaso? Nada, ni una ni otra, porque todo en este mundo es plural y, así como en un lado existen las mentes enloquecidas que añoran los viejos tiempos del echeverrismo —con su discurso esquizofrénico de pseudo izquierda— o que quisieran ver el arribo de la dictadura del proletariado —aunque luego se espantarían al ver las excelentes prácticas que tal sistema conlleva—, y en el otro hay los que pelean por eliminar cualquier institución pública y acceder al Estado ínfimo, en ambos lados hay gente coherente. Por tanto, reducir los argumentos a derecha=mala, izquierda=buena, es disparatar, lo cual resulta por demás impropio de un académico que, como Arnaldo Córdova, se gana la vida en la Facultad de Ciencias Políticas.

Muy bonito, muy bonito.

5.7.10

De nuevo, elecciones

Como todos ustedes sabrán, el día de ayer tuvieron lugar elecciones en quince estados de la república. En la mayoría de ellos —en doce, para ser exactos— se eligió al sátrapa local, es decir, al gobernador, y en los otros tres se renovaron alcaldías y legislaturas estatales.
Como de costumbre, los procesos electorales dejan un sinnúmero de lecciones. La primera de ellas, obviamente, es que la democracia mexicana resulta un asunto escandalosamente caro, lo cual no sería en sí mismo malo si las personas percibieran que tal derroche de recursos —que mejor podrían emplearse en pavimentar calles, ampliar las redes de electricidad, drenaje o agua potable, o en construir más escuelas, aunque éste es un problema de mayores alcances— sirve para algo. Sin embargo, no es así: durante los meses que la ley lo permite —y aun en los que no, véase el caso de singular personaje loco y pantanoso que aprovecha cualquier resquicio para promover su imagen sin estar oficialmente en campaña—, los candidatos llenan las calles con sus caras —unas más desagradables que otras—, a las que acompañan por lemas de tanta profundidad como “Por ti” —sin pagar un peso de regalías a Óscar Chávez—, “Porque nos merecemos algo mejor”, o simplemente “Así, sí”, entre un sinfín de necedades de similar talante.
La primera pregunta que viene a la mente es ¿vale la pena gastar cantidades ingentes de dinero para decirle a la gente “si votas por mí estarás mejor que con el otro”? ¿No es acaso perogrullesco? Según los insignes candidatos, tales “lemas de campaña” no sólo son buenos, sino necesarios, aunque ninguno de ellos piensa que, si tiene cara de alcohólico —o de criminal, o de torpe—, paga para que su anuncio lo ostente un camión sucio y desvencijado, y acompaña su retrato con el muy priista “Así, sí”, todo se convertirá en un chiste de mal gusto y, seguramente, perderá más votos de los que gane.
Durante el proceso aparece también la infaltable “guerra sucia”, mediante la cual cada candidato, sin excepción, se dedica a decirle a la gente qué tan malo es el otro, pero sin proponer siquiera media idea. Ello se acompaña por la entrega masiva de camisetas, gorras y cornetas y la celebración de actos donde lo importante es prometer, prometer y prometer. ¿Qué se promete? Cualquier cosa, desde dinero para las madres solteras —como si el contribuyente fuera responsable de su condición— hasta la mejoría de la sociedad. Vaya, a algunos sólo les falta prometer el segundo advenimiento y una nueva aparición guadalupana en el municipio en que se desarrolla el magno acto. Sin embargo, lo que nadie toma en cuenta es que todo lo que un sujeto en concreto promete como acto excepcional no es sino aquello a lo que está obligado —salvo las limosnas cachavotos disfrazadas de “programas sociales”—, y que cualquier erogación que se efectúe —dinero para viejitos, madres solteras, niños holgazanes, chavos holgazanes, desempleados por mala suerte o por manifiesta estupidez— saldrá del bolsillo del contribuyente y es, en pocas palabras, la clásica caravana con sombrero ajeno.
Aún recuerdo, como mero ejemplo, la promesa hecha por el niño del copete a sus eventuales votantes en el ya lejano 2005: “pondremos una toma de agua para cada familia mexiquense”. No sé si tal disparate esté registrado en el número atroz de “promesas de campaña” consignadas ante notario público, pero mucho me alegraría que se encontrara dentro de ellas y que, llegado el momento, alguien le dijera que no la ha cumplido. ¿Por qué estoy seguro de ello? Porque es simplemente imposible: existen comunidades ubicadas en sitios tan apartados de cualquier servicio público que llevarles el agua entubada significaría un esfuerzo sobrehumano, un gasto impensable y, por supuesto, requeriría del empleo de la tecnología en dosis mayores a las que efectivamente se tienen y la aplicación de gente y materiales que se utilizan para otras cosas como, por ejemplo, crear puentes y más puentes que verán rebasada su capacidad al mes de haber sido inaugurados —como los famosos “pisos” de conocido loquito—.
Y sin embargo, parafraseando a Galileo, se promete. Y no se cumple. Y, al parecer, no pasa nada, porque la gente se ha acostumbrado ya a que le prometan, a que le vendan sueños guajiros que regocijadamente compra campaña tras campaña y que, aun sin reportarle nada, le hacen ir a las manifestaciones de apoyo a Fulano o a Zutano. No obstante, creo que aquí la única promesa que vale se cifra en el consabido “si vas, te doy una torta de jamón albanene y un frutsi caliente”.
El cinismo, o el cretinismo, o la irracionalidad de los tipejos metidos a políticos, o una explosiva mezcla de todo ello, no parece tener límites. Un breve vistazo a lo ocurrido en las campañas de este año permite ver lo anterior en toda su magnitud: candidatos gritando por las calles a altas horas de la noche en mítines desorganizados; caravanas de motociclistas circulando por el zócalo de una capital estatal en apoyo a un partido político, sin fijarse si atropellaban a algún viandante; golpeadores y pistoleros contratados por un gobernador para solicitar amablemente el voto en pueblos serranos; llamadas telefónicas a toda hora del día para exponer las mismas promesas de siempre; entrega abierta de dinero para asegurar el triunfo de tal o cual sujeto. Como telón de fondo, los infaltables anuncios pegados en camiones y camionetas, paradas de autobús, anuncios espectaculares, postes telefónicos, sufridos árboles, o pintados en bardas de tres metros de alto por diez de largo.
A pesar de lo que sea, la elección de ayer mostró que la gente vota guiada por razones muy particulares, en las que poco o nada influye la parafernalia desatada durante los meses previos a la contienda. Así, por ejemplo, en un estado, la gente votó por el hermano de un mártir —es ironía, por supuesto— sin saber si es o no el adecuado para gobernar —sospecho que será un mero títere de los jerarcas de su partido, aunque no me consta—, simplemente porque se apoyó en la figura del muerto con singular tenacidad; en otro, la gente de los pueblos acudió a votar porque el gobernador envió a sus amables “promotores del voto” con un mensaje claro: o gana mi partido, o comienzan las palizas; en otro, la gente de un partido se cambió a otro y ganó, entre otras razones, porque otro individuo compró votos a diestra y siniestra; en otros más, la gente votó por determinados candidatos simplemente porque era los únicos visibles, dado que los otros habían sido borrados de los medios, habían sido amenazados o habían sido invitados a no acudir a tales o cuales comunidades; en otros, finalmente, la gente votó, no por el mejor —cosa por demás dudosa—, sino porque estaba harta de lo que tenía hasta el momento.
A la vista de lo comentado, reitero mi pregunta: ¿para qué se montan campañas políticas? Si, al final, el despliegue realizado afecta en poco la decisión del votante —y, además, no logrará que vote el que no tiene por costumbre hacerlo, visto el elevado nivel de abstencionismo habido— y todo se concreta a decir una sarta de barbaridades, ¿para qué gastar tal cantidad de recursos? No contentos con lo anterior, los candidatos triunfadores —sobre todo tratándose de diputados— olvidarán al votante una vez que asuman sus cargos y, dando al concepto de “representación popular” el giro más torcido posible, decidirán actuar según les venga en gana o, más comúnmente, según les den línea en sus respectivos partidos, lo que puede estar de acuerdo, o no, con el sentir de quienes, en primera instancia, les hicieron llegar a los puestos de decisión.
Así entonces, ¿para qué votar? Las condiciones existentes dan a todo el procedimiento un giro absurdo, dado que todo resulta como contratar un criado —que tal es el papel que deberían desempeñar los políticos— que, al llegar a la casa, decidirá por sí mismo —sin importar lo que yo le pida— si limpia o si no limpia, si hace de comer o si me da de palos, si aspira la alfombra o si vende los muebles, si saca a pasear al perro o si me lo sirve en estofado. Si a ello se suma que, por vía de las mentadas “alianzas”, “coaliciones”, “ligas de justicia” y demás tonterías, los partidos de signo opuesto se unen para combatir contra el enemigo mafioso —pero no siempre se unen, porque en ocasiones aparecen como amigos y en otras como enemigos—, ¿cómo puedo razonar mi voto? ¿Cómo votar por alguien que es azul pero a quien apoyan también los amarillos, los rojos y los naranjas? ¿Qué programa de gobierno instrumentará?
Definitivamente, a partir de lo examinado, de cara al 2012 me asalta una duda enorme, aunque nada original: ¿votar o no votar? Lo único que tengo claro hasta este momento es que, si no aparece un candidato que cumpla con mis expectativas —lo que no es pedir demasiado, si regresamos al ejemplo del criado—, es posible que convierta a Cepillín en mi candidato particular para presidente, jefe de gobierno, jefe delegacional, diputado local, diputado federal y senador, sin importarme que la ley lo prohíba y sin importarme tampoco que no viva en mi distrito electoral. Para los tipejos que he debido aguantar, asumidos como "autoridades o representantes locales", me queda claro que El payasito de la tele puede hacer, sin duda, un mejor papel.