10.11.10

Las nuevas protestas: más de lo mismo.

Como oportunamente reseñé en una entrada previa de este blog, a últimas fechas han proliferado en la Universidad Nacional diversos grupos de estudiantes que, por razones no del todo claras —o tal vez sí, todo depende de cómo se observen—, han decidido montar protestas más ruidosas que efectivas —y, ante todo, poco concurridas— para exigir que la Máxima Casa de Estudios les otorgue un sinfín de concesiones por el simple hecho de ser estudiantes. Los sujetos en cuestión han retado a la autoridad —que, vale decirlo, no ha sabido estar a la altura de las circunstancias—, han motejado de todo a quienes nos oponemos a sus insensateces, no han dudado en aliarse con grupos y personas ajenos al ámbito universitario —por ejemplo, los individuos que mantienen secuestrado el auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras, en el remoto caso de que unos y otros no sean los mismos—, han empleado algunos espacios universitarios para fines distintos a los que les son propios —¿les dice algo el término actividades académicas?— e incluso han tenido el tupé de amenazar —típico— con cerrar las instalaciones de la facultad si no se presta atento oído a sus exigencias —que no peticiones—. Si bien es claro que las protestas no progresan, sus manifestaciones permiten a los abanderados de las nobles causas que a continuación se anotarán mantenerse ahí, a la vista, como un ente molesto que, diciéndose portavoz de los alumnos, en realidad sirve intereses que poco tienen que ver con éstos.

Para entrar en materia, basta recordar que, en la última entrega de la tragicomedia que sirve de fondo a este texto, los alumnos —porque cierto es que algunos lo son; otros dicen serlo, aunque no tienen ni una neurona funcionando en el plano que debería de hacerlo, y otros son las clásicas rémoras que subsisten por ahí en calidad de fósiles— exigían que se subsidiaran los comedores universitarios y los servicios de fotocopiado, se eliminaran los cobros de la División de Educación Continua y que además se renovaran los acervos de las bibliotecas. Pues bien, desde ese momento hasta la fecha han transcurrido ya dos meses y, como era de esperarse, las amables peticiones de la comunidad gritante han crecido. Transcribo a continuación —a la letra— el nuevo pliego auspiciado por el segmento inconforme de la comunidad:

1. Cafeterías subsidiadas administradas por los trabajadores de la Universidad para reducir los costos de los alimentos.
2. Subsidio en fotocopias por representar un gasto importante para los estudiantes.
3. Mejora del acervo del sistema de bibliotecas de la Universidad
4. Eliminación de cobros injustificados.
5. Aumento a los estímulos y becas para los alumnos de escasos recursos.
6. Facilitar el acceso a la cultura y el deporte: reducción de los costos de estas actividades.
7. Revisar e impulsar reformas a los planes y programas de estudio: por una educación científica, crítica y humanista.
8. Aumento al presupuesto a la educación pública del 8% del PIB, para que la educación sea realmente un derecho y no un privilegio en tiempos de crisis; por la intervención democrática de los estudiantes en el manejo de los recursos.

Como puede verse, las exigencias constituyen el clásico licuado de granola donde todo cabe y donde, al final de cuentas, no se tiene una idea clara de qué es lo que pide quién, por qué lo pide ni por qué lo pide a quien se lo pide. Dejaré de lado los primeros tres puntos —salvo en lo que toca a la nueva variable incluida en ellos— por haber sido ya tratados en la entrada a que he hecho referencia al comenzar este texto y me concentraré en lo demás, justo en el orden en que aparece.

Lo primero que salta a la vista es la inclusión de la base trabajadora en un conjunto de peticiones formuladas por la comunidad estudiantil. ¿De verdad la inserción de los sindicalistas constituiría el factor determinante para que bajaran los precios de los alimentos? En lo personal, lo dudo mucho y, de hecho, no se ve cómo podría ello operar, a menos que se decida entrarle al clásico juego de "yo estiro la mano y tú, instancia oficial, me das", con lo que la comida podría valer incluso un centavo, mientras que su costo real es absorbido por el presupuesto universitario. Como idea para salvar de la inanición al estudiante famélico —siempre y cuando fuera sólo éste el que hiciera uso de los comedores, lo que no resulta probable— no suena mal, pero ¿por qué justamente deben ser los sindicalistas quienes tomen el control de los establecimientos de comida y no cualquier otra persona? Huele mal, muy mal, y no me refiero a los platillos que se sirven en tales sitios. Sabido es que, desde el ilegal paro —que no huelga— de 1999-2000, el STUNAM ha apoyado a los grupos radicales que tienen distintas madrigueras en la universidad por... vaya, quién sabe por qué lo haga, pero lo cierto es que lo hace. ¿Qué traman ahora unos y otros? ¿No es en extremo raro que, justo después de la protesta lanzada por los sindicalistas para que les fuera ampliado el número de plazas en las bibliotecas, aparezca esto en escena? Además, si se piensa que, de hecho, en algún momento la protesta estudiantil pidió que se mejorara el servicio de préstamo de libros mediante la contratación de más personal de base, y que los servicios de fotocopiado —que sí son espantosos— fueran ocupados por este mismo como primer paso para proceder a su subsidio, el contubernio es claro. Tan claro como extraño, porque no se entiende cómo un grupo de sujetos que dicen estar comprometidos con los estudiantes, con la justicia y con la equidad, se aviene a hacerle el juego a un tipo de la calaña de Agustín Rodríguez y mafias péjicas que lo acompañan. A menos, claro, que todo sea parte del golpeteo contra la autoridad o, como bien dijo un secuestrador del auditorio en un mensaje dejado por ahí, "porque hay que molestar". Valiente significado dan estos tíos a la protesta, sí señor.

El siguiente punto del pliego es verdaderamente risible: "eliminación de los cobros injustificados". ¿Y qué pasa si todos los cobros se justifican? Aún más, ¿qué sucedería si se instrumentaran nuevos cobros y limpiamente se justificaran? Seré curioso: ¿a qué llaman estos sujetos un cobro injustificado? Sé que la respuesta se anclará en el artículo 3° de la Constitución, en la famosa gratuidad de la educación pública y en el nefando deseo —que muestra la inconfesable colusión entre el Estado, el gran capital y la universidad— de excluir a las clases populares de la educación superior mediante la aplicación de cobros excesivos. Sin embargo, como se demostró hace diez años, tal gratuidad se limita a la educación básica; además, el pago de impuestos —que muchos esgrimen como el argumento, aunque no paguen ni un céntimo de impuestos que no sean al consumo por la sencilla razón de que no trabajan— tampoco es óbice para eliminar cualquier tipo de cuota, en el entendido de que los servicios a que se destina la recaudación fiscal son innumerables y, si se apelara al axioma de los que protestan, bien podría preguntárseles entonces de qué servicios quieren disponer y de cuáles no, porque sus raquíticos impuestos no pueden, por obvias razones, alcanzar para todo. Así, reitero la pregunta: ¿qué cobro es justificado y qué otro no? Mejor aún, ¿por qué se justifica el pago de veinte centavos de cuota —lo cual es ridículo— cada semestre y no el pago de lo que cuesta un título profesional? Como muchos de estos tíos no habrán de llegar a tal instancia, poco les importa; como otros son el clásico niño bien disfrazado de revolucionario —el típico revolucionario de Levi's—, tampoco les resulta un incoveniente mayor. El otro, el que no tiene y quiere estudiar —y luego trabajar—, ve qué es lo que hace y paga su título —y aquí podría citar un sinnúmero de ejemplos de primera mano— porque le interesa ejercer aquello para lo que estudió, no andar con protestas que sólo le quitarán tiempo para dedicarse a algo productivo.

Relacionado con el punto anterior —a decir verdad, con todo este merengue— se encuentra el siguiente: aumento de estímulos y becas para alumnos de bajos ingresos. Aquí, mi única pregunta —que puede aplicarse al conjunto de lo que contiene el mentado pliego, y a la que regresaré al final de este escrito— es: ¿a cambio de qué? Cierto es que las becas universitarias se entregan a muchos sujetos que no las necesitan —he conocido casos de niños bien, con coche y chofer a la puerta, que sin el menor pudor han solicitado becas y, lo que es peor, las han obtenido—; cierto es que hay otras mal dirigidas —las becas a los indígenas, que permiten a un holgazán conocido mantener sus múltiples vicios sin exigirle que, por lo menos, entre a clases y apruebe sus materias—; pero también es cierto que un privilegio, como lo es toda beca, debe tener forzosamente una compensación... algo a lo que la protesta no hace ni siquiera alusión.

Las exigencias marcadas con los números 6 y 7 son una muestra de lo que comentaba al principio del texto: ¿quién protesta por qué cosas, en qué canales y con qué fines? No tengo la menor idea de ello. Revisar los planes y los programas de estudio no tiene mucho sentido si el alumno no se compromete a dedicarse de lleno al estudio, cosa que no hacen quienes se manifiestan a favor de todo lo aquí indicado porque, como cualquiera lo sabe, o se estudia, se lee y se hacen las tareas indicadas en las aulas, o se asiste a marchas, protestas, mítines, juntas preparatorias y asambleas. Durante la última protesta —montada a la misma puerta de la dirección por no más de treinta fulanos entre alumnos, trabajadores y espontáneos— observé, nuevamente, a esa adalid de las causas desesperadas, a la mujer que es paladín de toda protesta universitaria, a quien es la primera en tomar un micrófono y gritar consignas con estentórea voz. Sí, a esa alumna yo vi ahí... lo que siempre me causará algo más que gracia dado que en clase pocas veces se le ve y, cuando decide acudir, no atina a hilar sus pensamientos de un modo distinto al que lo hace cuando grita revolucionarios lemas en los pasillos, por no decir que, en lo tocante a su expresión escrita, está tan perdida como cualquier párvulo encomendado a la misericordiosa mano del sindicato magisterial. A ella la vi y a otros que relaciono, habitualmente, con tambores, altavoces, gritos destemplados y olores no del todo legales, pero no con salones de clases ni con cosas parecidas. ¿Ellos piden una reforma a los planes de estudio? ¿Puede saberse para qué? Además, si los planes se reforman y los alumnos se ponen a estudiar, ¿qué tiempo se van a dar para practicar un deporte? ¿O qué deporte practicarán? ¿Sugieren que se subsidien los cien litros libres sin espuma, el salto de barra libre, el lanzamiento de jaibolina y los juegos de mesa de cantina? Sólo así me lo explico.

El último punto es importante: hay que incrementar el presupuesto educativo al 8% del PIB para bla, bla, bla. ¿Por qué no piden eso a algún diputado o senador que les sea afín, digamos Chayito Ibarra, Pepito Narro o Lalito Fernández Noroña? Incluso, si tal es la propuesta del mismo rector —con la que ya ha cansado a quienquiera que lo ha escuchado—, ¿para qué formularla en los pasillos de una facultad, donde evidentemente no se discute ni se asigna el presupuesto federal? No lo comprendo, como no sea un elemento retórico más —de la retórica seria, se entiende, no de la que se enuncia como chacota— para convencer a quien los oiga de que ellos, ciertamente, están comprometidos con la educación. Sin embargo, me queda una duda: un alumno que, repito, no entra a clases, y que con ello defrauda al pueblo que, con sus impuestos, le paga la escuela, ¿para qué quiere que se otorgue más presupuesto a la educación? Lo mismo me pregunto con el resto de sus peticiones: ¿quieren becas, subsidios en la comida y en las fotocopias? ¿Para qué? ¿Para tener más dinero que gastar en cualquier cosa?  ¿Y por qué la necedad de intervenir en el manejo de los dineros? ¿Para garantizar que los mismos lleguen adonde deben llegar, o para no quedarse sin la habitual tajada del pastel? Además, si exigen una participación democrática en el manejo de los recursos, ¿no sería congruente que ellos mismos permitieran la participación democrática de toda la comunidad —no sólo la que les es afín— en unas asambleas cada vez más monolíticas, unívocas y dictatoriales?

Como ya han dicho varios contertulios de quien estas líneas escribe, una protesta como la actual resulta increíble por varios factores. La primera, que no parece algo completamente hecho por estudiantes, sino que deja ver que hay muchas manos metidas en el juego. La segunda, la más importante acaso, que tiene más tinte de berrinche infantil que de exigencia seria. Una cosa distinta sería si la protesta se encaminara a lograr un compromiso mutuo, si no todo se redujera al "dame, dame, dame", sino que expresara algo como "que la autoridad dé X y nosotros daremos Z", por ejemplo, buenas calificaciones, permanencias limitadas, acatamiento a la legislación universitaria y, en general, un desempeño que indique que el sujeto es un universitario en toda la extensión de la palabra. No obstante, nada de ello se adivina en el discurso de los gritantes: todo es exigir lo que llaman sus derechos sin ofrecer nada como retribución. ¿Sabrán acaso que los únicos derechos de cualquier estudiante universitario consisten en ser tratado con respeto, recibir sus clases, obtener las calificaciones a que se haga acreedor merced a su trabajo, y recibir un título o un grado cuando haya cumplido con los requisitos para ello? ¿Sabrán también que todos estos derechos tienen una contraparte que se llama obligaciones, y que son nada menos que tratar con respeto al otro, cumplir con el reglamento del lugar en que se encuentran, asistir a clases y comportarse como indicaría la palabra estudiante? Al parecer, no, no lo saben, y creen que su derecho es exigir las condiciones necesarias —y aun las superfluas— para realizar una tarea que, a todas luces, no realizan. Vaya desfachatez.

4 comentarios:

Araceli LG dijo...

Felicidades por el extraordinario análisis realizado a los parásitos y sanguijuelas que, como bien señalas, habitan en nuestra adorada Universidad. Esos que sólo piden y nada ofrecen y nada hacen ni por desarrollarse profesionalmente ni por poner en alto su suertuda estancia en la máxima casa de estudios del país. Entonces si no estudian...qué hacen ahí? Me parece que ya es tiempo de que la Universidad les ponga un alto porque desgraciadamente por ellos muchos de los egresados no tienen un empleo por suponer que todos somos revoltosos. Afortunadamente, muchos si hemos hecho todo lo posible por dejar muy claro que un egresado de la UNAM es un profesionista y bien!!!, que demuestra día con día que las neuronas si funcionan y que lo que nos ha dado la respectiva Facultad es incalculable y nada comparable con egresados de otras Universidades.
Un abrazo!!!

Daniel Leyva dijo...

Si tomamos como punto de referencia la okupación únicamente, yo me pregunto: en 10 años, ¿cuántos cuadros revolucionarios profesionales podrían haber producido ya el "movimiento"? ¿Cuántos de sus licenciados, maestros y doctores no estarían en este momento okupando puestos claves en el "sistema", ahorrándoles el trabajo de desgañitarse en los pasillos exigiendo tontería y media?
Una de dos: o la cosa cambia mucho cuando uno sale de la carrera y se ve en la penosa necesidad de ponerse a trabajar o, de plano, están tan mal nutridos que su capacidad de aprovechamiento se encuentra diez puntos por debajo de la linea basal.
Y gracias por el análisis. Que yo sepa, no queda nada más que añadir en cuanto a los pliegos y pliegos de pliegos petitorios.

Alfredo R. I. dijo...

Gracias por sus comentarios. El hecho es que, a lo que parece, también es un derecho del pseudo "estudiante" eternizarse en esa condición, o perdurar en ella hasta que le dé su real gana —porque, como son "anarcos", las leyes y los reglamentos les vienen muy guangos, los ritmos de aprendizaje normal no se hicieron para ellos y la vida hay que tomarla sin las prisas que impone el capitalismo salvaje—. Lo peor no es eso —junto con la mala fama que le crean a nuestra Casa de Estudios—, sino que la autoridad los mima, los apapacha y no hace nada al respecto. La última vez que se intentó poner un "hasta aquí" a los fósiles y a los parásitos fue en 1999 y estos mismos —junto con los revoltosos de siempre—, amparados en una serie de argumentos mañosos, se las arreglaron para dejarnos sin clases durante diez meses... porque la tibieza de la autoridad se los permitió, simplemente.

Anónimo dijo...

Te rifas Gran Alfredo.