11.11.10

Los números duros, puros y seguros.

Se ha atrubuido al célebre Arquímedes de Siracusa —una de las mentes más despiertas de la Antigüedad Clásica—, a propósito de las posibilidades prácticas de la palanca, la conocida frase "dadme un punto de apoyo y moveré al mundo". Cierto es que, con respecto al tema de referencia, el apotegma indicado es completamente cierto; no obstante, hoy en día podríamos tranquilamente transformarlo en "dadme una cifra, un número o un porcentaje y moveré a las masas" y diríamos también una gran verdad.

En plena posmodernidad, es decir, en pleno mundo en el que lo absoluto ha quedado relegado al terreno de la fe —y a la conciencia dogmatizada de algunos cuantos— y todo termina por ser relativo, dado que el desciframiento del entorno depende del enfoque particular de locutores y espectadores, resulta por completo increíble el modo en que las cifras gobiernan la realidad y, más aún, se las arreglan —no ellas, sino quienes las esgrimen— para modificar conductas, impulsar leyes, sumir en la preocupación a miles y servir como asidero a otros miles, que ven en la realidad pintada por los números la única fuente posible de entendimiento objetivo a la que puede echarse mano.

Hace unos cuantos días apareció, en la prestigiada revista científica inglesa The Lancet, un artículo donde se plantea la nueva calificación que debe regir a las drogas —legales e ilegales— de acuerdo con los niveles de peligrosidad que representan para el consumidor. De acuerdo con tres criterios fundamentales —médico, legal y social—, el estudio asigna una serie de calificaciones a las veinte sustancias adictivas más populares y concluye que el alcohol —calificado con 72 puntos sobre un total de 100— es la droga más peligrosa que existe, más que la heroína —a la que aventaja por diecisiete puntos— y que cualquier otra droga existente. Por su parte, el tabaco, sexto en la lista con una calificación de 26, es más peligroso que, por ejemplo, las anfetaminas —23—, la marihuana —20—, la metadona —14—, los esteroides anabólicos —10—, el éxtasis —9— y el LSD —7—.

Si todo el estudio se basara en, simplemente, examinar qué hace una droga, cómo deteriora al consumidor y de qué manera lo conduce lentamente a la muerte, tal vez podría tomarse como algo serio. Y digo tal vez porque hasta al más incauto no se le escapa que los perjuicios inherentes al consumo de las sustancias residen, no sólo en qué es lo que se mete el sujeto, sino que también se relacionan con la cantidad en que ello se ingiere. Si a lo anterior se añade que el estudio, para asignar sus calificaciones, dice tomar en cuenta aspectos como el costo económico asociado al consumo, los daños al medio ambiente que éste genera, la pérdida de relaciones, las posibilidades de cometer crímenes —no se dice si bajo la influencia de las drogas o en medio del ansia por conseguirlas— por parte del adicto y las advertencias hechas por la familia con respecto a su hábito, resulta entonces que todo es una tomadura de pelo fenomenal, dado que los elementos aquí indicados se encuentran en el terreno del uso personal y, hasta donde se sabe, la metodología empleada para clasificar a las drogas no recurrió a ningún tipo de encuesta entre los adictos. Sin embargo, los números hacen su trabajo, las drogas se han clasificado y se espera que, en el corto plazo, las autoridades competentes tomen cartas en el asunto para poner coto a los peligros mencionados.

Aunque ejemplos como el anterior sobran en este mundo gobernado por las cifras, tomaré un caso de suma notoriedad —y muy conocido— ocurrido en 2006 y protagonizado, adivinaron ustedes, por el Peje: durante meses —desde 2005, para ser exactos—, el sujeto en cuestión no perdió oportunidad para anunciar con bombo y platillo que llevaba —con base en una serie desconocida de encuestas— una ventaja de diez puntos en la intención del voto con rumbo a las elecciones presidenciales, sin importar que no tuviera, por momentos, contrincantes reales —dado que todos los institutos políticos se movían en los terrenos de las precandidaturas, las suposiciones y el tapadismo— ni que nadie supiera, a ciencia cierta, de dónde obtenía sus cifras. La cantaleta de los diez puntos se mantuvo hasta el día de la elección, a pesar de que era obvio para cualquera que el tipo había perdido muchísima ventaja, en principio porque los demás partidos habían terminado por designar a quienes defenderían sus respecivos colores en la contienda; más tarde, por no haber asistido al primer debate entre candidatos, y finalmente por su titubeante actuación en el segundo encuentro de abanderados partidistas. Ello no le importó: tenía diez puntos y por diez puntos iba a triunfar. La misma noche de la votación anunció que, aunque daría por bueno cualquier resultado, él sabía que tenía medio millón de votos de ventaja y, por tanto, exigía al IFE le reconociera esa misma delantera.

Para los fines de este análisis, no importa mucho si existían o no los 500,000 votos proclamados por López la noche del 2 de julio de 2006; lo interesante es que, al mencionar una cifra concreta —votos más, votos menos—, daba un asidero a la realidad, materializaba algo que no podía ser sino una quimera, una suposición o incluso una aspiración —para él mismo y sus seguidores— y le permitía proclamarse ganador. ¿De dónde obtuvo la cifra mágica que expresó en concurrido mitin celebrado en el Zócalo de la Ciudad de México? Ni idea. Lo idóneo, lo que le daría visos enormes de verdad a su enunciación, habría sido el hecho de contar con una copia de todas las actas de votación generadas a lo largo y ancho del territorio nacional, a partir de lo cual decir "tengo tal ventaja" no sería sino un hecho claro, probado, comprobado y comprobable. Empero, lo más seguro es que el tío —y sus asesores— haya decidido hacer un muestreo rápido y, extrapolando las cifras obtenidas, decidiera efectuar su anuncio. Las consecuencias de tal maniobra son del dominio público —inestabilidad, polarización de la sociedad, golpes bajos, irrupciones en los medios y una campaña política que dura ya cuatro años— y no se necesita entrar en detalles para conocer el alcance de los mentados números en la construcción social de la realidad —punto que, por cierto, escapa a Berger y Luckmann en su brillante análisis—.

En fechas recientes, Transparencia Internacional dio a conocer su estudio sobre la corrupción existente en el mundo. La investigación, denominada "Índice de Percepción de la Corrupción", asigna a los países una calificación determinada a través de una metodología que combina la encuesta, el informe de los especialistas y la visión de algunos sujetos en lo referido a la mayor o menor existencia de prácticas de corrupción en un determinado sitio. Una vez que los datos son estandarizados, se forma la tabla y ya está: éstos son los más corruptos, éstos los menos, éstos los de en medio.

¿Cuál es la deficiencia del estudio de Transparencia Internacional? Para comenzar, el nombre del mismo: "Índice de Percepción de la Corrupción". ¿Quién percibe la corrupción, y cómo es que la percibe? La omisión en las funciones de un sujeto o una institución, ¿se incluye en los datos recabados? ¿Se integran a las consideraciones de Transparencia, no sólo el político de altos vuelos, sino quien le da dinero a un franelero para que le cuide el automóvil? El profesor que no califica a sus alumnos como debe, el vecino que se roba un pedazo de área común, el comerciante ambulante que se cuelga de los cables de la luz, ¿son tomados en cuenta? He ahí la mayor deficiencia del informe, a la que debe sumarse el hecho de que, como es notorio, toda práctica ilegal ocurre a la sombra, de la forma en que sea lo menos notoria posible, de modo tal que cuantificar la corrupción, los desvíos, los desfalcos y las omisiones sea un asunto más que espinoso dado que la posesión de cifras se convierte en un asunto fortuito y todo queda, nuevamente, en el terreno de la especulación que una metodología cándida intenta materializar y volver tangible para efectuar, eso sí, una denuncia contundente y, dicho sea de paso, loable. No obstante, todo ello me hace recordar aquella ocasión en la que un alumno llegó con un colega a presentarle su tema de tesis: él quería estudiar la piratería en el siglo XVII y preguntaba acerca de cómo debía proceder. El colega, muy en su papel, lo envió al archivo y le dijo que su trabajo sería relevante en la medida en que lograra cuantificar la piratería introducida en la Nueva España para así saber cómo había ésta actuado en los flujos reales de oferta y demanda de mercancías. ¿Cuantificar la ilegalidad? ¿Dónde están esos registros? ¿De qué manera es posible saber, en el siglo XVII o en el XXI, la cantidad de piratería que se produce, almacena y distribuye, el porcentaje de mercado que tiene asegurado, sus valores reales y el comportamiento del comprador frente a tales productos? Imposible: lo ilegal se mueve sin números; asignarle una cifra es más una cuestión de quimeras y adivinanzas que de establecer cantidades reales, objetivas, tangibles.

El último caso que me viene a la mente surgió hace apenas unos días y se relaciona, faltaba más, con la exigencia de algunos alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional con respecto al otorgamiento de subsidios varios a la comunidad estudiantil, sobre lo que he hablado ya bastante en un par de entradas previas. Lo interesante aquí es uno de los argumentos esgrimidos por una alumna proclive al popular acto de estirar la mano: la autoridad está obligada a subsidiar comedores y fotocopiadoras por el simple hecho de que el 77% de la población universitaria gana menos de seis salarios mínimos y, por lo tanto, no tiene ninguna posibilidad de acceder a comida, copias, diversiones ni materiales que aseguren su recto desempeño como estudiante, por no hablar de que no puede llevar una vida digna ni bla, bla, bla.

El salario mínimo vigente en el Distrito Federal asciende, en este noviembre de 2010, a $57.46; por tanto, seis salarios mínimos equivalen a $344.76 diarios, o a $10,342.80 al mes —contando treinta días por mes—. Así como se lee: diez mil pesos al mes. Obvio es que la cifra entra en el rubro de los ingresos medianamente buenos, con los que un sujeto puede hacer y deshacer sin preocupaciones de mayor especie; sin embargo, un ingreso menor, tal vez de una tercera parte del mismo —alrededor de $3,450— permite, a quien se administra bien, vivir, no con comodidades, pero también sin penurias. ¿Por qué entonces asumir que los seis salarios mínimos mencionados son la cantidad óptima de dinero que requiere un estudiante para no ser subsidiado? ¿De dónde sale la espectacular cifra? Se ignora. Podría pensarse que se buscó un número que, sin ser demasiado alto —después de todo, seis salarios no suenan a muchos salarios—, permitiera mostrar un porcentaje estrambótico de estudiantes sumidos en la pobreza y en la desesperación, aunque no se piensa que alguien que gane menos de los $10,342.80 mencionados no necesariamente es un pobre de solemnidad: ¿qué tan menos es eso menos que los estudiantes perciben? ¿Un peso menos? ¿Cien pesos menos? ¿Mil pesos menos, cinco mil, diez mil? No lo sé, pero he ahí el intríngulis de la cuestión: con decir que se gana menos se cumple con la exigencia de mencionar algo concreto; además, al asumir que un 77% de sujetos se encuentra en el decil inferior al designado como ideal, se presenta la realidad catastrófica y se apuntala una exigencia absurda.

Así es esto de las cifras. Decía Pedro el Mago Septién, al terminar un partido de beisbol, que sólo quedaba la frialdad de los números, es decir, el recuento desapasionado de los hits, las carreras y los errores que habían determinado el triunfo de un equipo y el fracaso de otro. En los casos aquí mencionados, los números son todo menos fríos: no son expresiones objetivas de la realidad, no son tampoco cuantificaciones inocentes ni expresiones abstractas. Los números, como todo, se enuncian con una intención, se extraen de la realidad, la transforman en algo que necesariamente sirve a un fin determinado —como en el caso de las encuestas donde, dependiendo de la respuesta que se quiera obtener y de la realidad que se busque retratar, se preguntan tales o cuales cosas de tales o cuales formas— y que construye discursos pretendidamente centrados en datos obtenidos objetivamente. Claro está, todo lo objetivamente que se pueda en un mundo que, por definición, es subjetivo.

5 comentarios:

Emiluz dijo...

Estimado profesor R. I. espero que al recibir el presente goce de cabal salud, que la que ahora gozo es buena a Dios gracias.
Me es grato leer sus comentarios, preferiria entender que trato de leer entre lineas lo expuesto por los compañeros universitarios, no buscan un subsidio , ni tratan de fundamentarlo con cifras, ellos al parecer, y desde mi perspectiva quieren cambiar las "formas sociales de alimentación" en la universidad espero la propuesta incluya a profesores, alumnos, trabajadores y administrativos, para que todos juntos podamos comer en la misma mesa una deliciosa comida, Espero tambien propongan eliminar los productos chatarra, al parecer los universitarios no estan tan grandecitos y necesitan que se les diga que comer. lamento los últomos comentarios fascistas, lo que pasa es que en mi cabeza se hace un nudi y preferiria un fascismo militar a una democracia estupida. por lo demas tiene razon en lo de las cifras, salvo que el ingreso es familiar, ya lo cheque. es correcto y lo sacaros de las encustas fallidas del inegi. Chao chai.
Buena suerte hasta pronto, espero vuelva a dar con su página.

Alfredo R. I. dijo...

Gracias por el comentario, Emiluz. No creo que los compañeros quieran una modificación a las formas sociales de alimentación, ni mucho menos. Quieren, por una parte, que los costos de "estar" en la universidad se reduzcan para ellos disponer mejor de su dinero, así nada más. Por la otra, quieren dinero contante y sonante —becas y estímulos—. Si todo ello se dirigiera al ámbito educativo —que incluye comidas, libros, copias y transporte—, podría pasar. Desgraciadamente, sabemos que no, que también dedican parte de su dinero a sus vicios... y ahí es donde todo termina por ser un despropósito, porque ¿cómo es que no tienen para copias pero sí para cerveza? Obvio es que, cuando se les dice algo al respecto, dicen que eso no tiene nada que ver, o que compran porque se desloman trabajando. ¿Entonces? ¿Por qué pueden destinar dinero a eso y no a otras cosas? ¿Son o no son? Con eso creo que también dejamos, como asunto cerrado, la modificación a las formas sociales de alimentación. La gente del auditorio pensó que vender comida vegetariana sería un gran paso en lo tocante a ese mismo punto... hasta el momento en que decidieron comenzar a vender perros calientes y todo se reveló como un simple negocio.

En lo que toca al carácter incluyente, o no, de sus propuestas, tampoco: en fechas recientes, lo que comento en este blog —y que hago en ejercicio de mi pleno derecho a la libre expresión— ha generado algunos comentarios incendiarios de aquel lado. Sobre todo, se me acusa de no ser crítico ni analítico. ¿No lo soy? Supongo que sí pero, como no critico lo que ellos critican, ni analizo las cosas desde el tamiz que a ellos les parece adecuado, entonces se me acusa y listo. Así es esto de las luchas universitarias: eres libre de incluirte —y de que te aceptemos— si piensas como nosotros; es decir, se es tan plural como lo permita el pensamiento unívoco. No por nada se han organizado en asambleas, cuyo resultado es un dictamen único y donde se avasalla con gritos y sombrerazos multitudinarios al que disiente.

Por último, te agradezco la precisión en lo que toca a los seis salarios mínimos, aunque el problema de fondo sigue siendo el mismo: aunque el ingreso sea familiar, ¿qué determina que la gente necesite eso para vivir bien? ¿De qué tamaño es la familia de que se habla? Hay familias de tres o cuatro personas —te lo digo por experiencia— que viven con menos que eso, con mucho menos que eso, y no se mueren de hambre. ¿Por qué los seis salarios es un número definitivo? En lo personal, me parece exagerado.

Por último, una sola cuestión, para cerrar con lo que empezamos: de entrada, yo no me opongo a que al alumno se le dé algo... siempre y cuando el alumno dé también algo de su parte. Como lo he dicho en varias ocasiones, los tíos que están metidos en esto —algunos de ellos, de otros no me consta— viven a caballo de las materias reprobadas, no saben leer ni escribir. ¿Esos alumnos piden dinero? Como dirían en Sudamérica, ¿así como por qué?

Saludos para ti.

César Miranda Rivera dijo...

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Desde que vi el título de esta entrada llamó mi atención, ya que, como sabes de antemano, no comparto tu postura posmoderna de que “todo termina por ser relativo”. En definitiva, yo esperaba que la entrada se enfocara más hacia aspectos teóricos y no tanto a un listado de ejemplos que, desde mi perspectiva, se prestan, en exceso, para exponer tu interpretación de los números “puros, duros, y seguros”.

En el primer ejemplo, el de la clasificación de las drogas, me parece que tienes toda la razón en cuanto al manejo de las cifras y su imposibilidad para representar concretamente una “realidad” sobre las drogas. Sin embargo, desde el principio, el ejercicio “científico” de la revista se cae, principalmente, por no contemplar la situación de cada país, es decir, esta clasificación debe interpretarse como una generalidad para todos los países o sólo para uno. Desde luego, en la entrada adelantas los vacios que tiene su metodología, aunque, nunca hay que olvidar que estamos (o estas) analizando una revista de divulgación, por lo tanto, más allá del prestigio o desprestigio de ésta, se presta el espacio para colocar investigaciones, tan cándidas, como ésta.

El segundo ejemplo podría funcionar casi con cualquier político. Me explico. También, en ese mítico año 2006, Felipe Calderón manejaba encuestas en donde se mencionaba que ya iba ganándole a López Obrador; incluso sería interesante subrayar que el mismo Calderón validó las encuestas de AMLO al mencionar su frase “caballo que alcanza gana”. En general, todas las encuestas, antes o después de que el PRI y el PAN tuvieran candidatos, le daban la ventaja a Obrador. Pero, regresando al punto, todos los políticos, por lo menos en México, manejan encuestas y números a su antojo; o me vas a decir que los panistas no han caído en estas argucias de la política. Por lo tanto, es un ejemplo bastante obvio de usos de números y cifras. (Una precisión: concuerdo que después de la elección si se uso el argumento de los “10 puntos de ventaja”, pero, nunca hay que olvidar, que la bandera del movimiento siempre fue el recuento de votos [que tu partido nunca aceptó]).

César Miranda Rivera dijo...

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El tercer ejemplo es similar al primero, o sea, pobreza metodológica, elementos en exceso subjetivos (“percepción”), estadísticas de instituciones de dudosa reputación (Banco Mundial), etc. Este ejemplo me recordó la lista que hace la FIFA sobre el “mejor” club y la “mejor” selección de futbol. Es lo mismo, nadie sabe cómo llegan a esos resultados, a veces tan absurdos; por ejemplo, la selección mexicana ha estado dentro de los primeros diez lugares, sin haber sido campeón del mundo. Sigo pensando que estas clasificaciones son datos que siempre deben analizarse de acuerdo a sus posibilidades; también, hay que resaltar que el ejercicio importante aquí es la comparación, es decir, si “Transparencia internacional” hace su “Índice de Percepción de la Corrupción” y tu tema de investigación es la corrupción, necesariamente tienes que analizar estudios similares y comparar resultados para llegar a una conclusión; no creo que deba descartarse la información por más “loca” que este la metodología o más relativo creas que es el mundo.

Del último ejemplo, el de los subsidios, creo que tanto tú como ellos caen en especulaciones. Me explico. Ellos afirman que una persona con ingresos de 6 salarios mínimos necesita, forzosamente, ser apoyado por la Universidad Nacional. Aquí ya estamos en terrenos abstractos, pues, se construye en la imaginación un sujeto que tiene tantas carencias económicas que no puede darse el lujo de copias y una comida; pero, no aportan, según la visión que me brindas, un dato que pueda apoyar su demanda, es decir, no presentan encuestas, estadísticas, investigaciones, etc., que respalden sus dichos (se me ocurre consultar al Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, por ejemplo). Hasta aquí todo bien, tú señalaste, desde tu perspectiva, todo estos vacios en la argumentación, empero, más adelante en tu texto, tú también realizas sentencias que entran en el terreno de la especulación. Por ejemplo este fragmento: “obvio es que la cifra entra en el rubro de los ingresos medianamente buenos, con los que un sujeto [no sabemos quién] puede hacer y deshacer sin preocupaciones de mayor especie; sin embargo, un ingreso menor, tal vez de una tercera parte del mismo —alrededor de $3,450— permite, a quien se administra bien [otra vez, no sabemos quién], vivir, no con comodidades, pero también sin penurias.” En pocas palabras, los dos casos (el tuyo y el de ellos) recurren a sujetos abstractos que no encuentran conexión, desde mi punto de vista, con la realidad concreta y material que intentan exponer.

Para finalizar, quiero decir que, aunque tu análisis de las metodologías para llegar a estas cifras es correcto, no comparto la postura de rechazar esta información por razones de relatividad, sino, desde otra perspectiva, descartaría esta información por comparación, es decir, recabar información de datos, estadísticas, clasificaciones, listados, y otros, para después ir seleccionando aquellas que tengan un trabajo riguroso de investigación.

Alfredo R. I. dijo...

Tienes mucha razón en lo que indicas, aunque hay cosas que me gustaría precisar. Dejaré de lado aquello en lo que coincidimos, así sea parcialmente, y me concentraré en los cuestionamientos que le aplicas al texto. Primero, cierto que las estadísticas no pueden ser certeras, no pueden convertirse en un reflejo de la realidad bajo ninguna circunstancia... las emplee quien las emplee, conste en actas. Así, si el Peje manejó sus números, Acción Nacional también manejó los suyos, e incluso el PRI hizo malabares para presentar algunos que no le fueran tan desfavorables. Eso no tengo problema alguno en admitirlo, aunque me faltó explicitarlo en la entrada. Como dice mi amigo Alejandro, existen las pequeñas mentiras, las grandes mentiras y las estadísticas, que siempre dependen de qué se pregunta a quién.

Sobre la cuestión última, que me parece de mucho interés, me baso en datos de primera mano, en mi experiencia personal y en la de amigos y personas cercanas a mí. O sea que ese sujeto abstracto tiene cara, nombre y apellido; de otro modo, créeme que no me habría puesto a decir necedades. Sé de mucha gente que vive con eso, o con menos, y no anda solicitando limosnas. De ahí que la exigencia de los tipejos de la asamblea me parezca absurda porque se erigen con el monopolio de la pobreza y las enunciaciones de la necesidad, creyendo que no hay gente más pobre que ellos —aun cuando se sabe que varios de sus miembros no son pobres ni por asomo, como sería el caso del tipejo que comenzó a mover el asunto de las fotocopias— oenarbolando la bandera de "pobres de la facultad, uníos a nuestras voces", lo que resulta absurdo si se piensa que la experiencia de la pobreza, de la carencia y de la necesidad pasan por un tamiz obligatoriamente subjetivo.

Por último, creo que emplear datos sobre los temas que abordo en la entrada requiere, para empezar, que el estudio a realizar sea muy concreto. No se puede, en mi opinión, hablar de "los pobres", por ejemplo, ni de "las drogas" en general, so pena de caer en algún despropósito. Así, el problema de las encuestas, las estadísticas y, en general, de cualquier trabajo que se maneje a base de números es que tenderá a colocar a éstos como el asiento de la verdad, ignorando que detrás de ellos existen personas a las que resulta imposible homogeneizar. Una cosa es señalar tendencias —lo cual es posible— y otra decir que le verdad es así o asá porque hay cifras que respaldan tal o cual cosa.

Gracias por el comentario.