Basado en hechos reales... y actuales.
Imagine usted, amable lector, que un buen día decide participar en un congreso académico. Nada mal, ¿no es así? Ahora imagine que tal congreso se realizará fuera de su país natal. ¡Súper! Añada el hecho de que el evento tendrá lugar en la paradisiaca Cuba que, si bien mantiene a sus habitantes quietos a base de palo y palo —porque, de pan, nada—, salpimentados por una conveniente hambre que quita a la gente cualquier deseo de rebelarse, para el turista bien provisto de billetes verdes —¡ah, las alegrías del capitalismo!— puede resultar un sitio verdaderamente digno de verse.
Sigamos con el viaje de la imaginación. A través de los canales por todos conocidos —esto es, consecución de una visa impresa en cartón de la peor calidad, pago en moneda "real" de sus impuestos de entrada, compra forzada de un seguro médico para casos de emergencia— usted ingresa en Cuba y se dispone, con el ánimo en alto, a pasarla de lo lindo. El plan es sencillo: presentar la ponencia que ha escrito para el evento, charlar con los asistentes al congreso, visitar a unos cuantos sufridos amigos que, mediante el uso de técnicas dignas del mejor faquir, han sobrevivido a la dictadura, al bloqueo y a la propaganda de los hermanos Castro —los dictadores, que no los cantantes—, y recorrer las porciones más visitables de la Perla de las Antillas. ¿Sigue sonando bien?
El problema se aparece en el preciso momento de la llegada a la isla... o casi. Por azares del destino, la noche misma de su arribo al lugar usted cae y se rompe algo. Uf, vaya que duele. Como puede, se levanta, disca en el teléfono —porque los teléfonos aún son de disco allá, y antes diga que no le endilgaron un cuernófono o, como mejor opción, los tradicionales vasitos de unicel provistos de su correspondiente hilito— y espera a que acudan los servicios médicos.
Los hombres de blanco aparecen en escena y lo conducen al hospital. La fama que reviste a la medicina de la isla le hace a usted sentirse tranquilo: “etá uté en la mejore mano, chico”, dice el interno, y usted no tiene por qué dudarlo. Prontamente es trasladado a un hospital —con nombre de un famoso revolucionario ajeno totalmente al mundo de las reparaciones humanas, pero eso importa poco en este momento— y se le somete a una sesión intensiva de auscultaciones, radiografías, análisis y demás. ¿El diagnóstico? “Fractura de cadera, chico: uté tiene oteoporosi, pero ya lo arreglaremo, que para eso somo lo mejolcito de pol acá”. La sonrisa del médico le brinda confianza. Mucha confianza. “Mañana a la nueve lo operamo, chico”.
Durante algunas horas, sin que usted lo sepa —porque está anestesiado, faltaba más, que hasta las historias de terror tienen su lado humano—, los médicos cubanos le abren la parte externa de la pierna, cortan por acá, sacan por allá, quiebran por acullá, e insertan en su cuerpo un pedazo de metal debidamente moldeado que, con el paso del tiempo, se espera que se vuelva uno mismo con usted. O sea: le implantan una prótesis de cadera. Terminada la cirugía, lo envían a recuperación y, más tarde, a su habitación.
Hagamos un paréntesis para relatar lo que, en la serie de Batman —el Batman pazón, o sea, el Batman de Adam West—, anunciaba un locutor con voz engolada: “Mientras tanto, en la Baticueva”, sólo que aquí no se trata de ninguna Baticueva, sino de México. Así, mientras tanto, en México, sus familiares se han llevado un susto de los mil demonios al enterarse del percance, luego se han tranquilizado tras saber que se encuentra en manos “de lo mejolcito de pol acá”, y luego han comenzado a alarmarse de nuevo. ¿Qué es lo que motiva la alarma? Ah, una razón muy sencilla: los cubanos han llamado y exigen se liquide el costo de la operación.
—Que pague, chico.
—Pero, ¿por qué? ¿No hay acaso un seguro que lo cubre?
—Mmm… bueno, chico, pague luego, polque acá no e’ el capitalimo.
—Ni capitalismo ni socialismo de mameluco: no pago. Que pague el seguro.
Llamadas van, llamadas vienen. Los muy solidarios cubanos —ésos que le atendieron mientras usted se debatía, no entre la vida y la muerte, pero sí entre la cojera y el buen caminar— porfían en su intento de cobrar la operación a la familia de usted. “No, no, no: que pague la barbuda de su madre, o la madre del barbudo”, dicen los indignados familiares, “que para eso le endilgaron el seguro a mi pariente”. La mención del seguro termina por obrar milagros y la cuenta se desvanece mágicamente; sin embargo, el drama que se desarrolla telefónicamente entre Cuba y México dista mucho de verse concluido, al aparecer una nueva pieza en el tablero de juego: la repatriación de usted, mi estimado viajante imaginario.
La operación ha salido bien: usted descansa cómodamente —si bien la falta absoluta de movimiento comienza a resultar un tanto pesada— y sólo espera que le den el visto bueno —esto es, que lo den de alta— para tomar sus maletas, afeitarse —aunque la barba sea el no va más en la isla—, cambiar la batita de hospital por algo más decente para salir a la calle, tomar un taxi, cubrir los mismos farragosos trámites acaecidos al momento de su llegada y abordar el vuelo que lo regresará a su país. Eso es lo que usted quiere pero, desafortunadamente, no es lo que quieren los cubanos:
—Le vamo a mandal a su pariente con un cuidadol médico, chico.
—Me parece bien. ¿Ya lo saben en el seguro?
—Uté no ha entendido, chico: le vamo a mandal un cuidadol pero, como eso e’ fuera de Cuba, nosotro no tenemo pol qué pagal. El epecialita e' una lumbrera, ¡cosa ma grande, chico!
—Será el sereno, pero yo no pago. Que pague el seguro.
Los cubanos, de nuevo, insisten. Primero aducen la necesidad de enviar un médico para cuidarle a usted —argumento razonable si se piensa en que la excesiva turbulencia podría terminar por estropearle nuevamente la cadera fracturada—; más tarde, el enviado no será un médico, sino un enfermero —como no sea para cargarle a usted, no se ve de qué serviría un enfermero—; por último, tampoco será el enfermero, sino un anestesista —o sea, en el colmo de la previsión, mejor llevar bien sedado al paciente, no sea que se escandalice al verse fuera del centro hospitalario y quiera arremeter con furia contra todo y contra todos—. El asunto del acompañante comienza a convertirse en un perfecto incordio porque en Cuba, donde “no e’ el capitalimo”, pretenden que usted pague: a) el traslado del sujeto en cuestión —médico, enfermero, anestesista, chamán o brujo, no importa—; b) una estancia de tres días en la Ciudad de México —supónese que para cerciorarse de que el paciente llegue bien y se mantenga bien—; c) el pasaje de regreso. Sólo falta que incluyan alimentos sanos, ropa de recambio y habitación con vista al Paseo de la Reforma.
Sus parientes, en el colmo del fastidio, entran en contacto con la embajada de México en Cuba… e inicia el zipizape:
—Oiga, esos cubanos querían cobrar la hospitalización. ¿Para qué está el seguro?
—No, señor: a nosotros nos dijeron que lo iban a cobrar porque nadie se hizo cargo del paciente.
—Hemos llamado a diario.
—Ellos dicen que el paciente está solo.
—Sus amigos han ido a verlo.
—Dicen que está tan solo que ha comenzado a leer Robinson Crusoe, por una especie de identificación con el personaje.
—Será que ya ha visto caníbales… pero no, no está solo. Y quieren cobrarnos el traslado de un “acompañante”.
—¿Cómo dice?
—¡Sí! ¡Un acompañante! ¡Y quieren que yo pague!
—Ah, caray… de eso no sabemos nada. Deje que investiguemos.
En investigar pasa otra semana, en aclarar el entuerto —desde los niveles más altos de la diplomacia— transcurren otros días y, por último, todo se arregla: vendrá el acompañante, pero pagado por Fidel, Raúl y mafiosos que les acompañan. Mientras tanto, usted no sabe a ciencia cierta qué pasa, pero nota un cambio sustancial en el trato que se le dispensa en el hospital: sus salvadores parecen custodios de reclusorio, la comida se ha reducido a pan y agua —“e’ la dieta, chico” — y, cuando llegan a cambiarlo de posición, tiene la extraña sensación de que el gorila – enfermero juega con el cuerpo de usted a los volados.
Al regresar a México, semienterado de lo que ha sucedido, no puede menos que besar el suelo patrio. Llega a su casa, donde le dan un recibimiento como si acabara de salir de la cárcel —en lo que no andan tan errados—… y notan cómo su cuerpo comienza a hincharse. ¿Cómo dice? Así: a hincharse. Los médicos del ramplón capitalismo nacional llegan por usted, lo suben a una capitalista ambulancia y lo internan en un capitalista hospital, mientras una compañía de seguros incubada en el capitalismo imperialista se hace cargo de todas las cuentas. ¿El diagnóstico? “Amigo, ¿por qué se atiende usted con matarifes sin escrúpulos? ¡Le han puesto un mofle viejo disfrazado de prótesis, lo han fijado con cemento Tolteca —o su equivalente, ‘Cemento Barba’— y lo han reforzado con alambrón de ⅛ no quirúrgico! ¡Hay que abrir y componerlo todo!” Lo abren, lo reparan —a medias, porque después habrá que sustituir el pedazo de metal llamado pomposamente “prótesis” por los cubanos— y lo mandan a recuperación.
Como colofón, un dato: junto con usted llegó una cuenta de hospital con cifras expresadas en muy capitalistas billetes verdes. Los números —tan elevados como si el percance hubiera tenido lugar en Houston, no en La Habana— revelan una realidad digna de la dimensión desconocida, al incluir traslado, operación, materiales empleados —cual si fueran de primer mundo—, recuperación, días de hospitalización y sesiones de terapia —aunque usted nunca se levantó de la cama—.
Las agencias de viajes son muy dadas a decir: “si viaja usted a X lleve ropa ligera, repelente de moscos, bloqueador solar y gafas de sol”; asimismo, en algunas partes recomiendan cosas como “no salga a la calle de noche”, “evite beber agua de los grifos”, “no camine en solitario por tales y cuales avenidas o zonas de la ciudad”, o “evite hacer amistad con los guerrilleros de la localidad”. En el caso de Cuba, el anuncio debería redactarse como sigue:
“¿Viaja usted a Cuba? No olvide contratar un seguro de gastos médicos en su país de origen. Asimismo, desconfíe de médicos, enfermeros, anestesistas, brujos y chamanes de facha amistosa. No olvide llevar en su maleta dos prótesis de cadera—izquierda y derecha, porque nunca se sabe de qué lado cae uno— y tenerlas a mano en caso de accidente. Ante cualquier eventualidad, golpee al primero que se anuncie como 'el mejolcito de pol acá' y pida auxilio a su embajada”.