Como todos ustedes sabrán, el día de ayer tuvieron lugar elecciones en quince estados de la república. En la mayoría de ellos —en doce, para ser exactos— se eligió al sátrapa local, es decir, al gobernador, y en los otros tres se renovaron alcaldías y legislaturas estatales.
Como de costumbre, los procesos electorales dejan un sinnúmero de lecciones. La primera de ellas, obviamente, es que la democracia mexicana resulta un asunto escandalosamente caro, lo cual no sería en sí mismo malo si las personas percibieran que tal derroche de recursos —que mejor podrían emplearse en pavimentar calles, ampliar las redes de electricidad, drenaje o agua potable, o en construir más escuelas, aunque éste es un problema de mayores alcances— sirve para algo. Sin embargo, no es así: durante los meses que la ley lo permite —y aun en los que no, véase el caso de singular personaje loco y pantanoso que aprovecha cualquier resquicio para promover su imagen sin estar oficialmente en campaña—, los candidatos llenan las calles con sus caras —unas más desagradables que otras—, a las que acompañan por lemas de tanta profundidad como “Por ti” —sin pagar un peso de regalías a Óscar Chávez—, “Porque nos merecemos algo mejor”, o simplemente “Así, sí”, entre un sinfín de necedades de similar talante.
La primera pregunta que viene a la mente es ¿vale la pena gastar cantidades ingentes de dinero para decirle a la gente “si votas por mí estarás mejor que con el otro”? ¿No es acaso perogrullesco? Según los insignes candidatos, tales “lemas de campaña” no sólo son buenos, sino necesarios, aunque ninguno de ellos piensa que, si tiene cara de alcohólico —o de criminal, o de torpe—, paga para que su anuncio lo ostente un camión sucio y desvencijado, y acompaña su retrato con el muy priista “Así, sí”, todo se convertirá en un chiste de mal gusto y, seguramente, perderá más votos de los que gane.
Durante el proceso aparece también la infaltable “guerra sucia”, mediante la cual cada candidato, sin excepción, se dedica a decirle a la gente qué tan malo es el otro, pero sin proponer siquiera media idea. Ello se acompaña por la entrega masiva de camisetas, gorras y cornetas y la celebración de actos donde lo importante es prometer, prometer y prometer. ¿Qué se promete? Cualquier cosa, desde dinero para las madres solteras —como si el contribuyente fuera responsable de su condición— hasta la mejoría de la sociedad. Vaya, a algunos sólo les falta prometer el segundo advenimiento y una nueva aparición guadalupana en el municipio en que se desarrolla el magno acto. Sin embargo, lo que nadie toma en cuenta es que todo lo que un sujeto en concreto promete como acto excepcional no es sino aquello a lo que está obligado —salvo las limosnas cachavotos disfrazadas de “programas sociales”—, y que cualquier erogación que se efectúe —dinero para viejitos, madres solteras, niños holgazanes, chavos holgazanes, desempleados por mala suerte o por manifiesta estupidez— saldrá del bolsillo del contribuyente y es, en pocas palabras, la clásica caravana con sombrero ajeno.
Aún recuerdo, como mero ejemplo, la promesa hecha por el niño del copete a sus eventuales votantes en el ya lejano 2005: “pondremos una toma de agua para cada familia mexiquense”. No sé si tal disparate esté registrado en el número atroz de “promesas de campaña” consignadas ante notario público, pero mucho me alegraría que se encontrara dentro de ellas y que, llegado el momento, alguien le dijera que no la ha cumplido. ¿Por qué estoy seguro de ello? Porque es simplemente imposible: existen comunidades ubicadas en sitios tan apartados de cualquier servicio público que llevarles el agua entubada significaría un esfuerzo sobrehumano, un gasto impensable y, por supuesto, requeriría del empleo de la tecnología en dosis mayores a las que efectivamente se tienen y la aplicación de gente y materiales que se utilizan para otras cosas como, por ejemplo, crear puentes y más puentes que verán rebasada su capacidad al mes de haber sido inaugurados —como los famosos “pisos” de conocido loquito—.
Y sin embargo, parafraseando a Galileo, se promete. Y no se cumple. Y, al parecer, no pasa nada, porque la gente se ha acostumbrado ya a que le prometan, a que le vendan sueños guajiros que regocijadamente compra campaña tras campaña y que, aun sin reportarle nada, le hacen ir a las manifestaciones de apoyo a Fulano o a Zutano. No obstante, creo que aquí la única promesa que vale se cifra en el consabido “si vas, te doy una torta de jamón albanene y un frutsi caliente”.
El cinismo, o el cretinismo, o la irracionalidad de los tipejos metidos a políticos, o una explosiva mezcla de todo ello, no parece tener límites. Un breve vistazo a lo ocurrido en las campañas de este año permite ver lo anterior en toda su magnitud: candidatos gritando por las calles a altas horas de la noche en mítines desorganizados; caravanas de motociclistas circulando por el zócalo de una capital estatal en apoyo a un partido político, sin fijarse si atropellaban a algún viandante; golpeadores y pistoleros contratados por un gobernador para solicitar amablemente el voto en pueblos serranos; llamadas telefónicas a toda hora del día para exponer las mismas promesas de siempre; entrega abierta de dinero para asegurar el triunfo de tal o cual sujeto. Como telón de fondo, los infaltables anuncios pegados en camiones y camionetas, paradas de autobús, anuncios espectaculares, postes telefónicos, sufridos árboles, o pintados en bardas de tres metros de alto por diez de largo.
A pesar de lo que sea, la elección de ayer mostró que la gente vota guiada por razones muy particulares, en las que poco o nada influye la parafernalia desatada durante los meses previos a la contienda. Así, por ejemplo, en un estado, la gente votó por el hermano de un mártir —es ironía, por supuesto— sin saber si es o no el adecuado para gobernar —sospecho que será un mero títere de los jerarcas de su partido, aunque no me consta—, simplemente porque se apoyó en la figura del muerto con singular tenacidad; en otro, la gente de los pueblos acudió a votar porque el gobernador envió a sus amables “promotores del voto” con un mensaje claro: o gana mi partido, o comienzan las palizas; en otro, la gente de un partido se cambió a otro y ganó, entre otras razones, porque otro individuo compró votos a diestra y siniestra; en otros más, la gente votó por determinados candidatos simplemente porque era los únicos visibles, dado que los otros habían sido borrados de los medios, habían sido amenazados o habían sido invitados a no acudir a tales o cuales comunidades; en otros, finalmente, la gente votó, no por el mejor —cosa por demás dudosa—, sino porque estaba harta de lo que tenía hasta el momento.
A la vista de lo comentado, reitero mi pregunta: ¿para qué se montan campañas políticas? Si, al final, el despliegue realizado afecta en poco la decisión del votante —y, además, no logrará que vote el que no tiene por costumbre hacerlo, visto el elevado nivel de abstencionismo habido— y todo se concreta a decir una sarta de barbaridades, ¿para qué gastar tal cantidad de recursos? No contentos con lo anterior, los candidatos triunfadores —sobre todo tratándose de diputados— olvidarán al votante una vez que asuman sus cargos y, dando al concepto de “representación popular” el giro más torcido posible, decidirán actuar según les venga en gana o, más comúnmente, según les den línea en sus respectivos partidos, lo que puede estar de acuerdo, o no, con el sentir de quienes, en primera instancia, les hicieron llegar a los puestos de decisión.
Así entonces, ¿para qué votar? Las condiciones existentes dan a todo el procedimiento un giro absurdo, dado que todo resulta como contratar un criado —que tal es el papel que deberían desempeñar los políticos— que, al llegar a la casa, decidirá por sí mismo —sin importar lo que yo le pida— si limpia o si no limpia, si hace de comer o si me da de palos, si aspira la alfombra o si vende los muebles, si saca a pasear al perro o si me lo sirve en estofado. Si a ello se suma que, por vía de las mentadas “alianzas”, “coaliciones”, “ligas de justicia” y demás tonterías, los partidos de signo opuesto se unen para combatir contra el enemigo mafioso —pero no siempre se unen, porque en ocasiones aparecen como amigos y en otras como enemigos—, ¿cómo puedo razonar mi voto? ¿Cómo votar por alguien que es azul pero a quien apoyan también los amarillos, los rojos y los naranjas? ¿Qué programa de gobierno instrumentará?
Definitivamente, a partir de lo examinado, de cara al 2012 me asalta una duda enorme, aunque nada original: ¿votar o no votar? Lo único que tengo claro hasta este momento es que, si no aparece un candidato que cumpla con mis expectativas —lo que no es pedir demasiado, si regresamos al ejemplo del criado—, es posible que convierta a Cepillín en mi candidato particular para presidente, jefe de gobierno, jefe delegacional, diputado local, diputado federal y senador, sin importarme que la ley lo prohíba y sin importarme tampoco que no viva en mi distrito electoral. Para los tipejos que he debido aguantar, asumidos como "autoridades o representantes locales", me queda claro que El payasito de la tele puede hacer, sin duda, un mejor papel.