El pasado 7 de diciembre el jefe de gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard Casaubon, fue distinguido por la Fundación City Mayor como "alcalde del año", tras verificarse una votación en la que sufragaron 840 sujetos, "expertos en asuntos urbanos". Según la fundación, que para otorgar el premio consideró las cualidades mínimas que todo alcalde debe tener para desempeñar una gestión exitosa —honestidad, liderazgo y visión, entre otras—, "[Ebrard] es un reformista laboral pragmático, que nunca se ha amedrentado al desafiar a la ortodoxia mexicana. Ha peleado por los derechos de las mujeres y de las minorías y se ha convertido en un vocero internacional[mente] respetado en temas ambientales". Ebrard, como correspondería, al ser enterado de la noticia, mencionó que "la Ciudad de México ganó el primer lugar", y sagazmente añadió: "No es un reconocimiento a una persona, sino a lo que está haciendo nuestra ciudad y el futuro".
Según se esperaba, el perredismo en pleno —salvo los incondicionales del Peje, a quienes la noticia les sentó como un tiro por muy sabidas razones— se lanzó a vitorear a su nuevo adalid, y los amarillos no desaprovecharon la oportunidad para indicar que un premio de tal magnitud implicaba el reconocimiento formal a la "excelente gestión" que desarrolla Marcelo al frente del GDF, lo que equivale a que cualquier ataque, descalificación o cuestionamiento lanzado contra el "alcalde del año" sea producto de la envidia o, como se acostumbraba decir hasta hace poco, un intento para descarrilar su carrera política. El premiado, por su parte, acatarró a los medios con declaraciones perogrullescas durante todo el resto de la jornada —y de la semana— al afirmar que "la ciudad de vanguardia" —como ridículamente ha calificado a la pobre urbe que desgobierna— seguiría con su rumbo, con sus mismas políticas sociales y con la mente puesta en el futuro. O sea, más de lo mismo, pero intensificado.
Fuera de los ditirambos de rigor, para cualquier habitante de la Ciudad de México resulta obvio que existe un desfase evidente entre las razones que la Fundación City Mayor expuso para otorgar el premio y lo que constituye la realidad cotidiana del lugar que intenta gobernar Marcelo. Así, para comenzar, la tríada clave para definir al "buen alcalde" —honestidad, liderazgo y visión— es algo de lo que el GDF carece desde hace varias décadas —tal vez desde las épocas en que Hank González ocupaba el despacho del entonces llamado regente del Departamento del Distrito Federal—, carencia que no ha hecho sino acrecentarse desde que los perredés sentaron sus reales en el edificio situado en el costado suroeste de la Plaza de la Constitución. Ejemplos de ello hay una infinidad, pero de momento me concentraré en el más visible de todos ellos: las interminables obras públicas que padece la Ciudad de México.
¿Por qué se hace obra pública en un lugar determinado? La respuesta, obvia para cualquiera, es "porque con ella se busca subsanar una necesidad social a largo plazo, se intenta mejorar la calidad de vida de los habitantes, se pretende incentivar la economía tanto del sitio como de aquéllos que le son aledaños y se busca señalar un rumbo determinado en distintos ámbitos mediante el establecimiento de los planes y los proyectos adecuados". Ahora bien, ¿de verdad se cumple con tales premisas en la obra pública que lleva a cabo el GDF? La respuesta, simple y contundente, es: no. Cierto es que, en la Ciudad de México, sí existe la idea de subsanar una serie determinada de necesidades sociales —sobre todo en el ámbito del transporte— mediante la construcción de infraestructura, por citar un ejemplo; sin embargo, no escapa a la vista que tales obras brindan enormes ganancias —no morales ni políticas, sino monetarias— a la autoridad que las promueve, permiten a los amigos de los amigos realizar enormes negocios y solidifican las posiciones del gobernante entre los círculos del dinero y de la industria. Con esto en mente, cabría preguntarse si "el alcalde del año" cumple a cabalidad con la premisa de la "honestidad", indispensable para acceder al galardón que le ha sido otorgado, y si no se parecerá en mucho a la "honestidad valiente" que tanto predicaba su antecesor en el cargo y que, vistos los ejemplos de corrupción existentes entre sus allegados, se transformó en "valiente honestidad". Además, si al negocio involucrado en la obra pública se añaden las enemil corruptelas que existen en materia de comercio informal, violaciones diversas a reglamentos de distinto signo, transporte público, operación de mafias también disímiles, contratación y compra de bienes y servicios, otorgamiento de becas y subsidios varios y concesiones para operar tales o cuales establecimientos, resulta que premiar a Marcelo y sus secuaces por ser honestos resulta una burla para todo capitalino que se respete. Sólo nos faltaría que, el próximo año, cualquiera de los cárteles de la droga recibiera el Premio Nobel de la Paz.
La tríada mencionada continúa con un elemento clave para determinar, no sólo en el mundo de la política, qué sujeto sirve para llevar a cabo las grandes empresas y qué otro no es sino un testaferro de terceras voluntades: el liderazgo. ¿Marcelo es un líder? Me temo que tampoco: la ciudad, como de sobra se sabe, vive en medio del continuo enfrentamiento entre distintas clases de líderes, algunos dotados de amplios espacios para hacer oír sus voces —los medios, los políticos de distintos signo, los empresarios— y otros con la marcha y el mitin como su mejor herramienta de presión —los comerciantes ambulantes, los taxistas piratas, los invasores de predios, los grupos pro defensa de cualquier cosa—. No obstante, es claro que unos y otros determinan, a su modo y según sus posibilidades, el rumbo que sigue la urbe, las políticas que se aprueban y las que se pasan por alto, la implantación o no de las políticas públicas y, en general, los espacios con que cuenta el gobierno para operar. A este respecto, se ha visto en numerosas ocasiones cómo el GDF recula en sus decisiones y toma un rumbo diametralmente opuesto a aquél que había pensado en un principio debido a la presión ejercida por algún grupillo existente por ahí o por alguno de los llamados líderes de opinión. Sin embargo, cuando no es posible retirarse —esto es, cuando la magnitud de los compromisos creados en torno a una determinada acción de gobierno son de tal calibre que resulta imposible salir por la tangente—, Marcelo se quita su máscara de demócrata tolerante y se convierte en un autócrata, un sujeto intransigente que hace valer su voluntad —a garrotazos— por sobre cualquier razón que se le presente —el que dude de esto, consulte a los miles de vecinos inconformes con la construcción de la famosa supervía poniente—. ¿Es, entonces, el liderazgo un sinónimo del autoritarismo conveniente? Vista la resolución de la Fundación City Mayor, pudiera serlo. ¿No se consideró que el liderazgo de Marcelo y compañía está perfectamente acotado por lo que le dictan, entre otros, sus bases de apoyo, heredadas del priísmo rancio simbolizado por su padrino, el impresentable Manuel Camacho? Según se ve, no.
Cierra la tríada con un punto que vale mucho la pena tomar en cuenta: la visión. ¿Tiene esta ciudad un plan a futuro? ¿Está dotado su gobernante de la visión suficiente como para prevenir lo que habrá de ocurrir en un número determinado de años, y poner en marcha las obras que aminoren los efectos de tales eventualidades? La respuesta es: tampoco. Las políticas públicas en la Ciudad de México han estado regidas, desde mediados del siglo pasado, por una visión de corto plazo, por las evidentes tomas de oportunidades que aparecen en el horizonte, por la necesidad inmediata de enriquecer a una camarilla de sujetos, por la especulación y el desorden. Para seguir con el ejemplo de las obras públicas, a estas alturas es claro que el metro resulta insuficiente debido a que en su construcción se ha ignorado —o modificado arbitrariamente— el plan maestro publicado en la década de 1970, en el que el mismo debía crecer acompasadamente durante cinco décadas hasta completar veinte líneas en 2020 y se debía acompañar por cuantiosas rutas de trolebús y tren ligero; de igual forma, las obras viales —es decir, el negocio de las obras viales— responden a problemas temporales —como se ha visto con la inmediata saturación del primer piso del periférico— y tienden a favorecer a ciertos sectores de la ciudad —dos magnas obras, una hecha y otra por hacer, al sur y al poniente de la ciudad, ninguna al norte ni al oriente—; los desarrollos urbanos aparecen al arbitrio de constructores y autoridades voraces, sin importar si existen los servicios indispensables para tornarlas funcionales; los proyectos de repavimentación tienen como máxima el hecho de que el concreto hidráulico no requiere de mantenimiento mayor durante largos periodos —una buena idea, siempre y cuando se instale correctamente—, pero olvidan que tal material no es reciclable, cosa que no ocurre con el humilde asfalto —una pésima idea, si se habla de alternativas verdes—. Si se habla del ámbito social, el GDF —ferviente seguidor del populismo exacerbado— cree que el otorgamiento de becas, estímulos, subvenciones, limosnas, apoyos o como quiera que se les llame constituyen una política acertada —que lo son, desde el punto de vista de la creación de clientelas—, sin reparar en el modo en que inciden en el crecimiento del déficit y en la formación de segmentos de la población dependientes de las asignaciones públicas. ¿A esto le llama visión el panel de "expertos en temas urbanos"? Pues vaya una visión tan más torcida... y vaya expertos miopes.
Para cerrar este texto, conviene desmenuzar el comunicado con el que la fundación acompañó el anuncio del premio entregado a Ebrard: primero, el jefe de gobierno es un "reformista laboral pragmático". ¿Qué implicará esto? No tengo mucha idea, aunque sí me queda claro que el pragmatismo político es el tónico contra la llamada contaminación ideológica, lo que echaría por tierra los innumerables discursos en los que Marcelo se presenta como un "político de izquierda" —lo que tampoco es—. Además, ¿qué es lo que avala a los "expertos" para decir que es un "reformista laboral"? ¿Cuántas reformas laborales se han puesto en marcha en la ciudad? ¿Otorgar limosnas a los desempleados —bajo el eufemismo del "seguro de desempleo"— puede considerarse una reforma? Una duda aparece en mi cabeza en este momento: ¿no sería acaso "liberal", en vez de "laboral"? Si tal fuera el caso, ¿desde qué momento los liberales son de izquierda? ¿O acaso los liberales son en extremo distintos a los motejados como neoliberales? Marcelo, que ha privatizado una buena cantidad de servicios, ¿es de izquierda? Él mismo, al otorgar dinero a manos llenas a tirios y troyanos, ¿es liberal? Vaya embrollo terminológico.
En segundo lugar, se cita al jefe de gobierno como alguien que "ha peleado por los derechos de las mujeres y de las minorías", lo que se complementa con el hecho de que "nunca se ha amedrentado al desafiar a la ortodoxia mexicana". A menos que estemos en una ciudad donde los poderes Legislativo y Ejecutivo los ejerza la misma persona —como ocurría en la época de los dinosaurios—, que yo recuerde, los derechos de las mujeres y de las minorías han sido puestos en la mesa de debates por la Asamblea Legislativa, no por el jefe de gobierno —quien se ha limitado a convalidar lo que la mayoría absoluta del perredismo en el órgano legislativo hace—, e incluso su pelea se ha reducido a tres temitas muy concretos: la despenalización del aborto —que no es tal, sino una redefinición del término aborto—, el otorgamiento de las ya mencionadas subvenciones a distintas clases de personas y la aprobación de los matrimonios entre personas del mismo sexo. Con respecto al punto inicial, ¿los derechos de la mujer se reducen a ese solo espacio, al aborto? Si bien el mismo es un tema de suma importancia —en el que, no sobra decirlo, los varones deberíamos tener vedada nuestra participación, dado que nuestras posibilidades para abortar son nulas—, me parece que los derechos de la mujer cubren un rango amplísimo, en el que ni el jefe de gobierno ni sus asambleístas se han internado dado que no corresponden a cuestiones de orden legal, sino cultural; incluso, en el caso de aquellos temas que ingresan en el marco de la ley —la violencia doméstica, por ejemplo—, de nada sirven las leyes si no hay quién las haga valer... cosa que en esta ciudad asumimos como mera ficción. Con respecto a los otros dos puntos, parece claro que la pelea por los derechos de las minorías no se debería limitar al hecho de permitir a los homosexuales contraer matrimonio, a la extendida práctica de entregar dinero a madres solteras, alumnos de los diferentes niveles escolares —muy debatibles en tanto "minoría"—, viejitos y desempleados, o al hecho de proclamar —sin que tal cosa sea cierta— que ésta es una ciudad accesible para los discapacitados. Si ésa es la pelea que ha dado Marcelo, pues vaya pelea tan ramplona, tan pueril, tan limitada.
Como tercer punto estaría la frase referida al hecho de que Marcelo "se ha convertido en un vocero internacional[mente] respetado en temas ambientales". Sobre esto sólo cabría apuntar que el jefe de gobierno, por sobre cualquier consideración, es un cínico de siete suelas y un truhán redomado. ¿Experto en temas ambientales? ¿Él? ¿Marcelo? ¿El que ha llenado la ciudad con obras que obstaculizan el tránsito, que tapan las vías alternas —y las alternas de las alternas— y que generan cantidades monstruosas de contaminantes? ¿El que permite marchas, plantones y bloqueos que también generan enormes cantidades de monóxido de carbono? ¿El que cierra calles, avenidas y vías rápidas para hacer absurdas carreras o paseos? ¿El que permite el crecimiento desmedido del comercio informal, generador de toneladas y toneladas de basura, reciclable o no? Sí, ese mismo. Lo más seguro es que su activísimo departamento de prensa haya enviado a la gente del jurado una foto de Marcelo en bicicleta —portando su ridículo casquito, por favor, no se diga que no le interesa la seguridad de los ciclistas—, una estadística de los préstamos realizados por su programa de Ecobicis —pero en el que se ocultaría la cantidad de bicis que ya forman óxido debido a que nadie las solicita— o una lista de las medidas anticontaminantes emitidas por el GDF —donde tampoco se vería si se cumplen o no—. Así, señores míos, si todo se limita al muy socorrido declaracionismo —neologismo cogido al vuelo de primera mano, cortesía de Javier Martínez Staines—, cualquiera es verde: incluso sería posible fotografiar al Ecoloco plantando un arbolito —aunque no se muestre que después lo arrancará a mordidas—, decir que vive plantando arbolitos y ya, asunto verde arreglado.
Lo último a reseñar es "el desafío a la ortodoxia mexicana" que, según los expertos, es un punto importante para premiar a nuestro buen jefe de gobierno. Más allá de si, como asunto a ser tenido en cuenta, lo mencionado es una estupidez o no —personalmente creo que sí—, como integrante de la izquierda —según él—, Marcelo ve en tanto aceptable subirse al ring cada que los curas dicen A o B en contra de sus luchas por los derechos de las minorías. Empero, en esta ciudad donde el entusiasmo gubernamental por cualquier cosa —desde el cuidado de los llamados cruceros de cortesía hasta la revisión de quienes ingresan al metro para evitar que porten armas, entre otros mil asuntos como el combate a la piratería, a los franeleros o a los giros negros— dura sólo tres semanas —medidas calendario en mano—, los desafíos del jefe de gobierno terminan por ser nada más que una fantochada para aparecer en los medios, para decir que "la izquierda no claudica ante la ultraderecha", para asumirse como un líder popular y para subir sus bonos entre quienes habrán de auparle, o no, a la tan ansiada candidatura presidencial, pero que finalmente —cumplido el plazo fatídico de las tres semanas— terminan por olvidarse, por ser la clásica llamarada de petate. Justamente hace dos días, en medio del revuelo que ha causado la injerencia del clero en temas de corte político —lo que a mí me parece en extremo natural si se apela a la libertad de que deben gozar todos los sujetos—, Marcelo apareció ante las cámaras muy sonriente y abrazado con el cardenal Rivera Carrera, cobijados ambos por la amplia sonrisa de Carlos Slim. ¿Así combate Marcelo? ¿Así desafía? ¿Sus desafíos pasan por el sutil tamiz de la desmemoria conveniente? ¿O sólo aparecen cuando no hay millones de personas pendientes de una actitud en concreto y, en este caso, resulta políticamente correcto dar la mano al cardenal momentos antes de que inicie el arribo masivo de peregrinos a la Basílica de Guadalupe?
Queda claro, al menos para mí, que el nombramiento de "alcalde del año" es un camelo de principio a fin. Si, de un modo u otro, Marcelo logró impresionar a los tipos a los que invitó a la cumbre de alcaldes, celebrada en esta misma ciudad la semana pasada, bien por él; si a ellos les vendió la idea de que ésta es una ciudad verde, bien por él —y mal por ellos, que sólo observaron lo que Potemkin puso delante de sus ojos—; si todos se comieron el cuento de la "ciudad de vanguardia", perfecto, ya lo imitarán en sus lugares de origen —y ya los correrán a patadas, seguro—. Pero que eso ocurra con un supuesto panel de "expertos en temas urbanos" es imperdonable, a menos que los mentados expertos sean todos un clan de rufianes vividores e ineptos, como sería de esperarse. Y a menos, también, que todo sea parte de un magno complot orquestado por el departamento de prensa de Marcelo, y que la citación original como "alcalde del caño" —título que bien merecería su espantosa gestión— haya sido víctima de un "fortuito" error de imprenta, mediante el cual la última letra "c" habría desaparecido, transformando a un sujeto digno de escurrirse por el cárcamo más cercano en lo mejor de lo mejor. Sólo así me lo explico.