Conforme pasan los días, es posible revisar con un poco más de cordura lo acaecido en torno a la Compañía de Luz y Fuerza del Centro -LyFC-, extinguida por decreto presidencial el 11 de octubre de este 2009. Así, si bien las protestas no han hecho sino comenzar -y en las mismas recién se ha "montado" definitivamente el siempre oportunista López Obrador-, el proceso comienza a tomar un rumbo definitivo al aparecer, no sólo la inmensa maraña de componendas, prácticas de corrupción, actos ilícitos y manejos poco claros del sindicato, sino dividirse éste en un sector que busca el diálogo con las autoridades, a fin de encontrar un puesto de trabajo en la Comisión Federal de Electricidad -CFE-, y quienes se aferran a revertir la medida.
¿Qué fue lo acaecido? A los ojos de quien estas líneas escribe, el problema se reduce a una serie de elementos en extremo simples: los gobiernos que transitaron por el poder a lo largo de los últimos, cuando menos, treinta años, habían visto que LyFC era una empresa a todas luces ineficiente, incapaz de brindar un servicio de calidad a sus clientes, burocratizada hasta límites inconcebibles, operada por un conjunto de sujetos ineptos, corruptos y déspotas. ¿Qué hicieron ante tal calamidad? Lo lógico y lo deseable hubiera sido eliminar de un plumazo al ente nefasto en cualquier momento, máxime si se considera que, cuando menos, entre 1970 y 1994 existía un abanico enorme de posibilidades para que cualquier presidente tronara a una empresa, hiciera cera y pabilo del sindicato, y recibiera la aprobación unánime de la clase política, dado que los sectores importantes de ésta militaban en el mismo partido que el mandatario en turno. Sin embargo, por desidia, por falta de... de... de redaños, o por consideraciones políticas, los ocupantes de la Silla del Águila difirieron tomar la crucial decisión, e hizo falta que llegara alguien dispuesto a vérselas con el sindicato -y con sus muy oportunos apoyadores- para que la tan pospuesta medida tuviera efecto.
En este proceso, no todo se relacionó con la probada ineficiencia de LyFC: la gota que derramó el vaso la constituyó el raudal de amenazas, insultos, y verborrea desbocada de que echó mano Martín Esparza tras reelegirse como secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas -SME-. El tío en cuestión pensó que, como en este país no hay quien se meta con los sindicatos -especialmente con los autodenominados "democráticos", cuyos líderes llevan en sus respectivos cargos varios decenios-, podría tranquilamente hacer topillo en los comicios internos y, bajo el sobado procedimiento de embarazar urnas e inflar padrones, vencer a su contrincante. Como el gobierno federal no se tragó la maniobra -principalmente debido a que el perdedor protestó, lo cual muestra que el SME no es el bloque monolítico que sus defensores quieren pintar-, Esparza trató de ejercer presión bajo distintos medios, apelando a la también muy conocida tónica de nombrar al gobierno "represor", "amigo del capital", "antidemocrático", "antisindicalista", y estupideces por el estilo. En medio de las arengas en uno y otro sentido, el Ejecutivo recordó que LyFC era una empresa que, desde cualquier punto de vista, no debía existir, y simplemente la eliminó por la vía legal.
El decreto presidencial tiene, como siempre, un lado bueno y uno malo: el bueno consiste en que se ahorrarán cada año los 40,000 millones de pesos que se empleaban en subsidiar a la porquería que nos brindaba luz a los capitalinos. ¿40,000 millones? Sí, señor: 40,000 millones entraban a las arcas de la compañía, además de los dineros que provenían del pago de nuestros recibos. ¿En qué se empleaban? Misterio: no resulta creíble que en sueldos, porque ello determinaría que cada empleado cobraba un millón de pesos cada doce meses; tampoco es creíble que en mantenimiento, porque el servicio es una auténtica calamidad, y tanto las variaciones del voltaje como los apagones son constantes; menos aún es creíble que se utilizarían para incrementar la capacidad instalada de la empresa, dado que la misma está, incluso, subutilizada; finalmente, tampoco se concibe que se destinarían a ampliar la red de servicio, dado que existen innumerables zonas de la ciudad donde la gente, por distintos motivos, no paga sus consumos, y no por falta de ganas, sino porque la compañía prefería sugerir a las personas "ponga un diablito y cuélguese de la red" antes que realizar los trámites necesarios, instalar el medidor, e ir a verificar el consumo cada bimestre. No, amigo, ¡cuánta fatiga causa todo eso!
El lado poco amable del decreto reside en que, instantáneamente, han sido puestos en situación de paro 40,000 sujetos. Sin embargo, hay aquí una consideración a realizar: ¿por qué son 40,000? ¿Por qué laboran 40,000 personas en una empresa que con 8,000 hubiera funcionado a la perfección y que, incluso, habría tenido mejores posibilidades de salvarse? Tampoco se sabe, aunque todo ello parece girar en torno a las mal llamadas "conquistas sindicales", las cuales permitían al sindicato contratar personal cada año, se necesitara o no, bajo el socorrido sistema de "puntos", en el que cualquier persona que asista a juntas sindicales, marchas, plantones, o actos de apoyo a X o Z junta "puntos" y, al finalizar el año, tiene la posibilidad de integrar a un familiar, amigo o conocido a la nómina de la empresa. Lógicamente, ello redunda en que la plantilla laboral albergue a más gente de la requerida, por no decir que permite a los "puntistas" hacerse de recursos extraordinarios al vender la plaza que han conseguido con el sudor de sus frentes y las nacientes callosidades en sus extremidades inferiores.
Ante lo mencionado, parece natural que la CFE recontratará sólo a 8,000 personas, las necesarias para brindar energía eléctrica a la Ciudad de México y zonas aledañas, y que serán las primeras 8,000 que acudan por su liquidación, lo cual demostrará que son enemigos de los rijosos, que buscan tener un empleo, y que están dispuestos a adaptarse a las nuevas condiciones. En tanto, el personal haragán, inútil, amigo de la riña y de Martín Esparza, quedará desempleado, supeditado a la buena voluntad de un muy populista GDF y, por supuesto, a nuestros impuestos. Y eso, como se vea, sí que resulta una contrariedad.
La eliminación de LyFC ha encontrado oposición entre quienes se esperaba que pelearían contra la medida: en primer lugar, los ya citados "sindicatos democráticos", aunque su apoyo ha sido tibio porque, en una de tantas, nadie sabe dónde saltará la liebre. En segundo lugar, los grupillos dedicados a la protesta profesional -Panchos Villas, CGH, estudiantado rijoso pero "consciente"- a quienes eso de pintar mantas se les da mejor que buscar una ocupación seria en la vida. Finalmente, los partidos políticos de la pseudo - izquierda, agrupados bajo el marbete del FAP, para quienes la medida no es sino el ataque del capital al trabajo. No sobra mencionar que, entre los políticos, destacan dos figuras: Porfirio Muñoz Ledo, secretario del Trabajo durante el sexenio de Luis Echeverría -y que, por ello, bien debe saber por qué el SME creció en la medida en que lo hizo-, y el infaltable Peje, que ha encontrado una nueva oportunidad de salir en las pantallas después de las enemil tonterías protagonizadas en Iztapalapa por el tal Juanito, Clara Brugada, y él mismo.
El Peje ha decidido apoyar al SME porque no le queda de otra: es una forma más de oponerse al gobierno, de enunciar sus lemas gastados donde la "lucha de clases" se parece más a doña Lucha que a una consigna seria, de refrendar su apoyo a los pobres -rubro en el que, por cierto, no encajan, ni él, ni Martín Esparza-, de invocar nuevamente al fantasma de la "privatización" que anida en su loca cabeza, y de llamar a las consabidas movilizaciones en pro de la resistencia civil pacífica. Para sus seguidores incondicionales, el asunto cobra nuevas dimensiones al hablar de "la defensa patriótica del sindicalismo", "el rescate de los bienes nacionales", e incluso equiparar la defensa de un ente corrupto como es el SME con la defensa de la patria. Vaya, no ha faltado el exaltado que ha querido ver, por enésima vez, una magna conspiración en el gobierno que, al mismo tiempo, recorta el presupuesto de la UNAM -mismo que, insisto, si se empleara mejor alcanzaría para cubrir las necesidades de mi casa de trabajo- y elimina a un sindicato. El problema aquí es que, ni el recorte a los dineros de la universidad es cosa cierta -y, aun si lo fuera, ello debería forzar a racionalizar el gasto-, ni se ha eliminado al sindicato, sino a su fuente de empleo. Por tanto, todo es un desbarre monumental.
A propósito, y ya como colofón: ¿desde cuándo es un delito cerrar una empresa que no funciona? ¿En qué momento puede calificarse como "ilegal" el despido masivo de trabajadores que, en su mayoría, no trabajan, o trabajan mal? Las prácticas del SME, lo mismo que las del STUNAM, el STPRM, la FSTSE, o las de cualquier sindicato enclavado en el gobierno, de realizarse en la iniciativa privada, habrían conducido, años ha, a la rescisión del contrato colectivo de trabajo, el despido de los inútiles, y el mantenimiento sólo de los trabajadores necesarios y eficientes. ¿Por qué en este país, donde tanta falta hace crear una cultura efectiva del trabajo, se protesta para defender la ilegalidad, la ineptitud, el tortuguismo, o la estupidez? ¿Por qué pelean quienes defienden al SME? ¿Es tan malo que se vayan a la calle miles de inútiles? Cuando Marcela la Brava abre la boca para decir que "los niveles de vida en la ciudad se deteriorarán al incrementarse el número de desempleados", ¿no piensa en el hecho de que esa gente, bajo cualquier otra circunstancia, no podría haber ocupado en ningún momento un puesto de trabajo?
Trabajo hay, señores, pero existen dos requisitos indispensables para ocupar una plaza: querer trabajar -lo que en el SME parecía no importar- y tener la aptitud necesaria para desempeñar un trabajo -lo que en el SME parecía importar menos-. Tener un puesto de trabajo para simplemente "echarla" -lo que en el SME parecía ser la constante- es, no sólo un absurdo, sino un insulto para quienes, día con día, nos ganamos el pan con el propio esfuerzo, sin dádivas ni compensaciones exageradas. Defender al inepto, al holgazán, al corrupto o al tramposo es, visto así, inmoral, y da pie para pensar en la forma en que se han de conducir los "espontáneos" defensores de Esparza y los suyos, sin duda también pendientes de prebendas, no muy amigos del trabajo, proclives más a la realización de marchas o al empleo de subterfugios que a la realización de labores productivas.