Como he comentado en una entrada previa de este blog, el empleo de las estadísticas se asume, en determinados círculos, como la prueba objetiva de que algo sucede, o no sucede, o debe de suceder en lo que se conoce como el mundo real. No importa si de lo que se habla es de la cantidad de pobres que viven en un país, de las posibilidades de consumo con que cuenta un sector de la población, de los índices de reprobación que aquejan a una institución educativa o del número de libros que leen quienes habitan en una provincia determinada: las cifras se cocinan bajo diferentes metodologías, se hacen acompañar por sesudas explicaciones —que por lo general hacen todo, menos explicar— y se venden como el no va más de las verdades objetivas, merced a cuya enunciación es preciso tomar una serie de medidas, sin importar su profundidad, pero que no deben relegarse al costal de lo no hecho debido a que por ahí, en algún lugar, están las cifras que muestran la verdad del acontecer.
Lo anterior es un hecho para quienes integran el colectivo estudiantil denominado Asamblea FFyL, órgano que supuestamente representa los intereses de la comunidad —estudiantes, académicos, trabajadores— de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional pero que, en realidad —ojo con el término—, sólo expresa el sentir de una parte de la misma. De una parte minoritaria, vale decirlo: una parte que supone que, en esta vida, los logros se alcanzan mediante la conocida mecánica de estirar la mano para pedir; si el otro no hace caso, entonces se procede a sacar el garrote para quitar al otro lo que buenamente no quiso dar. Una parte que, asimismo, no parece estar dispuesta a dar nada, en el entendido de que el otro está obligado a dar lo que se exige, y que de su propio lado no existe obligación alguna de realizar nada; una parte que se asume mayoritariamente como estudiantil, pero que en buena medida poco estudia; una parte radical, reaccionaria —según la segunda acepción que brinda el diccionario de la RAE—, dedicada a obstaculizar el trabajo de los demás, propensa a construir enemigos a modo, a jugar con el infundio, el rumor y la maledicencia —como si fueran cualquier vulgar pseudo periodista de espectáculos o cualquier politiquillo de quinta—, y muy convencida de su propia importancia como cuerpo representativo de una colectividad que sólo existe en su imaginación.
A partir de lo mencionado, la asamblea se asume como la —única y singular— representante de las necesidades de la comunidad, el único cuerpo facultado para dialogar —es un eufemismo— con la autoridad y también el único grupo poseedor de la verdad sobre lo que sucede al interior de la propia facultad, a partir de lo cual ha trazado una línea de acción —tendiente a la pelea de barrio, no al diálogo, aunque les guste decir lo contrario— y se ha confrontado con medio mundo, incluidos estudiantes, trabajadores y académicos que no concuerdan —es decir, que no concordamos— con sus propuestas.
A lo largo de su existencia, la asamblea se ha dedicado a plantear ante la autoridad una serie de exigencias que van de lo cómico a lo enternecedor y de lo absurdo a lo imposible, todas ellas cimentadas en la existencia de una serie de cifras que, en el mejor de los casos, parecen inverosímiles, y en el peor son un completo despropósito. Si a ello se suma la confusión conceptual en la que viven —y que les lleva a no entender, por citar sólo un caso, las implicaciones que posee el término privatización—, resulta que sus argumentos no son sino vivos ejemplos de la manera en que puede construirse una realidad conveniente —sin importar que ésta sea un disparate fenomenal— y, con base en eso que se supone que existe —pero que no es tal, o al menos no es así tal cual—, pedir que las condiciones de esa misma realidad se transformen para hacerla otra.
Sin embargo, el asunto de las cifras es cosa grave: sin importar qué tanto se conecte con lo que se percibe en un momento dado, un número puede determinar lo que pasa o no en un sitio, el modo en que sucede y los factores que intervienen para que ello acaezca de la manera en que lo hace. Así, por ejemplo, la gente de la asamblea apunta en un comunicado que 5,321 alumnos de licenciatura no pueden pagar una comida que cueste más de treinta pesos; en otro texto, afirman categóricamente que un alumno de licenciatura necesita cincuenta fotocopias por día, doscientas cincuenta fotocopias por semana, tres mil seiscientas cincuenta por semestre; en el mismo espacio, apuntan sin duda alguna que la facultad ingresa, por concepto de los cobros que se realizan en la División de Educación Continua, setecientos mil pesos cada semestre; por último, que el número de empleados en la Biblioteca Samuel Ramos es insuficiente. Por todo ello, la solución a las exigencias de su pliego petitorio —lo que, enunciado así, deja ver con claridad la añoranza que todo grupo estudiantil que se respete siente por lo realizado en 1968— es obligatoria e impostergable.
Ante lo observado, vale preguntar ¿de dónde es que salen las cifras que sustentan la verdad construida por la asamblea? La respuesta es todo un misterio. Para comenzar, resalta el hecho de que, a menos que uno se dedique a preguntar a todos y cada uno de quienes asisten a la facultad, no es posible saber que exactamente 5,321 alumnos —no 5,300 ni 5,400: 5,321, ni uno más, ni uno menos— no disponen de treinta pesos al día para comprar la comida que se ofrece en la cafetería de la facultad. ¿Se inventaron el número? Posiblemente, dado que no he visto, ni me han contado, que se realice un trabajo de encuestas amplio entre la comunidad. Entonces, ¿lo extrapolaron a partir de lo obtenido en una consulta realizada entre menos gente? Tal vez. De todos modos, aunque se dote de tal halo de irrebatibilidad al número 5,321, la verdad es que la cifra no dice nada por sí misma: quien no dispone de treinta pesos tal vez dispone de veintinueve, o de veintiocho, o de dos, y ello deriva en la posibilidad de alimentarse de distintas formas —como también ya he comentado en otra parte—, en distintas cantidades y en lugares asimismo distintos. Pero, ¿qué sucede si quien no tiene esos treinta pesos lleva comida de su casa? La cifra magistral no lo contempla. ¿Y si no quiere alimentarse en la facultad, o no lo necesita? Tampoco lo dice. ¿Por qué no entra al comedor montado en el auditorio para comer, si ahí la comida es más barata? No: tampoco es posible saber por qué no actúa así. ¿Adónde conduce la cifra absoluta de los 5,321 alumnos? A ningún lado, salvo a cimentar una exigencia con una cifra pretendidamente objetiva, aunque hueca.
¿Y qué hay con el asunto de las fotocopias? Lo mismo: se parte de un supuesto que puede o no ser cierto, dado que decir "generalmente sacan X número de copias" equivale, en el caso que ahora compete a estas líneas, a "es lo que yo —el que escribió el disparate de marras— he vivido, o lo que yo supongo, o lo que me han contado", lo que de ninguna forma tiene ese carácter "general" de que se le ha pretendido dotar. Así, quien redactó —mal, por cierto— el textito de protesta no considera a los alumnos que tienen el dinero suficiente para comprar los libros, a los que no tienen para sacar fotocopias ni a los que deben, por fuerza, sacar más de las cincuenta copias que se asumen como lo que sucede “en general”, pero que de general no tienen nada sino que son, para fines de cualquier análisis, tan arbitrarias como decir “supongamos que los miembros de la asamblea gastan, al mes, doscientos pesos en marihuana y trescientos en cervezas; es decir, gastan al año dos mil cuatrocientos pesos en drogarse y tres mil seiscientos en emborracharse”. ¿Sería aceptable tal enunciación? Por supuesto que no; de hecho, si yo quisiera montar un estudio que diera a conocer la conducta de los asambleístas, tendría que encontrar la manera de informarme —informarme bien, se entiende— sobre cuánto gastan en tales diversiones, e incluso ver si es que lo gastan o no y si son partidarios de tales entretenimientos o tampoco, para a partir de ello presentar una argumentación que fuera creíble, no una que se basara en suposiciones, creencias o quimeras de distinta especie. Lo más interesante de todo esto es que quien hizo su muy cerebral cálculo asume, al final, que su cifra no vale ni siquiera los bytes que ocupa en el ciberespacio, razón por la cual concluye con algo como "más allá de los cálculos que puedan hacerse para demostrar que sí es posible bajar el costo de las fotocopias, lo importante es que, si la autoridad no hace lo que pedimos, queda en evidencia su ansia de lucro". En otras palabras: te lo puse en números, me inventé los números; no me importan los números, lo que quiero es que hagas lo que yo digo. Más claro, ni el champurrado.
Lo mismo sucede con los otros tópicos que pueblan el blog de la asamblea donde, para abundar en los ejemplos, se supone que la biblioteca es un desastre porque el número de sujetos que trabaja en ella es insuficiente, lo que debe conducir a que, por fuerza, se contrate más personal sindicalizado. ¿Así de simple? ¿Por qué forzosamente deben ser sindicalizados? Un momento: los sindicalizados que ya están ahí, ¿de verdad trabajan? Algunos, los menos, me consta que sí, pero otros me consta doble que no: entre la plática, la vuelta para acá y para allá, el comadreo, los festejos de cumpleaños, el chisme sabroso y el descanso de treinta minutos que se incluye en el contrato colectivo —pero que, por usos y costumbres, se convierte en una pausa de cuarenta, cincuenta o sesenta minutos, o incluso más—, la verdad es que en la biblioteca se trabaja poco. Si a eso se suma que, en no pocas ocasiones, los libros se encuentran mal acomodados —porque no falta el día en que llega uno a la clasificación P y se percata de que a P1 sigue, no P2, P3 y así, ad infinitum, como debiera de ser, sino P11, P110, P1100…—, que nadie se hace cargo del área de procesos técnicos, y que el sitio donde está el fondo reservado está por lo general abandonado, y que todo ello es debido las pocas ganas de trabajar que tiene el personal, no a la falta del mismo, la pregunta se torna más insidiosa: ¿por qué contratar más personal? ¿Por qué lo único que acude a las cerradas mentecitas de los asambleístas es pedir, pedir y pedir —en este caso, más personal—, sin considerar que el problema se encuentra en que quienes están no hacen nada? ¿No sería más sensato decir "hay que hacer que la autoridad se comprometa a facilitar cursos de actualización o de capacitación al personal de la biblioteca —lo cual sí está en el contrato colectivo— para que éste haga mejor su trabajo"? No: lo fácil es pedir, exigir, patalear para que se cumpla lo que uno asume como recto y bueno. Lo difícil es proponer con sensatez, con una dosis adecuada de compromiso, de igualdad, en el plano de "si me das, te doy" o incluso, aunque suene utópico, "te doy, y espero que a cambio me des". Por eso este pobre país no avanza: porque puñados de sujetos asumen que se les debe de dar todo —comida o fotocopias, vales de despensa, uniformes o ayudas porque son madres solteras, para el caso no importa— y, en vía de mientras, no hacen nada, no aportan un cinco para que este país salga adelante. Y así, ni cómo hacerle.
Además de lo mencionado, hay una serie notable de problemas conceptuales en los comunicados de la asamblea, donde lo mismo se mienta al neoliberalismo que al fantasma —muy útil a quienes, por ejemplo, se alinean con las posturas ridículas del mesías que vino del pantano— de la privatización, o se confunde lo que son las funciones básicas de una institución educativa con las que le son accesorias, todo ello a propósito de lo que sucede en la División de Educación Continua de la facultad. De esto, sin embargo, me ocuparé en una entrada posterior. De momento, queda aquí esta reflexión, a la espera de lo que suceda en los próximos días, visto que la asamblea ha decidido que el reposo en que se sumía la revolución —muy laica ella— con motivo de la navidad y las fiestas conexas ha terminado, y es hora, cual si fueran los nuevos Pinky y Cerebro, de reanudar el cambio del mundo.