Hace unas cuantas semanas dio inicio, en la Universidad Nacional, el curso escolar 2011 - 1. Como en todos los semestres nones, arribaron a la institución miles de jóvenes procedentes de cualquiera de los cientos de bachilleratos que se imparten en el país con la intención de estudiar una carrera universitaria y, al concluirla, integrarse al mercado de trabajo. Tal intención excluye, por supuesto, a quienes, por haber elegido una carrera saturada y no tener el promedio necesario para acceder a ella, son enviados a un área distinta a la que habrían elegido, lo que conduce a asumir la primera inserción en el ámbito universitario como una cuestión pasajera, en tanto el sujeto se cambia a la carrera de su preferencia. En una inmensa mayoría de casos, tal sujeto no logra realizar el cambio —por un sinnúmero de causas, que van desde la saturación misma de la carrera - objetivo hasta la propia incapacidad del susodicho para obtener, en el examen correspondiente, el mínimo de puntos necesario para ver sus sueños colmados— y, decepcionado, abandona los estudios. Este fenómeno, aunque de singular importancia —dado que genera no pocos argumentos en torno a la exclusión de que son víctimas algunos jóvenes, y a la necesidad de ampliar ad infinitum la matrícula universitaria—, no será abordado en la presente entrada. Queda, simplemente, como una mención marginal, y ya le dedicaré un poco de tiempo en alguna ocasión.
Para regresar al asunto que concierne a este texto, cabe recordar que la universidad tiene, estratégicamente distrubuidos, grupos de
alumnos —el término es un eufemismo en muchas ocasiones— que por todo protestan, y con ello pretenden demostrar su
conciencia revolucionaria, sus capacidades para desarrollar el
pensamiento crítico, o lo que usted, amable lector, guste y mande. Pues bien, como puede verse en las páginas del conocido
blog donde se relata la pugna por recuperar el auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras —invadido desde hace diez largos años por grupos no claramente identificables con el alumnado de la institución, y que no muestran intención alguna de regresar el inmueble al patrimonio universitario—, tales grupos de protesta perpetua montaron, al finalizar el semestre anterior, un nuevo numerito, consistente en reclamar el cese de la concesión que opera la cafetería de la facultad y el otorgamiento de un subsidio al establecimiento, con el fin de que la comida se abarate y los estudiantes —¡nobles personajes!— no desfallezcan de hambre a mitad de la jornada.
La protesta montada por los individuos de marras no tuvo el eco esperado por una simple y llana razón: como el semestre concluía, los alumnos se encontraban más preocupados por entregar el alud de trabajos finales que acompaña las últimas semanas del semestre, y sólo secundaron la moción quienes, por obvias razones, disponen del tiempo suficiente para manifestarse. La relación, en este caso, es clara: a mayor cantidad de trabajo, menor tiempo para dedicarse a la
lucha social, y viceversa. De aquí se extrae que, si alguien se dedica de tiempo completo a la protesta, es lógico que tenga poco que hacer como estudiante, e incluso es posible que ya ni siquiera pueda considerarse como tal, o que asistir a la facultad sea sólo el pretexto para asumirse como universitario. Para un ejemplo claro de lo que indico, remito al lector a
esta entrada del presente blog, donde anoto algunos casos curiosos relacionados con el fenómeno del estudiante universitario que, ni estudia, ni ejerce como universitario —lo que, acaso, constituye una nueva modalidad de los muy populares
ninis—.
La protesta, como digo, no funcionó. ¿Qué hicieron los protestantes? Simple: esperar. Como a ellos les viene guango el mundo, y las prisas de la sociedad posmoderna no son sino una quimera inventada por el capitalismo salvaje, sólo guardaron sus mantitas, hicieron como que no pasaba nada, y esperaron a que comenzara el nuevo semestre para atacar con bríos la forma en que, desde su muy particular perspectiva, la administración universitaria se colude con el gran capital para echar a los alumnos a la calle. ¿Cómo es eso? Ahora lo explico.
El primer día de clases, momento justo en que los alumnos de nuevo ingreso llegan con los ojos muy abiertos para captar hasta el menor detalle de lo que implica "ser un universitario", comenzaron a aparecer letreros —desde la misma entrada de la facultad— poblados de singulares consignas :
*Por un comedor subsidiado.
*Disminución del precio de las fotocopias.
*Renovación del acervo de la biblioteca.
Dejaré para el final la primera exigencia, al ser la que, de momento, atrae mi interés. En cuanto a las otras dos, siempre quedará el recurso de preguntar ¿para qué quiere más libros alguien que, según se ha anotado líneas atrás, no estudia, o lo hace mínimamente? Los materiales de la biblioteca —algunos en un estado de conservación deplorable, vale decirlo— parecen adecuados y suficientes para estudiar; no en vano se han formado con ellos un número importante de generaciones. Creo yo que el problema de la biblioteca no está en la disposición de la autoridad para renovar —no sé si esto se refiera al hecho de comprar todos los libros de nuevo, o incluso a comprar lo que algún segmento de estudiantes quiera que se compre— el acervo, sino en la del usuario para darle un buen trato. ¿Por qué la necedad de rayar, marcar, doblar y mutilar los libros? Al rufián que subraya tres párrafos con tinta o con marcatextos, ¿no le pasa por la cabeza que a los siguientes lectores les importa un rábano serenado lo que a él le ha parecido trascendente? Bajo estas condiciones, ¿se necesitan más libros? ¿Libros nuevos, listos para ser rayados, doblados y mutilados? No, gracias.
En cuanto al asunto de las copias, me parece una muestra más del "dame, dame, dame". El alumno —es también un eufemismo— que exige copas baratas, ¿gasta un solo centavo en algún lujillo, en alguna compra superflua? ¡Claro que lo hace! Entonces, si tiene para tales lujillos, ¿no puede prescindir de ellos y dedicar el dinero en ellos invertido a la adquisición de sus fotocopias? ¿O es que 25 centavos son realmente una fortuna? La posibilidad de acceder a un texto y conservarlo en casa —aunque con ello se estafe al autor— por menos de una cuarta parte de su valor, ¿no le dice nada al que protesta? Y, dado el caso de que no tuviera, realmente, para sacar las copias, ¿tan difícil es, como hacen muchos, quedarse en la facultad a leer y tomar notas directamente del original? ¿Qué pretenden? ¿Que se les regalen las copias? Además, el que protesta, ¿qué da a cambio? Si se parte del supuesto de que el protestante perpetuo no es un estudiante formal, ¿para qué quiere fotocopias baratas? ¿Será acaso, pensando mal, un simple argumento para convencer al alumno de nuevo ingreso de que el que protesta es su amigo, lo que permitirá llevarlo después a los oscuros rincones del activismo político - estudiantil?
La exigencia más cándida es la que se refiere al comedor subsidiado. Para entender el adjetivo impuesto, es necesario considerar que la exigencia toma como punto de partida dos bases, ambas falsas: primera, que el alumno que acude a la universidad debe, por fuerza, alimentarse en ella; segunda, que el acto manducatorio debe tener como escenario, también por fuerza, uno de los denominados comedores universitarios. ¿Por qué es falsa la premisa inicial? Por el simple hecho de que el estudiante no debe alimentarse en la universidad. Si el sujeto desayuna o come en su casa, ¿para qué necesita ingerir algo más en la universidad? ¿Está todo el día en la escuela, y el esfuerzo intelectual realizado le obligará a comer algo porque, de lo contrario, caerá desfallecido en cualquier lugar? Muy bien: que se prepare una torta en su casa y ya, asunto concluido. ¿No le gustan las tortas? Que lleve una manzana, un plátano, una naranja, una palanqueta. ¿Requiere agua? Hay unos artefactos muy curiosos, denominados cantimploras, en los que se puede trasladar agua —o cualquier líquido, incluso nitroglicerina— de un sitio a otro. Si ello no le convence, el agua se regala en múltiples dispensadores, colocados en distintas dependecias de la institución, o aun puede tomarse directamente de la llave, aunque ello no resulta siempre recomendable.
Ahora bien, si el sujeto no considera como aceptables ninguna de las anteriores opciones, ¿qué le obliga a meterse al comedor universitario para alimentarse? La facultad posee más de veinte opciones en sus inmediaciones, y casi un centenar si se camina un poco más. Así, para comenzar, está el famosísimo comedor alternativo montado por los invasores del auditorio. ¿Por qué no resulta una buena opción? ¿No es buena la comida de ahí? Es interesante ver cómo los que protestan, y que son personajes surgidos de las entrañas del inmueble secuestrado, exigen que se bajen los precios del establecimiento que representa una competencia directa al negocito por ellos montado en lo que, anteriormente, era la videoteca de la facultad. Además, hay un detalle significativo: la comida alternativa cuesta entre $18 y $20 —tal vez dos o tres pesos menos, no lo sé bien—; sin embargo, la protesta asume que el precio justo para una comida universitaria —obtenido al comparar lo que cuesta comer en otras instituciones de educación superior— debe situarse en el rango de los $10. ¿Y los $15, $18 ó $20 que cobran los invasores por la comida que sirven? Desde su mismo enfoque, parecen injustos, ¿no es así? Una comida, según dicen avezadas cocineras de minutas, cuesta alrededor de $7, y lo demás es ganancia. Entonces, ¿qué sucede en el comedor alternativo? ¿Por qué lo injusto sucede siempre afuera, nunca adentro? Quien entienda este despropósito, que haga el favor de explicármelo y que, de paso, se lo explique a ellos.
Dejado de lado el asunto de la justicia, supongamos que tampoco es bueno comer en el comedor alternativo, aunque ahí está, es una opción y, por tanto, invalida la protesta, dado que cualquier ente pensante puede percatarse de que, si tiene $10 en la bolsa, sólo podrá comer el equivalente a esos $10, y se dirigirá al sitio en el que su dinero rinda más. Sin embargo, pensemos que no, que no considera como una opción válida para alimentarse la comida que sirven los invasores del auditorio —por razones que pueden ser tanto higiénicas como estéticas, o incluso ideológicas—. ¿Qué hacer? Con $10, el sujeto puede comprar algo en las casetas de comida ubicadas a un costado de la facultad; puede dirigirse a casetas de similares características localizadas en las inmediaciones de la Facultad de Derecho; puede dirigirse al denominado "Paseo de la Salmonela" y comer algo ahí; puede meterse a un Oxxo y comprar algo; puede ir con el vendedor de tacos de canasta y comprar el equivalente a sus $10 en tacos; puede ir con una señora que vende quesadillas junto a la barda que divide la universidad de la colonia adyacente; puede comprar $10 de paletas; puede comprar dos bolillos, unas rebanadas de jamón en Wal Mart, en Superama o en la Tienda UNAM y hacerse unas tortas. Si puede hacer todo esto, ¿por qué demonios se empeña en meterse en un sitio donde sus $10 no le alcanzarán para mucho? ¿No es tan ridículo como decir "yo quiero comerme una buena tapa de cuadril; exijo que los restaurantes argentinos bajen sus precios y los asimilen a los de la fondita de doña Chona para que pueda yo consumir ahí"?
Así las cosas, la protesta sigue en pie. Ahora, los manifestantes han decidido poner un puesto de chicles, paletitas y palanquetas a la puerta de la cafetería y desde ahí gritar sus consignas. ¿Regalan los chicles, las paletitas y las palanquetas para que el alumno vea que ellos sí son solidarios? No, desde luego. Los precios a los que venden su mercancía, ¿excluyen cualquier tipo de ganancia? Es decir, ¿se dan al costo? Tampoco. ¿Qué congruencia los respalda entonces? Ninguna. Su protesta es una más de las mil formas que los protestantes perpetuos tienen para darse a notar, para atrapar incautos por cuyas cabezas no pasa la idea de que la mejor opción para no gastar mientras se acude a clases consiste en hacerse una torta o un sandwich en casa, llevar una fruta o un chocolate —excelente para pensar y, al mismo tiempo, sentirse feliz— y beber agua según se prefiera. Un letrero, muy simpático, rezaba "tengo hambre y debo sacar copias. El dinero no me alcanza". Vaya, hombre, pues si el dinero no te alcanza, lee en la biblioteca, trae de tu casa un lunch y todos contentos, ¿o no? Si ni para eso te alcanza, ¿cómo te alcanzó para comprar plumones, cartulinas y cinta adhesiva con los cuales plasmar tu protesta? ¿Cómo hiciste para llegar a la universidad? ¿Cómo haces para no andar desnudo? ¿Cómo tomas apuntes, con qué lápiz y con qué cuaderno?
El problema, en resumen, responde a varios factores. Por una parte, el protestante qiuere ver, en la existencia de cualquier cobro, una sucia maniobra del capital para sacar de la universidad a los pobres. Yo recuerdo que, en mis épocas de estudiante, llegaba a la facultad con esos mismos $10 en la bolsa, a veces sin los diez pesos sino con su equivalente en boletos del metro. ¿Compraba algo? No. ¿Y si me daba hambre? Me aguantaba. ¿Y si me daba hambre y debía estar allá todo el día? Me aguantaba igual, o llevaba algo de mi casa, cualquier cosa. ¿Fotocopias? No: leía directamente de los originales y tomaba mis notas en hojas destinadas a tal efecto, renegando cada que encontraba páginas subrayadas o libros mutilados. ¿Me parecía caro o barato el costo de los alimentos que se vendían en las cien opciones cercanas a la facultad? Ni siquiera lo sabía. Lo único que sabía era que no tenía dinero y, por tanto, no podía comprar. Así, ¿para qué demonios me iba yo a acercar a la cafetería? ¿Protestaban algunos por los precios, o por la calidad de los alimentos? Sin duda. ¿Qué hacía yo? Mandarlos a paseo con el mismo argumento que esgrimo ahora: nadie te obliga a comprar ahí. Deja de estar pegado a la ubre de la universidad y haz algo de provecho. Por ejemplo, estudiar, trabajar y, ya entonces, comprar para lo que te alcance. Si quieres algo de provecho inmediato, haz una torta en tu casa, hierve un huevo, transporta una fruta hasta acá y listo, no pasarás hambre. ¿Escasez de solidaridad de mi parte? No: simple sentido práctico.
O sea que no, no hay tal complot contra los pobres. Como decía alguien en un comentario que recién he leído, ya bastante es con tener acceso a una educación de primer nivel sin desembolsar un solo centavo por ella como para, encima, exigir que se le regalen a uno las copias o la comida. Para los que han protestado, y que ponen como ejemplo lo que cuesta la comida en la UAM, ¿saben acaso que allá se debe pagar una cuota —cercana a los $400— para cursar cada trimestre, a pesar de que la población que asiste a dicha entidad es considerablemente más pobre que la de nuestra universidad? ¿Sabrán, asimismo, que los alumnos allá tampoco pagan por una comida los $10 mencionados por ellos, sino un poco más? Evidentemente no, no lo saben. El alumno hace su esfuerzo y paga. ¿Por qué? Porque le interesa estudiar, y sabe que esos $400 no reflejan lo que en realidad cuesta su educación.
En nuestro caso, los protestantes perpetuos asumen que la universidad debe darles todo para facilitar su proceso de aprendizaje, desde clases hasta copias, pasando por comida. Si tal fuera el caso, ¿a qué se compromete ese sujeto que protesta? Toda exigencia debe llevar aparejado un compromiso: tú me das y yo respondo con... Pero, como ellos se dicen anarquistas, y que vayan al diablo la autoridad, la imposición, la dominación y los mecanismos para ejercer la exclusión, la cosa es exigir, pedir sin dar nada a cambio: ni calificaciones, ni una estadía limitada en la universidad, ni una titulación rápida. A ellos, nada se les puede pedir; ellos, en cambio, pueden exigir todo. El problema, como se ve, es de actitud... acaso también de aptitud. Si desean una educación que no exija y que, además, pague por acudir a recibirla, ¿por qué no van a la pejeuniversidad, donde el ingreso se hace mediante sorteo y el alumno recibe una beca durante los cuatro años que se hace tarugo adentro de las aulas? Como decía hace un momento, la cosa es ponerse a pensar: qué me dan aquí, qué me dan allá. Allá me dan lo que quiero, allá voy. Si no voy, es decir, si quiero quedarme aquí, pues acato lo que me dicen que hay aquí y sanseacabó. La pregunta final es ¿por qué no van adonde parecerían cumplirse sus expectativas? ¿Es posible que tampoco, como en el caso del comedor alternativo, resulte una buena opción el antro educativo creado por los populistas?