Ha aparecido en librerías la más reciente obra de José Antonio Crespo (ajá, ése, el que realizó un estudio sesgado de las actas del proceso electoral del 2006 y, con base en él, se arrogó la posibilidad de decir "el resultado es incierto"), titulado Contra la historia oficial. Dicho en tres palabras, el librito de referencia aborda una tarea común al aficionado a escribir (o a manosear) temas de historia, consistente en desmitificar a los personajes del pasado y mostrarlos como en realidad fueron. Según sus propias palabras, Crespo decidió poner manos a la obra tras darse cuenta de que la historia que se cuenta en las escuelas es historia oficial y, por tanto, se desenvuelve en un ambiente de héroes y villanos, al tiempo que formula explicaciones que justifican a un régimen determinado y, en suma, termina por engañar al que la lee.
Como es fácilmente perceptible, los argumentos recién expuestos se encuentran en consonancia con los vertidos por otros insignes divulgadores de la historia, de la talla de José Manuel Villalpando, Alejandro Rosas, Lorenzo Meyer, Héctor Aguilar Camín, Carlos Monsiváis y Rius, miembros del ambiguo gang de los escritores que, con base en la posesión de semejante título, se dedican a manosear el tema que les viene en gana y, con razón o sin ella -como ocurre en la mayoría de las ocasiones-, pontifican sobre lo que medianamente conocen, presentan sus opiniones como si fueran la verdad, y terminan por construir un discurso digerible, legible, pero sumido en la estulticia en virtud de la arrogancia del autor, de su inaudita soberbia que, también por motivos ignotos, le permite cuestionar todo -con mayúsculas, por favor- lo hecho, eliminarlo de un plumazo, y crear un nuevo paradigma explicativo.
Ahora bien, que los Rius, los Villalpandos, los Rosas, y los etcéteras mencionados lo hagan... bien, es reprobable pero comprensible, dado que el desconocimiento de la disciplina los entitula, de algún modo, para destrozarla. Sin embargo, el caso de Crespo es en extremo penoso, porque al tipo lo sustenta un grado de doctor en historia por la Universidad Iberoamericana que, al calor de las sandeces escuchadas, queda muy mal parada en cuanto a su nivel académico. Habrá que ir por partes para que lo dicho por Crespo quede de manifiesto en toda su magnitud, y sea perceptible el cretinismo que, de un tiempo a la fecha, lo reviste.
Para comenzar, el libro parte de una premisa falsa: la historia que se da en la escuela -así, a secas, sin mayor definición- es historia oficial al servicio del régimen. Si yo fuera Juan de la Calle, probablemente me comería completo el cuento y entonaría loas al Dr. Crespo por su valiente rescate de la verdadera historia. Sin embargo, como me gano la vida como historiador, confío en que mi preparación no ha sido mala y, lo mejor de todo, me dedico también a escribir esos libros que se leen en la escuela, me es posible refutar de medio a medio la estupidez aquí transcrita y, al mismo tiempo, sentirme profundamente ofendido. Hasta donde sé, yo no estoy al servicio de ningún régimen, ni transcribo historias oficiales, ni vendo procesos maniqueos, de buenos buenos y malos malos. En absoluto. La instancia normadora de la educación, la SEP, es muy clara al momento de indicar los contenidos forzosos de los libros de texto, pero se abstiene de modificar las posiciones sostenidas por los autores, quienes no son simples plumas a sueldo sino, salvo contadas excepciones, colegas historiadores con una preparación sólida, una idea definida de la historia, y una convicción certera del objetivo que tiene el acto de escribir un libro de texto. Por si fuera poco, a la luz de las evidencias incluso me es posible decir que hay un grupo cuantioso de dictaminadores -sujetos desconocidos que califican el trabajo de los demás- perredistas incrustados en la propia secretaría, quienes se encargan de exigir la inclusión de temas extraños al contexto con el afán de presentar "libros con contenido social", lo cual no es para nada compatible con la idea genérica que se tiene en lo relativo a las historias de bronce. Ante esto, me pregunto ¿dónde queda la historia oficial de la que habla José A. Crespo, contra la que despotrica, y que sirve de asiento al amasijo de hojas que llama "libro"?
El segundo elemento a discutir es, si se puede, peor que el anterior. Según he comentado, Crespo retoma la bandera de los divulgadores lerdos y pretende "desmitificar a los personajes de la historia y mostrarlos como en realidad fueron." Buen intento, pero tiene dos problemas graves: el primero reside en que, al basar el estudio de la historia en los personajes, se cae en lo que se pretende combatir, esto es, en la mitificación, al dar por sentado que es el sujeto individual el responsable del proceso entero. La segunda complicación compete a la teoría de la historia -en la que Crespo no debe ser neófito, a menos que su doctorado sea chafa-, y reside en ese ente intangible que es la realidad: ¿cómo presentar algo, lo que sea, como realmente es, o fue? ¿Se concibe al documento, al testimonio, como depositario inerte del pasado, lo que le faculta para reflejar al hecho en sí, sin intervenciones subjetivas de por medio? Imposible, ¿no es cierto? Entonces, ¿para qué salir con esta clase de tonterías? ¿No era ya suficiente con el mamotreto infumable de Rosas, titulado Mitos de la historia de México, o las benditas Batallas por la historia, de Villalpando, entre un cúmulo de porquerías semejantes? ¿Para qué abonar el camino de la historia malhecha?
En resumen: José Antonio Crespo, ¿habla desde la ignorancia? Pudiera ser. ¿Modifica las cosas para que sus explicaciones sean acertadas? Parece plausible. ¿Sesga la información para realizar un trabajo que le reporte buenos puntos en el Conacyt, prestigio y presencia editorial? Ni duda cabe, y ahí tenemos también su texto sobre el 2006 para corroborarlo. Si el tipo se considera un divulgador de lo que sea (de la política, de la historia, o del zurcido), allá él: el problema es que pretenda convencernos a todos de ello, y nos venda sus medias verdades para probar su magnificencia. ¿Ignorante, falto de ética, o simplemente cretino?