Recién leo la más reciente entrada publicada en su blog por mi querido y admirado amigo Alberto Constante, en la cual aborda el valor de lo feo, referido en concreto a una persona que, en principio, me resulta desconocida por el anonimato con que se maneja en el texto, pero cuya actitud -por desgracia- me es posible reconocer y que -para mayor desgracia- resulta común en nuestros tiempos y en nuestro medio: el fingimiento, la hipocresía, la ausencia de honestidad; en suma, la fealdad de carácter. Desbrozaré esto por partes y espero obtener algún resultado de interés.
De un tiempo -indefinible- a la fecha, han florecido los grupos, corrientes y sujetos que se vuelcan a favor de las estéticas de lo grotesco. ¿A qué se refiere ello? Imposible de concretar, salvo en un punto clave: a la entronización de lo feo -abstracto también, y que bien valdría plantear críticamente-, la loa a lo feo, la reproducción de lo feo y la cotidianización de lo feo, lo anormal - en el sentido en que lo expresaría Foucault-, lo que se sale de lo corriente pero no por la puerta, ni por la ventana, acaso ni siquiera por la puerta de servicio sino, en todo caso, sale por el vertedero, por el cárcamo. Las estéticas de lo grotesco insertan en el plano de lo apreciable aquello que naturalmente evitaríamos, lo que pasaríamos de largo, o contra lo que nos volveríamos presas del enojo, la repulsión, o la reprobación.
Tal normalización de lo grotesco juega con la imperiosa necesidad de incorporar lo diferente, lo que se revela otro, lo que clama por un lugar no sesgado en el conjunto de lo simbólico. Por ende, el sujeto acorde a su tiempo y depositario, quiera o no, de una serie de valores proclives a la incorporación de la diferencia, debe al menos tolerar a lo grotesco como parte del entorno y evitar, por sobre todas las cosas, la emisión de cualquier juicio que lo denote como cerrado de mente, intolerante, o reaccionario, concepto éste no referido de forma exclusiva al ámbito político sino, por el contrario, poseedor de camaleónicas posibilidades en lo relativo al acto de denostar al oponente.
Hasta aquí lo grotesco en sí; como colofón, podría indicarse que el gusto, y la posibilidad de depositar un sinnúmero de variopintos elementos en el objeto, no son susceptibles de normarse bajo ninguna condición. En consecuencia, resulta natural el florecimiento de los apóstoles de lo grotesco, las manifestaciones de lo grotesco, y la exaltación de lo grotesco, todo lo cual funciona como vehículo para, repito, normalizarlo, introducirlo en el conjunto de lo aceptable, y poner en juego distintos discursos tendientes a ampliar sus capacidades explicativas de un segmento relegado de eso que se da en llamar realidad.
Ahora bien,¿qué es lo que acontece cuando esa inserción de lo grotesco se moviliza al ámbito de la moral y la sociabilidad? ¿Es posible que tornemos normales las expresiones de lo grotesco en nuestro trato diario? ¿El ser feo con los demás resulta ya no intolerable, sino incluso insoslayable? Las condiciones de posibilidad en que se desarrolla nuestro día a día parecen demostrarlo: el mexicanísimo "el que no transa, no avanza" da una prueba de ello. Sumarse a las huestes de lo malportado -diría mi abuelita- resulta normal, deseado y deseable, al amparo de las insospechadas características ínsitas al otro. La loa a lo feo no es, entonces, asunto de pantalones o pinturas: es materia social, sedimento de las conductas cotidianas, asiento del ser y del saber sobre ese ser. Tan lamentable como cierto es que lo anormal reconfigura su semblante y se muestra como normal e inevitable, susceptible de reproducirse y perfectamente apropiable en la medida -y aquí está el quid- en que la reflexión no lo percibe, en la medida en que subrepticiamente se inserta en las prácticas cotidianas y termina por dominar al juicio y la percepción.
Que las estéticas de lo grotesco pervivan y se multipliquen depende del gusto; que la proliferación de lo grotesco en el plano social haga lo propio depende de la reflexión, el cuestionamiento, el querer ver lo que parecería normal pero posee un sentido oblicuo que escuece o, al menos, incomoda un poco sin saber por qué. Dónde nos situamos... eso depende de cada quién.
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