De un tiempo para acá, los medios de comunicación, los actores políticos, las instituciones, y aun los despistados, se hacen eco de aquella idea que propugna a la democracia -abstracta y posiblemente infusa- como la panacea a todos nuestros males. No importa si el tema de conversación recae en los derechos de las minorías, la calidad de la educación, el conjunto de valores sociales, o el acceso del pueblo al poder: la democracia nos habrá de presentar siempre la mejor opción de acción. ¿Su familia está desintegrada, vive presa de un macho embrutecido por el alcohol, o presencia cómo los hijos venden y / o consumen drogas? No importa, con democracia se convertirá en la feliz familia mexicana. ¿Los asaltantes proliferan en su barrio, los vecinos viven a la greña, o el entorno es aquejado por un inusitado aumento del comercio informal? No se preocupe, con democracia vivirá usted en la armonía comunitaria. ¿Nadie respeta a ancianos, niños, minusválidos o indígenas? Qué le apura, la democracia nos llevará a la sociedad equitativa que todos merecemos.
La idea, como puede percibirse, es un depropósito total. La democracia, simple y llanamente, alude a la posibilidad de dotar al pueblo -o a segmentos concretos de éste- de capacidad para incidir en la toma de decisiones que afectan su desarrollo; en otras palabras, la posibilidad de intervenir en la política, entendida en sentido amplio. Lo demás se relaciona con cuestiones como la educación, la reproducción de determinado tipo de valores, la racionalización del entorno, o la consideración del otro en tanto sujeto de determinados derechos. En suma, es un asunto de cultura, no de democracia, a pesar de lo cual se insiste en el error y se presentan argumentos que, en el mejor de los casos, abaratan a la democracia, al introducirla en todos los moles posibles, y en el peor de ellos la trivializan, al apuntalar su indefinición como concepto.
Por desgracia, en el terreno en que la tal democracia debe operar, tampoco es posible encontrar prácticas adecuadas a lo que se requeriría. Un ejemplo de ello se encuentra, precisamente, en el trabajo de los cuerpos legislativos y ejecutivos de distinto nivel. Con la proximidad de las elecciones, todos los partidos políticos echan a andar la rueda de los cuentos -cuanto más imaginativos, mejor- y prometen el acceso a la sociedad ideal e igualitaria siempre y cuando se vote por ellos. Sin embargo, la pregunta insidiosa no se hace esperar: ¿cuándo, a cualquiera de nosotros, nos han consultado acerca de si estamos a favor de X o Y medida? No me refiero a las vaciladas instrumentadas por López O, en absoluto: me refiero a una consulta seria, honesta, bien medida y, sobre todo, con posibilidades de reflejar lo que quiere el que vota, no necesariamente lo que cualquier sujeto quiere que se quiera. Repito entonces, ¿cuándo se ha visto tal consulta? Jamás en la vida. Cuando un legislador determinado emite su voto en la Cámara, ¿por qué lo hace? ¿Porque así se lo exigen sus electores, o porque es la línea que le ha trazado su partido? Entonces, ¿en dónde queda la democracia?
Cerraré esta breve disertación con un par de ejemplos lamentables, que dan buena cuenta de que, para democráticas cuestiones, nos hallamos muy lejos de saber siquiera hacia dónde inclinarnos. El primero de ellos tiene que ver con el voto corporativo. De unos días a la fecha, un sector de la intelectualidad se ha dado a propalar la especie de que, si los partidos no se comprometen a tales o cuales medidas -impracticables de momento, como bien ha apuntado Pablo Hiriart-, mejor no votemos. Como muestra de cultura política, la opción es atrayente, ni duda cabe. Si se piensa que la cultura política no es la ridiculez que impulsa el IFE -emitir un voto-, sino que es analizable a partir de la idea que se hace la gente del poder y el bien común, traducible en el acto de votar tanto como en el de no votar, el abstencionismo resultaría entonces la muestra palpable de que las opciones no convencen y, por tanto, el repudio generalizado a los partidos les llevaría a replantear sus estrategias e, incluso, a realizar sanos ejercicios ontológicos. No obstante, en tal escenario resultaría previsible que el abstencionismo sólo lo ejercieran las capas pensantes de la sociedad, las menos, mientras que los esclavos de vales, despensas, uniformes, útiles escolares y programas asistencialistas tendrían, a fortiori, que emitir el llamado voto duro, con lo que la expresión del repudio se cancelaría y los nuevos amos de la ley podrían ocupar sus curules sin pena ni remordimiento alguno, legitimados por un ejercicio democrático que, de eso, tendría muy poco.
El segundo ejemplo tiene que ver con la democracia en pequeño, ésa que no afecta los destinos nacionales pero sí una parte del todo y que, en la misma medida, nos demuestra que estamos mal hasta donde no cabe imaginarse. Hace poco tiempo, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, a cuyo cuerpo académico pertenezco, se realizó una auscultación para conocer a quién, de entre una serie variopinta de candidatos, la comunidad preferiría que se nombrara nuevo director. El obvio contrasentido del proceso -votar para conocer algo que no está en manos de uno mismo designar- no le quita méritos y, de hecho, permitió saber dónde se ubicaban los aspirantes, qué traían entre manos -si es que algo traían, que algunos no traían nada-, y que harían al frente de la institución. Al finalizar la presentación de los proyectos se emitió una votación, y la comisión encargada de la auscultación envió los resultados a la rectoría universitaria, instancia que decidirá, a final de cuentas, quién rige los destinos de la facultad durante los siguientes cuatro años. Al conocerse hoy en día la terna, resultó que, de entre los seis aspirantes -cinco que habían participado en el proceso reseñado más un saboteador-, la rectoría había formado la terna con quienes habían obtenido los dos primeros lugares en la votación, seguidos de quien había ocupado el cuarto puesto. ¿Por qué saltaron al tercer lugar? Es un misterio. No obstante, el problema no es tal, sino otro, que bien muestra lo que ya enunciaba líneas atrás: ¿por qué ciertas personas dedicaron tiempo y esfuerzo a integrar una comisión de auscultación si, al final, buscaron que su candidata -cuarto lugar- se metiera en la terna a como diera lugar? ¿Somos o no somos demócratas? ¿Avalamos los resultados siempre, o sólo cuando nos son favorables? ¿Exigimos respeto a nuestro triunfo, pero nos dedicamos a dar patadas por debajo de la mesa para salirnos con la nuestra cuando las cosas no marchan bien?
He aquí el problema: democracia, sí, por supuesto. ¿Qué es? Misterio. ¿En qué consiste? Se ignora. Por tanto, ante la indefinición del concepto, es posible buscar el triunfo en las urnas y, a la par, lanzar macheteros, golpeadores, y hordas violentas a las calles para ganar lo que no se ganó; proclamarse respetuosos de la voluntad popular y, en cualquier instante, protagonizar un asalto a las instituciones que vigilan el desarrollo de los procesos; buscar el apoyo de la mayoría, sin pensar en qué tipo de apoyo brinda una mayoría comprada o apaleada; finalmente, lo que es lo mismo, formar parte de una comisión de auscultación mientras, por debajo de la mesa, se cabildea para evadir un resultado eventualmente adverso. ¿No es acaso terrible?
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