Hace aproximadamente treinta años –es escalofriante la facilidad con que esto se enuncia–, la Ciudad de México vivió los embates de un regente modernizador, reformador, transformador del paisaje: Carlos Hank González, mejor conocido en los bajos fondos como Genghis Hank. Sabedor de los insospechados alcances financieros que, para quien lo promueve, deja el acto de emprender obras públicas de forma masiva, Genghis se embarcó en un programa cuya principal meta consistía en dotar a la urbe de vías de comunicación eficientes y modernas, que desahogaran con facilidad el creciente flujo vehicular y mostraran la imagen que, de la capital nacional, quería darse: la de urbe cosmopolita, pendiente de los últimos avances de la técnica.
El resultado fue, como bien se sabe, y se recuerda, desastroso: la ciudad asemejaba un enorme campo de batalla, con socavones por doquier, vialidades cortadas al por mayor, ríos de concreto partido que se trasladaban en desvencijados camiones entre las zonas de obras y los respectivos tiraderos, cadáveres de árboles que viajaban también con destino a ignotos paraísos vegetales, gente inmovilizada en entornos reducidos por obras públicas interminables, usos comunitarios fracturados por la apertura de vías rápidas, caos, confusión, enojo. Lo peor de todo: el sentimiento de habersido estafado por una autoridad que emprendió obras disparatadas, costosas e inútiles, que en poco mejoraron la calidad de vida de los individuos.
Treinta años después aparece, al frente de los destinos de la urbe más grande del planeta, mi hogar y el de varios millones de seres humanos más, un nuevo sujeto a quien animan los mismo planes que a Genghis Hank, esto es, hacerse rico mediante la concesión desenfrenada de obra pública y, de paso, sumar su nombre a la memoria de la ciudad: Marcelo Ebrard. Desde el inicio de su gestión, heredera a su vez del calamitoso paso de López Obrador por el gobierno capitalino, los habitantes de la urbe hemos sido testigos del inicio de obras sin orden ni concierto; de la construción y destrucción de "cosas" que, en el mejor de los casos, ni nos van, ni nos vienen; del avasallamiento del ciudadano común para mostrarle los hipotéticos beneficios que traerán las edificaciones que aparecen en cada manzana; en suma, hemos visto cómo las compañías constructoras se han apoderado de calles, avenidas, plazas, plazuelas, parques, y aun terrenos ejidales, para transformar nuestro entorno.
La obra pública es, como su nombre lo indica, un bien público. En su confección debe privar, antes que nada, la existencia de un plan maestro que guíe su confección, que otorgue sentido al conjunto, y que nos permita percibir, ya desde sus fases embrionarias, los beneficios que nos proporcionará. Éste no es el caso de la Ciudad de México que, desde la época porfiriana, crece al amparo de la coyuntura, la especulación, la inventiva particular y la mera ocurrencia. La actual administración no podía salirse de la norma y, en sus continuos arranques de inteligencia, ordena construir puentes que no llevarán a ninguna parte, tapizar de concreto hidráulico –cero ecológico– un buen número de vialidades, construir una línea de autobuses rápidos que generan más accidentes que dinamismo movilizador y, en el colmo, trazar la nueva línea del metro justo donde recién se ha terminado un distribuidor vial.
Al observar cualquier película bélica, lo primero que salta a los ojos del espectador es, además de las escenas de llanto y desesperación, el estado de destrucción que guardan los escenarios. Si mira uno con cuidado, notará además que la destrucción no sólo implica el fin de algo y su consiguiente inoperancia como elemento urbano funcional, sino también la transformación drástica en las formas de vida de los pobladores: "no pases por tal calle porque hay francotiradores"; "no vayas a trabajar porque se espera un bombardeo." Cuestiones por el estilo. Ahora bien, yo me pregunto, ¿cuál es la diferencia entre ello y lo que acontece en la Ciudad de México? Si se eliminan los francotiradores y los bombardeos, ninguna: hay que establecer un nuevo patrón de movimiento cotidiano para llegar a tiempo al trabajo, a la escuela, al sitio de esparcimiento. Sin duda alguna, en una ciudad de la magnitud de ésta, las alternativas viales sobran... claro, siempre y cuando no se le haya ocurrido a la autoridad efectuar nuevas obras en las alternativas, o sólo en el caso de que la alternativa sea tal, y no se pretenda revestir del carácter de vía alterna de una avenida de siete carriles a una calle de dos.
El urbanismo está en manos de incompetentes, ni duda cabe. Y no lo digo yo: para no incurrir en el plagio, diré que tal expresión, en términos mucho más soeces, fue pronunciada por Luis Barragán hace más de cincuenta años. Si le era posible decirlo en una ciudad donde no habitaban más de veinte millones de seres humanos, la cual no poseía un parque vehicular cercano a los cinco millones, ¿cómo se expresaría el día de hoy sobre las mentes maestras que construyen o, mejor dicho, destruyen el sitio en que vivimos?
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