El Diccionario de la Real Academia define al patán, en su segunda acepción, como "hombre zafio y tosco"; a su vez, zafio significa "grosero o tosco en sus modales o falto de tacto en su comportamiento." Con esta luz como guía, y dejando de lado la cuestión de género asociada a las definiciones transcritas, puedo con conocimiento de causa afirmar que hoy presencié el desenvolvimiento social de varios sujetos que, en efecto, caen perfectamente en la categoría del patán por antonomasia.
El primero de ellos es, lamentablemente, un académico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. No diré el nombre para no quemarlo pero, para dar un norte a quien esto lea, sólo mencionaré que pertenece al Colegio de Letras Modernas, en su división de Letras Inglesas, usa el cabello extremadamente corto y gasta lentes negros de media montura; no diré más porque en una de tantas es posible que adivinen, y mi intención no es tal. El sujeto en cuestión, aunque tiene un español perfecto, gusta de hablar en inglés a sus alumnos mientras los atiende en la sala de profesores, lo cual es por completo válido si consideramos a qué se dedica y sumamos el hecho de que, después de todo, una poca de práctica en la lengua de Shakespeare no viene mal a ninguno de quienes tal carrera estudian. El problema es el volumen: yo no sé qué corrija, ni sus motivos, y honestamente no me importa en absoluto. ¿Por qué entonces su volumen es lo suficientemente alto como para inundar el saloncito en que los académicos sin cubículo nos dedicamos a trabajar? Misterio. ¿Lo hará para llamar la atención? Posiblemente. Como sea, el tío no pasa desapercibido, y eso me permitió observar hoy cómo se convertía en el patán número 1 del día.
En efecto, la sala de profesores es un sitio para los profesores pero no de forma exclusiva, sino un espacio donde todos podemos estar juntos pero no revueltos, en el que podemos encontrarnos y no conocernos, donde se revisan trabajos, se realizan trabajos, y se sugieren trabajos. Como todo esto indica, los alumnos son un elemento clave en el proceso: sin alumnos, los profesores no existiríamos. ¿A qué viene entonces pedirle a una alumna, sin siquiera decirle "por favor", que se retire de una mesa porque la misma será usada por un profesor? Más aún, ¿por qué ocupar una mesa si la tarea que se encaraba, esto es, revisar un trabajito, no requería de la superifcie plana, y podía llevarse a cabo con comodidad en un sillón? ¿A qué viene tal prepotencia? Oh, y no sólo esto: al mover una silla -en la que no se podría haber sentado el patán en cuestión, dada la ubicación de la misma- golpeó a la alumna, y el consabido "uy, perdón" apenas si se escuchó. ¿Por qué obrar así? ¿No es esto propio de pobres diablos sin importancia, de ésos que gustan llamar la atención profiriendo gritos, insultos, y atropellando al otro, y no de académicos universitarios?
Una hora más tarde abría yo mi clase vespertina. Justo intentaba esbozar a los alumnos los pormenores de los instrumentos crediticios empleados en la Nueva España -lo cual tiene sus complicaciones naturales- cuando un sujeto abrió la puerta, sin tocar, y me espetó "oye, amigo, ¿nos dejas dar una información?" Como pensé que eran miembros de alguno de los grupos que participan en la elección de consejeros universitarios, los dejé entrar. ¡Cuál sería mi sorpresa al ver que el par de sujetos -un tipo y una tipa- comenzaban a anunciar la videoconferencia que dictará el próximo sábado el conocido agitador Lyndon Larouche, a quien mantengo en mente por ser un lunático capaz de defender apasionadamente las "buenas y honestas" gestiones presidenciales de Luis Echeverría y José López Portillo! Di dos minutos a los fulanos para que hablaran y se extendieron hasta diez, tras lo cual comenzaron a repartir propaganda y, al serles cuestionadas las locuras que profiere cotidianamente Larouche, no dudaron en tacharnos, a mi grupo y a mí, de sofistas -aunque, cuando los inquirí al respecto, tampoco supieron responder qué diablos hacían los sofistas, salvo que aparecían en un diálogo de Platón-, cerrados, descerebrados, y demás linduras, y arremeter contra la universidad por ser un espacio cerrado donde sólo se genera pensamiento inútil, lo cual equivaldría a "pensamiento no iluminado por la sapiencia de Lyndon Larouche". ¿Patanes, o no patanes?
La del estribo: habitualmente, el recorrido entre la universidad y mi casa toma cerca de 40 minutos; si el tránsito es excesivamente lento, puede ser un poco más. Hoy tardé 40 minutos en recorrer dos cuadras. ¿La razón? Un cúmulo de patanes que olvidaba la regla básica del movimiento vehicular y peatonal alrededor del mundo -verde, avance; rojo, no avance- e invadía, con total despreocupación, el área por la que debían transitar los autos procedentes de la otra calle. 40 minutos. ¿Un policía que ponga orden en el cruce? Vamos, ¿en qué ciudad crees que vives? Para resumir la peripecia, diré que a punto estuve, en cuatro ocasiones, de ver mi coche golpeado por otros automovilistas desesperados, tuve que caracolear sin sentido a lo largo de una cuadra larga y, finalmente, debí esperar a que un par de ciudadanos comunes y corrientes asumieran las funciones de los ínclitos policías para que la circulación se regularizara lo suficiente y dejara atrás el cruce. Patanes, ¿no es cierto? El colmo de todo fue ver, escaso kilómetro y medio delante del atorón, a tres motocicletas -sí, tres- escoltando un camión para que éste, impunemente, se pasara los altos. Cosas de patanes, no hay duda.
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