Gracias a una oportuna entrada publicada por una cofrade a quien recién leo, me he enterado de que, mientras la gente huye despavorida a causa de la epidemia, o se dedica a elaborar cada vez más complicadas teorías de la conspiración a propósito de lo mismo, nuestros eficientísimos legisladores -una vez más, es ironía- han aprobado un par de leyes que estaban en la congeladora y que, de momento, les ha parecido oportuno discutir y, en su caso, aprobar. La primera se relaciona con la creación de lo que será la nueva Policía Federal, en tanto la segunda tiene que ver con el narcomenudeo y el consumo de drogas.
Antes de comenzar con este breve examen, creo pertinente indicar algo que se escapa a muchos de quienes han analizado las acciones del legislativo: el que las leyes pasen ahora, justo en medio de la epidemia, tiene poco que ver con un manejo sucio, dada la escasa atención que reciben -lo cual es el nuevo argumento conspiracionista-, y mucho con la tradicional apatía de nuestros diputados y senadores, quienes holgazanean lindamente la mayor parte del tiempo que dura un periodo ordinario de sesiones -escasos tres meses-, y terminan por sacar la ley en los últimos días, sólo para que la población no diga que cobran sueldos estratosféricos por no hacer nada. De esta manera, incluso antes de que se declarara la contingencia sanitaria, era posible ver cómo los quinientos zoquetes de San Lázaro y los ciento veintiocho torpes de Xicoténcatl -en caso de que todos asistieran, claro está- se apresuraban a dictaminar, pasar y votar leyes a un ritmo increíble que, si fuera constante, haría que este país tuviera una legislación aún más gorda que la que actualmente posee.
Salvado el primer obstáculo para determinar que las leyes trabajadas no forman parte de una gran conspiración, y que no se desenvuelven en un ambiente oscuro, al amparo de la distracción creada por el virus porcino, vale la pena echar una mirada a las disposiciones emitidas para ver que tampoco son cosa del otro mundo, ni siquiera son propuestas nuevas que se saquen de alguna mágica manga para fastidiar a los espantados mexicanos. Por el contrario, la ley de la Policía Federal se cocina desde que se pensó elminar a la AFI -o sea, desde hace dos años, cuando menos-, mientras que la ley del narcomenudeo ha estado moviéndose en la arena política más o menos desde hace también un par de años; sin embargo, ambas han cobrado importancia en los últimos meses, de nueva cuenta, no por ninguna conspiración tramada por los legisladores sino, simplemente, porque se acaba el periodo ordinario y, por supuesto, se acercan las elecciones, y todo mundo quiere presumirle algo a sus potenciales electores.
El contenido de ambas leyes, aunque polémico, era de esperarse: por una parte, se faculta a la nueva policía para actuar alla maniera gringa y meter agentes encubiertos, compradores falsos, intervenir teléfonos, y demás ingeniosas ocurrencias que en las series policiacas dan excelentes resultados -¿o no, Jack Bauer?-, pero que en la vida real han probado ser tan inútiles como si las operaran Torrente o Philip Marlowe. El caso es que las tareas de inteligencia, dejadas a policías sin la misma, parecerían un cuento absurdo, una simple mascarada para decir "estamos haciendo algo", y dan una excelente oportunidad a los apólogos del crimen disfrazados de defensores de los derechos humanos para decir "fuera el ejército", aun cuando es el único que algo ha podido hacer contra el narco. Lógico, existe el miedo de que los polis encubiertos se dediquen a extorsionar, a cometer crímenes ellos mismos, o simplemente a tirar la flojera por ahí; no obstante, lo mismo pasa ahora que están uniformados, ¿no es cierto? Entonces, ¿a qué viene la alarma?
La segunda ley invoucra, con mucho, mayores problemas. Hace aproximadamente dos semanas, al aparecer el primer borrador de la ley contra el narcomenudeo, los senadores y diputados perredés -junto con esa horda de zopencos agrupada en el PSD- brincaron todos a una voz para exigir que se cambiara, y amenazaron con no votar cualquier ley que criminalizara el consumo. Entre paréntesis diré que, en mi opinión, tal sería el mejor medio para darle en la chapa al narco porque, si le caen veinte años al primer hijo de Jah o chaval de la pseudo izquierda que se sorprenda fumando inocentemente un toque, seguro que la práctica disminuye. Sin embargo, los perredés dijeron "no" -seguramente porque bien saben de lo que hablan, e incluso Pablito Gómez pareció revelar hoy que no le hace ascos al pastito vacilador, dado el convencimiento con que apuntó el modo en que la marihuana se encuentra en los paquetitos que sirven para venderla- y la ley se regresó a comisiones. Total, el cambio redundó en que se aprobaran las dosis máximas para el consumidor, se establecieran los mecanismos no punitivos, sino de orientación y rehabilitación, y todos contentos. El problema aparece cuando se piensa que tal ley pudiera ser contraproducente en la lucha sin cuartel que se entable contra el narco, pero eso parece no importar a los señores del Senado.
Lo anterior me lleva a preguntar: si estamos en una democracia representativa, ¿por qué demonios siento que esos diputados y esos senadores no me representan a mí? Yo no hubiera votado por esa ley absurda de la policía federal, ni tampoco por la del narcomenudeo; es más, por mí, que el ejército se líe limpiamente a plomazos con los narcos y que metan al tambo a los consumidores de porquerías. Y, en esto, creo que no soy el único que piensa así, por lo que me vuelvo a preguntar, ¿a quién representan estos sujetos? De cuando en cuando, cada vez con mayor asiduidad, aparece un personaje de un partido en la tele para decir "por ti, hacemos...", y recita una sarta de sandeces digna de mejor estulto. Sin embargo, no creo que por mí lo hagan; para abreviar, no creo que legalizar la posesión de drogas sea la solución, ni que acabe con el narco, ni que funcione de algo. ¿En qué momento los diputados consultarán a sus votantes las decisiones que toman? Lo ignoro. Es más, no sé quién sea mi diputado federal -el local sí, y es un imbécil a quien tarde se le hizo para dejar botado el changarro e ir por otro-, ni me consta que haya venido a preguntar qué queríamos, qué nos hacía falta, qué nos gustaría que hiciera. Sospecho que el tío ha de ser mentalista porque, desde su curul, o desde la línea que le tiran el Peje y los archimandritas del perredismo, adivinó qué queríamos. Claro que le falló, y todo lo que se necesitaba no fue ni siquiera considerado pero, bueno, fallitas técnicas las tiene cualquiera.
Lo último por decir es que, según indica lo recién anotado, los cuerpos legislativos en este país sobran. No sólo les sobra gente -quinientos diputados holgazanes es un mar de holgazanes-, sino que el cuerpo mismo, mientras no se acerque a la gente, sobra. ¿Cuál es su problema? La omnipotencia que les reviste, la cual les hace creer que saben cuáles son los problemas del país -más allá de lo que opinen los ciudadanos- y proceden a resolverlos por sí solos. Sin embargo, mis nada estimados legisladores, sépanselo bien: la ley, por sí misma, no crea cultura, y menos si no se tienen los mecanismos de aplicación necesarios. Ahí está esa ley -sexista y discriminadora- que prohíbe la violencia contra las mujeres. Un momento: ¿qué, acaso, no está prohibida la violencia contra cualquier ser humano? Entonces, ¿para qué redundar? Termina todo por sonar como "se prohíbe pegarle a los seres humanos, a las mujeres y a los indígenas." Lindo, sin duda. Más allá de esta tontería, ¿quién hace cumplir esta ley? ¿La cultura es modificable por ley? La violencia seguirá existiendo mientras los patrones educativos -que inician en la casa, no en la escuela- no se transformen, mientras las mismas mujeres no dejen de criar machines en sus casas, y los padres no asuman un rol de mayor responsabilidad en el mismo tenor. Sólo así, no con leyecitas ridículas.
Como conclusión: los diputaRAdos no sirven; entonces, ¿para qué votar este 5 de julio? Honestamente, la respuesta escapa a mis alcances. Me queda sólo pensar que, si los ciudadanos conscientes y pensantes nos abstenemos de votar por X o Z, que tal vez no sean tan malos, las masas de acarreados, el voto duro sin cerebro, ése sí irá a las urnas, y le dará mayor poder a quien, tal vez, nos fastidiará aún más. Salvo este argumento, no se me ocurre ningún otro. Juzguen ustedes y, si algo se les ocurre, no tarden en comentármelo, por favor.