22.5.09

Saramaguianos.

Conforme el tiempo de las elecciones se acerca, resulta evidente que los ciudadanos deberemos recetarnos, por enésima ocasión, la retahíla de promesas gastadas y buenas intenciones con que, cada tres años, los partidos políticos nos aturden. En este sentido, el sujeto común se encuentra expuesto varias horas al día a una serie interminable de anuncios publicitarios -me niego terminantemente a emplear la palabreja spot, perfectamente traducible-, algunos peores que otros, llenos hasta la saciedad de futuros promisorios adornados con el color de algún partido en específico, prebendas, beneficios materiales concretos, bienestar abstracto, participación ciudadana, cambios profundos, anhelos alcanzados e, incluso, la salvación de la patria.

Sin embargo, las campañas de promoción del voto no se limitan a la simple y llana exposición de lo enunciado en el párrafo precedente, cuya repetición ad nauseam tendería a quitar el poco interés que, de por sí, despierta ya el proselitismo político, máxime en el caso de una elección intermedia como la que se avecina. De esta manera, como medio para salpimentar lo que, de otro modo, no sería sino una vulgar competencia para ver quién promete más cosas irrealizables en el menor tiempo posible, desde hace nueve años se ha incrementado el empleo de campañas negras -o guerra sucia- entre los distintos partidos políticos, en las cuales cada uno trata de mostrar cuán malo es el oponente, cuán podridos son sus candidatos, cuán corrupto es el sistema en que se desarrolla, cuántas ligas tiene con el narcotráfico, y un sinnúmero de linduras que, lo menos, quitan las ganas de votar al más pintado porque, entre que lo dicho son rumores sin fundamento, o verdades que el acusado intenta cubrir con un movimiento de su dedito mágico, lo que resalta es que la clase política de este país, en conjunto, no vale gran cosa. Bajo estas circunstancias, el electorado pierde de vista la importancia que, en el papel, poseen las elecciones, y emite una sentencia lapidaria: si nadie vale la pena, ¿para qué votar?

Justo en este momento aparece en escena la imagen que da título a este breve texto: el "voto en blanco", consagrado por José Saramago en su novela Ensayo sobre la lucidez como señal máxima de la protesta ciudadana en contra de los mecanismos imperantes en la toma de decisiones, punto de inflexión en lo relativo al pensamiento que, de sí mismos, tendrían quienes ocupan cargos de elección popular, signo real y evidente del poder asumido, en la democracia pretendidamente representativa, por los votantes. En consecuencia, el voto en blanco, es decir, la manifestación clara de repudio a todos los que contienden en la arena política, es asumido como una opción real para el votante desencantado, para quien pretende mostrar a los políticos que bien pueden quedarse en su casa descansando en lugar de trabajar por el pueblo.

La idea de la anulación del voto, o su emisión en blanco, inicialmente esgrimida por apenas un puñado de inconformes, tomó fuerza conforme los meses pasaron y, de todas partes, comenzó a volar la porquería, sembrando la duda y el enojo entre los potenciales votantes. El frenesí anulatorio ha hecho que, en este momento, a escasos cuarenta y cuatro días de la elección, hayan adoptado la propuesta académicos, estudiantes, pensadores, escritores e, inusitadamente, comunicadores; incluso existe un blog donde se promueve la anulación del voto y se invita a que la gente imprima volantes, estampe playeras, o pinte mantas alusivas al hecho. La idea de quien esto último difunde es que, o se transforma la democracia nacional y adquiere tintes plausibles para la gente del común, o ésta verá como mejor opción no votar... por nadie... nunca jamás.

Si bien las condiciones que esgrime el blog aludido para recuperar la confianza en los políticos me parecen, hasta cierto punto, aceptables, lo cierto es que algunas son francamente ingenuas, como el hecho de exigir que los candidatos sean poseedores de una ética intachable, ante lo cual vale preguntarse "¿y quién los calificará? ¿Dónde encontramos un eticómetro aceptable para todos?" Más allá de esto, el principal problema de lo exigido reside en que, como toca de forma directa las prerrogativas y canonjías de la clase política en su conjunto, resulta vana su enunciación y, de hecho, otorga un estatuto de perpetuidad a la anulación del voto.

No obstante lo mencionado, vale apuntar que la anulación del voto, como se ha dicho, tiende a cobrar fuerza entre los sectores "pensantes" de la sociedad, mientras que los "no pensantes" prosiguen atados a redes clientelares y, por ende, encuentran beneficios tangibles en el otorgamiento de sus sufragios a determinados partidos. Éste es, y no otro, el problema real que comporta el voto en blanco: si la gente "pensante" decide abstenerse o, lo que es lo mismo, votar por nadie, el auténtico ganador será aquél que posea más votantes - borregos, mayores clientelas políticas, conglomerados más numerosos de gente amafiada. Así, la propuesta de Saramago, donde el voto en blanco es leído como un castigo, como símbolo del desprestigio de la política institucional según es practicada, se desvanece, y en su lugar aparece el corporativismo como el gran triunfador en esta emisión de protestas disfrazadas de sufragios - no sufragios. 

Como es perceptible, votar en blanco se transforma, de remedio, en enfermedad y, vistos los alcances que la práctica podría alcanzar, resultaría entonces lógico que los partidos cuyos votantes se encuentran ubicados en clientelas se esforzarían por promover, de forma velada, la anulación del voto. El axioma final es tan simple como que, si sólo votan las clientelas, se pulveriza automáticamente la representación poseída por los partidos que no cuentan con ellas, mientras que sus usufructuarios resultan triunfadores del proceso electoral por márgenes de amplitud insospechada. Después de todo, el voto duro es tal porque, a pesar de la decepción, del mal resultado, de la promesa incumplida, o de la falla evidente, al sujeto no le es posible dejar de cruzar en la boleta el logotipo de un partido determinado, por razones que van desde el convencimiento hasta el eventual castigo. 

Mientras en México existan los comerciantes ambulantes amenazados por líderes corruptos, dependientes de autoridades asimismo corruptas; mientras no desaparezcan los permisionarios piratas del transporte público; mientras la ley se quebrante con la bendición de alguna autoridad; mientras se haga depender el dinero que recibe la gente del mantenimiento de un partido en el poder; en suma, mientras el voto no pueda ser libre por las razones que sean, convertirse en seguidor de las doctrinas de Saramago resulta un mal mayor que apoyar a un candidato regular, chafa, o de características dudosas. Votar en blanco equivale, en el preciso momento en que el país se encuentra, a entregar en bandeja de plata al corporativismo el control de las cámaras federal y locales, así como el gobierno de municipios y delegaciones: es apostar porque lo que ahora no se ve bien, con seguridad se vea peor en el muy corto plazo.

Por eso, yo no anularé mi voto. Si de algo tengo capacidad es de decidir y, cuando menos, de intentar que aquél a quien yo apoye llegue a un puesto de elección popular, y exigirle en consecuencia que cumpla con su deber. De otro modo, si me abstengo o anulo mi voto, me retiro a mí mismo el derecho inalienable de protestar porque, a fin de cuentas, no tomé parte en aquello que se decidía. Así, el que decida no votar, o votar en blanco, que no se queje si las cosas resultan peores de como ahora las experimenta.

3 comentarios:

Regoleta dijo...

Como reza el tatuaje de una pared por el CNCA:

"NO VOTO, NO ME CALLO"

De ninguna manera participaré en el encumbramiento de esa bola de políticos, no participaré en los sistemas "democráticos" que promueven, porque estoy totalmente asqueada de sus pseudo-propuestas y sus campañas de porquería. No le creo a ninguno y por lo tanto no tengo la convicción necesario para apoyarlo para llegar al poder. Lo que sugieres puede ser considerado como complicidad para mantener la farsa. Anular el voto es una decisión, (quizás, no ir a la casilla por hueva, no lo sea), por lo tanto no pierdo mi derecho a la voz, a la protesta, a la exigencia.

Ne, ne, ne... yo paso (aunque, te diré, seré presidenta de casilla, ¡qué ironía! ¿no?)

Veo que ya le pusiste los templates a tu[s] blog[s]. Muy buena[s] elección[es]. En el otro blog te apareció el error aquel que te había contado en las fechas de los post. Para solucionarlo sigue estos pasos. Espero que te ayuden.

Y eso :)

Saludos

Patricia dijo...

El que no hace nada no tiene derecho a quejarse...
Sabia frase que delata justamente lo que comentas. Podemos estar muy inconformes, hasta dolidos si se quiere por el dispendio del IFE en un país con tantas y tan grandes necesidades como el nuestro. Podemos aducir que todo es una porquería y que nadie nos convence porque, en el fondo, todos son la misma cosa. Sin embargo, desde aquél chiste mal contado disfrazado de mecanismo democrático-ojó-que fue la mentada consulta, llegué a la conclusión de que, con voto o sin voto, el que está donde esté, que tenga acceso a las cifras obtenidas de cualquier manera, hará de ellas el uso que le convenga, con el consenso o sin él de los que participaron y dejaron de participar por igual. Si eso nos hicieron con el chiste, cuando ya-sabemos-quien fue con su engominado copete y engolada voz a anunciar que llevaba la voluntad del pueblo en un sobrecito, pueblo del que quedamos excluidos quienes no validamos la farsa, pero que no quedamos conformes con tamaña sandez, ¿qué nos podemos esperar en la arena política formal, la de a de veras, la que es en serio?
Considero que no somos una sociedad políticamente madura como para tomar la decisión de no ejercer el voto. Porque ni siquiera somos capaces, en primera instancia, de enterarnos quiénes son nuestros representantes y obligarlos a eso, justamente, a representarnos. No hemos probado este ejercicio, que, desde mi punto de vista, es el primer paso, casi el punto intermedio entre lo que vivimos ahorita, con las intenciones de anulación del voto y el votar por votar. No podemos decir que, si la ciudadanía se pone pesada en serio, no nada más cerrando calles y armando escándalos, el representante sigue sin trabajar, porque el hecho básico está ahí: ni siquiera lo hemos intentado. Penduleamos-valga el neologismo-entre ambos extremos: ejercer el voto o su anulación, sin haber ensayado todos los caminos que los ciudadanos tenemos. Subyace el hecho incontrovertible, sin embargo, de la apatía típica del ciudadano: nos da flojera organizarnos en serio, y, para colmo, preferimos que los demás piensen por nosotros, resuelvan por nosotros para después quejarnos cuando las cosas no andan bien. En mi humilde opinión, eso es justamente lo que nos impide anular el voto y dar con ello muestra de madurez. Porque, admitámoslo, somos inmaduros. Basta con salir a las calles para darnos cuenta de que carecemos de urbanidad, que no sabemos convivir, que el vecino nos importa un comino, así como nos importa un rábano el que comparte las vialidades con nosotros. No, definitivamente la anulación del voto no es para nosotros. Primero hay que aprender a exigir, pero en serio, y luego ya protestaremos cuando la exigencia no se cumpla.

Alfredo R. I. dijo...

Yo estoy en eso, en expresarme para, después, poder quejarme. Como sea, he llegado a la conclusión de que, así como no puedo evitar que un montón de lelos vuelvan a votar por el PRD, tampoco puedo evitar que la gente, por los motivos que sea, decidan dejar de votar. Es penoso, es un asunto muy espinoso, pero es así. Yo mismo votaré, en esta ocasión, por quienes siempre han merecido mi confianza, pero con menos convicción de la que debería serme habitual. El partido ha tomado un rumbo que no es el que más me gusta, ha defendido en los últimos años posiciones con las que no estoy de acuerdo -su oposición al aborto, por ejemplo-, y se ha enfrascado en una guerra de descalificaciones que no le deja muy bien parado. A pesar de todo, prefiero ir y votar por la gente de azul; sinceramente, lo prefiero a dejar que las mafias tricolores y las clientelas amarillas copen el escenario; prefiero ver a un inútil azul -como hay muchos- a un estúpido amarillo agarrado de la imagen de su mesías. Mil veces lo prefiero.

Además, si votando contribuyo a mover un poco las cifras -es un granito de arena, pero hay muchos más-, le disminuyo el porcentaje a los partidos inservibles -PT, Convergencia, PSD-, y me uno a un grupo de gente que mueva la balanza lo suficiente para que desaparezcan, me doy por excelentemente servido.